CAPÍTULO 32

Las semanas se sucedieron con velocidad, inmerso como estaba en un torbellino de actividades. Y el tiempo se encargó de reafirmar que mi vínculo con Gaby había terminado. Yo había contestado su mail-telegrama con un tibio reproche a su frialdad y con una mención a mi apertura a nuestra amistad, pero Gaby volvió a sumirse en el silencio. Poco a poco debí aceptar que no era yo el único que tenía derecho o necesidad de transformaciones: los demás también podían cambiar sin permiso y sin avisar. Durante aquellos días, hubo un momento en que mi soberbia me llevó a creer que lo de Gaby no era sino una nueva estrategia para atraerme. Me acordé entonces de nuestro último encuentro. Siempre había pensado que aquello había sido planeado por Gaby como una estrategia para forzar un encuentro. Ella había llegado hasta mi casa con la excusa del acta de divorcio, me había esperado en la sombra, sin entrar a la casa, había querido olvidarse el suéter… Todo análisis conducía en esa dirección y hasta me daba pena su frustración.

Desde mi ventana, mientras recordaba ésa, nuestra última noche, miraba la sierra, sin ver.

Esa actitud y el sol que se filtraba en la sala, llevaron mi memoria a aquella otra mañana. Gaby, frente a la ventana de mi apartamento en Buenos Aires, mirando sin ver, como escapada de un cuadro.

No sé por qué, pero en ese momento lo comprendí.

Gaby no había ido esa noche a tratar de reconquistarme como yo lo había creído siempre.

Gaby había ido a despedirse.

Aquel encuentro no era una propuesta; era un adiós.

Un adiós a su manera.

Seguí allí junto a la ventana durante horas, sorbiendo lentamente una copa de vino y recordando. A medida que pasaba el tiempo me daba cuenta de cómo encajaba todo. Hasta el olvido del jersey.

Ese abrigo no era un abrigo más. Ése era el regalo que le di a Gaby el día que le propuse casarse conmigo.

—Yo no quiero darte un anillo, para simbolizar nuestra mutua esclavitud —le había dicho—, quiero que nuestra pareja sea para los dos un lugar de protección y calor.

El vino, el cansancio y la tristeza empezaban a desvanecer mi claridad y yo hacía esfuerzos intentando traer a mi mente una y otra vez cada escena para grabarlas en mi memoria, y que los detalles se imprimieran a fuego. No quería olvidar aquella mañana, la última. Se me hacía difícil aceptarlo. Gaby y yo jamás volveríamos a estar juntos.

Recordé antes de quedarme dormido:

Tu ropa juntito a la mía

jamás en la vida

se vuelve a lavar.

Por suerte al día siguiente no tenía trabajo, así que me quedé en la cama hasta tarde y sobre el mediodía, sabiendo que era una buena hora para pescarlo, volví a llamar a Jorge.

Cuando le conté lo que había descubierto, Jorge hizo un silencio y me dijo:

—Bueno, bueno… Te felicito, Demián, es una gran demostración de lucidez y de madurez poder darte cuenta de todo esto. Creo que ya no vas a tener que usar tanto el teléfono. Tal vez esta llamada sea también una despedida… A tu manera.

—No te hagas ilusiones por ahora, Jorge. Esto acaba de empezar. Dentro de un par de semanas Pau viene a verme. Y yo estoy lleno de expectativas con su viaje. Jamás me había planteado un encuentro genuino con una mujer sin la certeza de que de todas maneras, si esa relación no funcionaba, siempre estaba Gaby, que me querría… Siempre. Éste es mi primer salto, sin red. Una especie de prueba. Deséame suerte.

—«Una especie de prueba» ¿Sabes? Así se llama un cuento de amor que uso cada vez que me hablan de las nuevas relaciones que se montan por internet.

—Cuéntame —le pedí.

Es la historia de Juan Carlos y Eugenia. Él, un mecánico industrial contratado en las plantas de ensamblado y montaje de electrodomésticos en Tierra del Fuego. Ella, una empleada administrativa de una empresa productora agrícola en Salta. Uno, en una punta del país; la otra, en el lugar más lejano posible, en la otra punta.

Se conocieron por internet, chateando, de casualidad. Juan Carlos adoraba el espacio virtual, pasaba allí gran parte de su tiempo libre, sobre todo en el durísimo invierno del sur, con temperaturas de más de 20° bajo cero y noches larguísimas. Eugenia, recién incorporada al ciberespacio, lidiando todavía con algunos comandos y algunos términos de la configuración que pensaba que nunca llegaría a descifrar. El caso es que desde el primer día que intercambiaron dos frases, algo se había abierto entre los dos. Charlaban de sus trabajos (oficinas y galpones), de sus opiniones políticas (peronistas y radicales), de sus gustos por la música (tango y barroco, coincidiendo en Joan Manuel Serrat) y muchas veces (cada vez más) de sus problemas personales. Se hicieron verdaderos cómplices primero, y sinceros amigos después. Se brindaban un genuino apoyo mutuo a pesar de la distancia y de que nunca habían hablado por teléfono ni se habían intercambiado fotografías. («¿Para qué?», había dicho ella. «¿Es importante acaso?») Hasta aquel día en el que su amistad estuvo a punto de ser amenazada por una contingencia que nada tenía que ver con ellos. La empresa donde Juan Carlos trabajaba había comenzado con un plan de reducción de horarios para poder sostener la crisis del sector. Esto significaba un recorte de salario que, para los que vivían solos, significaba dedicar el noventa por ciento del sueldo a pagar el alquiler. Cuando Juan Carlos se lo contaba a Eugenia, le avisaba que no podía distraer el dinero que no tenía para mantener su apetencia por el chat y que, por lo tanto, iba a desaparecer de la red, hasta que regularizara su situación en la empresa o consiguiera un nuevo trabajo. En pocas semanas lo que era una dificultad se volvió un drama, cuando la fábrica finalmente cerró. Juan Carlos se encontró con Eugenia en la red para despedirse y ella le pidió su dirección para mandarle un libro, que ella pensaba que le ayudaría. Poco después Juan Carlos se enteraría de que la ayuda no era un libro sino un giro de dinero a su cuenta llegando de Salta. Su orgullo lo tentó para rechazarlo, pero aquellos a los que él debía, también necesitaban el dinero. «La única condición que te pongo», le había escrito Eugenia, «es que no pierdas esta relación que hemos creado, no tengo tantos amigos como para que me los robe una empresa que ni conozco en la otra punta del país». Juan Carlos recibió el giro durante tres meses, el tiempo que le llevó hacer algunos contactos para conseguir un nuevo trabajo. Pero su paciencia tuvo un premio. El nuevo puesto era lo que siempre había deseado conseguir y el sueldo casi doblaba el anterior. Con el primer sueldo, Juan Carlos devolvió el dinero que había recibido de Salta y con el segundo envió una encomienda con una cajita de madera tallada dentro de la cual había un dije de plata con la palabra «Gracias» y una nota que decía: «Señorita Eugenia, su amigo de la otra punta, la invita a almorzar en Salta el día que usted quiera…». Después se enteraría ella que Juan Carlos había postulado para viajar por el interior en representación de la nueva empresa y había escogido la zona del norte del país. Eugenia eligió el día y lo invitó a encontrarse junto al monumento a Güemes en la plaza central de Salta Ciudad. («¿Cómo te voy a reconocer?», había preguntado él. «Tendré una flor blanca en la solapa», había dicho ella. «Y yo un libro en la mano», había contestado él. «¿No quería mandar una foto?» «No, no quería.»). En los últimos tiempos, Juan Carlos se había dado cuenta de que su interés por encontrarse con Eugenia era más que el mero deseo de conocer a su amiga. Se sentía con ella como con nadie, comprendido, querido, cuidado. Recordaba algunas conversaciones del chat de los últimos días donde ciertos mensajes seductores y bromas de suave insinuación fueron recibidos por Eugenia con lo que él quiso definir como una pequeña aceptación de propuestas. Distraído en su pensamiento y movilizado por su deseo de encontrarse con Eugenia, se bajó del bus una parada antes y tuvo que correr con la maleta al hombro para tratar de llegar a horario a la cita. Media manzana antes de llegar a la plaza miró su reloj, estaba llegando diez minutos tarde. Apresuró el paso y casi se llevó por delante una impresionante mujer de cabello castaño vestida muy elegantemente con un trajecito azul. Por un momento deseó que fuera Eugenia, pero no. No tenía la convenida flor en la solapa. La chica sonrió frente a su torpeza con las maletas y siguió su camino. Juan Carlos llegó a la plaza y corrió hacia el monumento. Y allí estaba. Bajita, regordeta, aparentando bastante más de los treinta y ocho que decía tener y por supuesto con su flor en la solapa. Instintivamente, Juan Carlos escondió el libro detrás de la espalda. Se sentía decepcionado. Tantas ilusiones. Se dio cuenta de que no estaba obligado a presentarse. Después de todo ella no lo conocía. Ella no había querido enviar las fotos y ahora entendía el porqué. Si se iba, pensó, siempre podría inventar una excusa para decirle que no pudo llegar al encuentro. Juan Carlos empezó a retroceder y entonces se dio cuenta. ¿Qué estaba haciendo? Ésta era la chica que lo había acompañado más que nadie en el último año, la que le había confiado sus cosas, la que le había mandado dinero para vivir durante tres meses. Se avergonzó de sí mismo. Con el libro pegado al pecho, se acercó a la mujer y le dijo: «Eugenia, éste es tu libro. ¿Vamos a almorzar?».

La mujer, con su rostro casi feo, dibujó una sonrisa tierna e ingenua y le dijo: «Mire, joven, yo no sé qué pasa, pero hace un ratito una señorita alta con un trajecito azul, me puso esta flor en la solapa y me pidió que si venía un joven y me quería invitar a almorzar yo le dijera que ella lo está esperando en el restaurante de la esquina…». (Juan Carlos iba tan desesperado al encuentro de Eugenia que ni siquiera terminó de escuchar a la mujer que le contaba.) Dijo que era una especie de prueba.