CAPÍTULO 6

Por supuesto que no había cambiado.

De hecho seguía viviendo con mis contradicciones a tope…

Gaby sí, pero no.

Ludmila no, pero sí.

Terapia sí, pero no.

Profesión…

Bueno, en ese área era más claro el sí y sin peros. Salvo por el pequeño detalle de que no alcanza con ser un médico nefrólogo enamorado de su trabajo docente para ser feliz. (Ni siquiera alcanza para ser profesionalmente exitoso.)

Traté de localizar la dirección del Gordo, pero no figuraba en la guía.

Ni los camareros del bar de enfrente, ni la señora del quiosco tenían idea.

La gente de la editorial con la que hablé días más tarde, quedó en ayudarme («Usted puede mandarnos su carta a nosotros y nos encargaremos de hacérsela llegar…»).

A las tres semanas, cuando me quitaron las vendas del pie, me fui caminando hasta la facultad. Entonces, al pasar por el Hospital de Clínicas, se me ocurrió llamar a Claudia. Ella era la persona que podría darme alguna pista; no sólo había sido también su paciente, sino que era ella la que me lo había recomendado.

Nos encontramos en un bar cerca de la facultad.

—Aquí llega la unidad de emergencias terapéuticas. ¿Qué le está pasando, doctor, que tiene tanta urgencia por encontrar a Jorge?

—No es que sea urgente —mentí—, es que quiero terminar de arreglar unos asuntos y me pareció que el Gordo me iba a poder ayudar.

—Anda… —me dijo denunciando agudamente lo poco creíble que resultaba mi respuesta—, hace diez años que no sé nada de ti, me has llamado cinco veces en dos días, me has citado para hoy mismo a cualquier hora y donde yo quisiera, y me dices que no es urgente. No bromees…

—Tienes razón —admití—, la verdad es que urgencia real no hay ninguna. Lo que pasa es que lo vengo pensando desde hace un tiempo y cuando me decidí a buscarlo y no lo encontré, me empecé a desesperar. Yo sé que es una estupidez, pero te juro que fue como si se me hubiera venido el mundo abajo. Me sentí mal, abandonado, dejado de lado, no sé.

—Demi, ¿cómo te vas a sentir abandonado porque el Gordo ya no esté en el consultorio? ¿No te parece un planteamiento un poco… —dudó, buscando la palabra— infantil?

—Ti —dije, para hacerme el gracioso.

Y los dos nos reímos con ganas.

—Así que tardas quince años en buscarlo, y él tiene que estar ahí, esperándote… Estás chiflado.

—Sí. Tienes razón, no es un planteo muy racional. Es que me imaginé que a estas alturas ya iba a estar revisando mis cosas y todavía ni siquiera lo pude encontrar. Parece que se lo hubiese tragado la tierra, nadie sabe nada. Ni tú.

—Tranquilo. Dame un par de días. Tengo una vecina que es amiga de la prima de su esposa. Hago los contactos y te llamo. Y mientras tanto, tú para un poco con la ansiedad, que si no se murió, lo vamos a encontrar.

—Y si se murió también —acoté—, aunque en ese caso no creo que me devuelva la llamada…

A veces, a mí mismo me fastidia esta especie de manía que tengo de hacer bromas en momentos inadecuados. Ya lo había visto en mi terapia y siempre me había parecido una sutil división, la que hay entre la saludable actitud de desdramatizar y el no tan saludable mecanismo de defensa que los gestaltistas llaman deflexión.

Me acuerdo todavía cuando el Gordo, en mitad de la sesión, me pidió que hiciéramos juntos una exploración.

—Sonríe —me pidió.

Yo obedecí la «orden», sobre todo porque había aprendido a entrar en los juegos que el Gordo proponía a sabiendas de que siempre había de llevarme a algo nuevo o algo útil, descubierto desde un lugar insospechado.

—Sonríe un poco más… —me siguió pidiendo—… un poco más todavía. Como si quisieras forzar una sonrisa desmesurada…

Yo lo hice y sentí cómo me tiraban los músculos de la cara.

—El ejercicio que te propongo —me dijo Jorge— es que no te quites esa sonrisa hasta el final de la sesión, son nada más que veinte minutos, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dije yo con mi magnificente sonrisa dibujada en la cara.

Y entonces, en medio de esa situación casi absurda, el Gordo me recordó el encuentro entre el Principito y el bebedor.

—¿Por qué bebes? —le había preguntado el Principito al borracho, que era el único habitante del tercer planeta.

—Bebo —contestó el hombre— para olvidar —y dio un trago a su botella.

—¿Para olvidar qué? —preguntó el Principito.

—Para olvidar la vergüenza que tengo —contestó el bebedor bajando la cabeza.

—¿Vergüenza de qué? —preguntó el Principito con ganas de ayudar.

—Vergüenza de… ¡Beber! —contestó el hombre. Y siguió bebiendo.

Y el Principito abandonó el planeta del bebedor pensando que la gente mayor verdaderamente es muy extraña…

A mí me hubiera gustado sonreírme después de la historia, pero no pude, porque desde mi gesto, una auténtica sonrisa era imposible.

—Afloja, Demi —me dijo—. Reír todo el tiempo es tan ridículo e insignificante como no reírse nunca. Trabajar todo el tiempo es tan nefasto como no tener nunca algo para hacer. Hay que aprender a entrar y salir, de cada cosa, de todas las cosas —había sentenciado el Gordo—. Distraer el pensamiento con un chiste o una ironía para poder renovar tu energía interna puede ser saludable. Y, de hecho, lo es y se llama distender, pariente cercano de descansar. Pero irse permanentemente de la situación interrumpiendo el propio proceso y el de los otros es un escapismo y nada tiene que ver con la salud.

El caso es que el último comentario no debe haberle parecido muy gracioso a Claudia porque se levantó, me dio un semibeso y se fue.

Enfadada o no, Claudia desapareció por casi dos semanas. Yo la llamé tres o cuatro veces y nunca me respondió los mensajes que recogía su contestador. Me consolaba pensando que la demora se debía al proceso: la vecina amiga de la prima de la esposa… Era demasiada burocracia para un trámite urgente.

—¿Lo has encontrado? —le pregunté en cuanto le reconocí la voz.

—Digamos que sí…

—Dame el teléfono, que anoto…

—Mira, Demi, tengo una noticia buena y una mala.

—Claudia, no juegues con mis nervios.

—Anota el número, es en Rosario…

—¿Jorge está viviendo allá?

—Así parece, pero ese no es el problema, porque después de todo, hoy el viaje no es tan largo… El tema, Demi, es que parece que dejó de atender.

Le agradecí a Claudia como pude, porque en verdad me había quedado sin palabras.

¿Podía tener tanta mala suerte? Todo estaba perdido.

Mientras caminaba de vuelta al piso me acordaba de lo que el Gordo me decía siempre:

Por el hambre de saber, de crecer, de volar, de conocer… No te aferres a la teta porque lo importante en todo caso es la leche que aplaca tu hambre.

Era cierto. Y aunque en ese momento yo sentía que necesitaba de sus palabras, y no de otras; también sabía que mi parte adulta, aunque un poco herida, encontraría el camino.

Pensando esto me sorprendió la serenidad que me empezaba a invadir, no sé si por este frágil contacto con la parte más crecida de mí, si por el conjuro de los pensamientos catastróficos que me habían estado rondando o por la conciencia tranquilizadora de confirmar que el trabajo realizado hasta aquí había sido útil.

Siempre me había sorprendido comprobar que las cosas que uno aprende (incluidas aquellas que descubre en su terapia) no siempre se incorporan en el mismo momento en que las escuchamos y, más aun, no siempre están disponibles aunque uno ya las haya incorporado.

Pensé que, de todas maneras y ya que tenía su teléfono, quizá debía llamarlo igual. Saludarlo, confirmar que ya no atendía, pedirle por qué no, que hiciera una excepción conmigo y me atendiera nuevamente (correr el riesgo de un no era también una declaración de madurez); y luego, cancelada la posibilidad de retomar con él, pedirle que ya que me conocía, me recomendara a alguien con quien seguir trabajando mis cosas o arreglando estas coyunturas.

Sin pensarlo más, satisfecho con el rumbo de mi conciencia y temeroso de una trampa de mí mismo, entré en un locutorio y marqué el número de Rosario.

A la tercera llamada, él mismo cogió el teléfono.