INTRODUCCIÓN
—Cómo lo complicas todo, Demián. No es bueno analizar tanto cada cosa, cada detalle y cada gesto. Todo lo que «no te cuadra» es motivo para meternos en una charla interminable. Es agotador, ¿no te parece? Perdona que te lo diga, pero la verdad es que me aburro cuando le das cinco vueltas a cada palabra que digo, y diez a todo lo que te parece que me callo. Todo va bien, ¿vale? Me parece que mejor lo dejamos así…
Palabras más, palabras menos, eso fue lo que me dijo Ludmila.
Ludmila… Una belleza imposible de ignorar; desde su manera de caminar hasta su perfume, empezando por su nombre.
Lánguida y etérea se había acercado a mí, una mañana, seis meses antes, durante el recorrido de sala, con su boca sutilmente entreabierta, su guardapolvo desabrochado, sus brazos caídos y su cabello lloviéndole sobre el rostro.
—No entiendo —dijo encogiéndose de hombros, ante la mirada atónita del paciente.
—¿Qué es lo que no entiende, doctora? —dije tratando de amoldar la situación, de cara a la institución hospitalaria; elevándola de un plumazo de estudiante a graduada.
—Nada —me dijo con desparpajo—. La verdad es que de esta materia no entiendo nada de nada…
—¿Cómo se llama, señorita? —pregunté, intentando sonar amenazante.
—¿Yo? Ludmila —contestó, manteniéndome la mirada—. ¿Y tú?
Y sucedió lo que ningún docente debe permitirse jamás, pero que ocurre a menudo. A mis casi cuarenta años, me enamoré de una alumna. Me enamoré de sus veintidós años, de su fragilidad, de su mirada de cansada distancia, de su contradictoria madurez juvenil, extraña y fascinante mezcla de inalcanzable heroína de videojuego y de personaje de Milán Kundera. Me enamoré de ella y seguramente también de su nombre: Ludmila.
Quizá debiera decir sobre todo de su nombre, porque ella misma era casi una inexistencia. Era imposible para mí estar unas horas con ella sin recordar a la mujer distante de Neruda («me gustas cuando callas, porque estás como ausente»); y si había algo que Ludmila hacía a la perfección era callar. Callar y pasear su mirada enigmática por ningún lado, como si estuviera fuera del mundo, lejos del universo, dejándome preso de mi imaginaria interpretación de los caminos de su pensamiento.
Hoy, en la distancia, a veces me disculpo. Esa joven y su actitud eran toda una novedad para mí y quizá, más que eso, el retrato de un vago recuerdo de algún antiguo Demián olvidado.
Además, es verdad, me la encontré precisamente cuando venía escapando de la voluptuosa experiencia de los reclamos permanentes de Gaby. Desde que nos habíamos casado, mi ex mujer jamás había dejado de exigir, de protestar, de pedir, de luchar por lo que llamaba rimbombantemente «sus derechos» y de exigirme que cumpliera con mis «responsabilidades más maduramente».
Ciertamente, Ludmila era todo lo contrario. Ella sólo permanecía, como si estuviera más allá de todo… Y eso era, como cualquiera puede comprender, una gran tentación.
Otras veces, sin embargo, me digo que como médico tendría que haber podido ver más allá de mis negaciones y mis deseos reparadores. Confundí su abulia adolescente con una «postura casi zen»; su absoluta indiferencia con «temprana sabiduría»; y su anorexia nerviosa con la ingravidez de la vida espiritual.
Debí percibir que su rostro fresco y natural era el resultado de decenas de cremas y carísimo maquillaje hallado en sus interminables recorridos por los centros comerciales del mundo. Frascos, botes y botellas (pagados por papá) diseñados ex profeso para pasar inadvertidos.
Debí darme cuenta de que aquella ropa que parecía elegida al descuido y siempre a punto de caer, era el resultado de una auténtica estrategia de seducción indiscriminada.
Aquel «Puestodobien»… resonaba todavía en mis oídos al llegar a casa.
Aunque a lo mejor, esa niñata insolente tenía razón y yo me empecinaba demasiado en complicarlo todo, en buscarle siempre la quinta pata al gato…
De pronto, me acordé del Gordo. Hacía más de quince años una tarde me había contado el cuento El círculo del 99…
A lo mejor era eso.
¿Otra vez mi incapacidad para disfrutar de la vida tal como era?
¿Por qué demonios no podía contentarme con lo que tenía?
Después de todo, no parecía tan poco: vocación, profesión, salud, trabajo, amigos… Y un dinerito en el bolsillo para viajar a verlos.
¿Para qué tanta cabeza?
—Quizá para no terminar de aceptar…
¿No aceptar qué?…
—La verdad, claro.
Y la verdad era que la niña, Ludmila, me había dejado.
Mientras hacía girar con el dedo el hielo que flotaba en el segundo Martini rojo descubrí que el desgraciado hecho tenía un matiz nada despreciable. Este era un auténtico motivo de sufrimiento. Al menos por un rato podía intentar convencerme de que era su abandono lo que me dolía, y librarme así de esa horrible sensación de desasosiego que desde hacía un tiempo me iba rondando. Pero a pesar de mi deseo, el engaño sólo duró hasta terminar la copa. No alcanzaba con la herida narcisista de la partida de Ludmila, para comprender el enorme hueco que sentía dentro de mí. Un extraño vacío interior que en los últimos meses condicionaba mi estado de ánimo y que, de muchas maneras, había participado también en el final de mi matrimonio.
Había algo más y yo estaba seguro de que, hasta que lo descubriera, no iba a poder estar tranquilo.
Otra vez me acordé de Jorge.
¿Cómo era el cuento del discípulo y la taza de té? Casi corrí hacia la biblioteca. Abrí la puerta de abajo, a la izquierda. Revolví mis apuntes de la facultad, junté algunas fotos viejas y aplané un poco mi arrugado título de médico mientras buscaba las notas de cuando hacía terapia con él (casi siempre anotaba los cuentos que el Gordo me contaba en sesión).
Efectivamente, ahí estaban… Pasé los papeles hasta encontrarlo y lo releí con auténtica pasión.
El hombre llegó a la tienda de Badwin el sabio, y le dijo:
—He leído mucho y he estado con muchos hombres sabios e iluminados. Creo haber podido atesorar todo ese conocimiento que pasó por mis manos, y el que esos otros maestros dejaron en mí. Hoy creo que sólo tú puedes enseñarme lo que sigue. Estoy seguro de que si me aceptas como discípulo puedo completar lo que sé con lo poco o lo mucho que me falta.
El maestro Badwin le dijo:
—Siempre estoy dispuesto a compartir lo que sé. Tomemos un poco de té antes de empezar nuestra primera clase.
El maestro se puso de pie y trajo dos hermosas tazas de porcelana medio llenas de té y una jarrita de cobre, donde humeaba el aroma de una infusión deliciosa.
El discípulo asió una de las tazas y el maestro cogió la tetera y empezó a inclinarla para agregar té en su taza.
El líquido no tardó en llegar al borde de la porcelana, pero el maestro pareció no notarlo. Badwin siguió echando té en la taza, que después de desbordar y llenar el platillo que sostenía el alumno empezó a derramarse en la alfombra de la tienda.
Fue entonces cuando el discípulo se animó a llamar la atención del maestro:
—Badwin —le dijo—, no sigas echando té, la taza está llena, no cabe más té en ella…
—Me alegro de que lo notes —dijo el maestro—, la taza no tiene lugar para más té. ¿Tienes tú lugar para lo que pretendes aprender conmigo…? —y siguió—. Si estás dispuesto a incorporar profundamente lo que aprendas, deberás animarte a veces a vaciar tu taza, tendrás que abandonar lo que llenaba tu mente, será necesario estar dispuesto a dejar lo conocido sin siquiera saber qué ocupará su lugar.
—Aprender —decía el Gordo siguiendo a los sufíes— es como encontrarse con un melocotón. Al principio sólo se ve lo áspero y rugoso. El fruto no parece demasiado atractivo ni tentador; pero después de pasar la primera etapa, se descubre la pulpa y el aprendizaje se vuelve jugoso, dulce y nutritivo. Muchos querrán detenerse en ese momento, pero crecer no termina aquí. Más adelante nos encontraremos con la dura madera del hueso. Es el momento del cuestionamiento de todo lo anterior, el momento más difícil. Si nos animamos a traspasar la dura corteza del apego a lo jugoso y tierno de lo anterior, si conseguimos sumar lo nuevo a lo viejo para sacar partido de ambos, llegaremos a la semilla. El centro de todo. La potencialidad absoluta. El germen de los nuevos frutos. El comienzo de un nuevo ciclo de aprendizaje al que sólo es posible llegar atravesando ese vacío desde el cual todo es posible.
Podía ser que eso me estuviera pasando.
Pero en todo caso, aquí estaba yo, discípulo, dispuesto a vaciar una vez más mi taza. ¿Dónde estaba el maestro?
Miré a mi alrededor con atención, pero del maestro… ni una foto…