CAPÍTULO 35
Paula se había ido.
Así. Simplemente.
No fue un abandono, porque como lo había dicho no se iba de mi lado, solamente regresaba adonde creía que estaba su lugar.
Y al irse, sin querer o a propósito me había dejado solo.
Mucho más solo que antes de su llegada y con todo el peso de una nueva decisión.
Al principio estaba tan enfadado que su ausencia casi no me molestaba. Como siempre me pasaba, cuando la rabia dominaba el pensamiento, no había espacio para el dolor.
Los últimos días habían estado plagados de tensión, de charlas y de discusiones, o mejor dicho, de una larga charla y una sola discusión, que a pesar de nuestro esfuerzo y de nuestro amor, no sirvió más que para separarnos.
No llegamos a un acuerdo. Ninguno pudo ceder. Quizá porque como el Gordo decía, la pareja no se construye sobre concesiones sino sobre acuerdos. En cierta forma, Paula lo había dicho, nuestra vida de pareja no iba a poder ser plena si se fundaba sobre la base de una elección forzada.
Pero el enfado pasó y el dolor ocupó su lugar. Un dolor profundo que misteriosamente sólo vivía en la casa. Cada mañana, cuando iba a la clínica, me transformaba en el mejor médico que podía ser, en el discípulo que más aprendía, en el médico argentino que la institución había querido contratar. Pero al volver, apenas cruzaba la puerta del apartamento, el dolor me traspasaba. El silencio que alguna vez amé y la soledad que fue en otro tiempo un alivio se me hacían abrumadores.
No era mi imaginación, mi dolor vivía allí y no salía de la casa ni para acompañarme a cenar al restaurante donde íbamos juntos. Allí deseaba que estuviera pero era capaz hasta de echarla de menos con dulzura, con amor o por lo menos con deseo.
Fuera del apartamento extrañarla era, como la palabra lo dice, sentirme extraño sin ella. Dentro, en cambio, extrañarla era una tortura cotidiana, un capricho, una obsesión, la quería a mi lado y no podía conformarme sin ella.
Desde luego que pensé en aturdirme. Bastaría con no ir al apartamento más que para dormir un par de horas y salir al despertar; agendar cinco o seis salidas cada fin de semana y vagar por los bares del pueblo cuando no tuviera otra cosa que hacer. Podía ser una solución, una vía de escape impecable… El tiempo haría el resto.
—Y mientras tanto evitas enfrentarte a la realidad… —me señaló el Gordo, al que, como nunca, escuché ofuscado—. ¿Por qué mejor no tomas cuatro o cinco guardias nocturnas por semana? Ya lo hiciste en un tiempo, ¿te acuerdas?
No era lo que decía sino el tono de voz en el que hablaba.
—¡Una cura de sueño! Como vía de escape sería más efectiva. Te dormimos y te despiertas en dos meses con todo superado. ¿Qué tal?
—Está bien, Gordo, ya lo he entendido —le dije.
El Gordo estaba muy enfadado. Y eso era una señal de que el camino que yo estaba eligiendo era demasiado peligroso…
—Escúchame, Demián —me dijo por último—, te voy a mandar un mail ahora. Quiero que lo leas con mucha atención.
Jorge se había serenado.
Sacar la bronca le había hecho bien.
No quise decirle que manejaba mal su impotencia porque me pareció inoportuno.
—¿Vas a estar en tu casa? —me preguntó.
—Sí.
—En un par de horas te llamo —me dijo, y cortó.
Abrí el ordenador y esperé unos minutos, allí estaba el mail y traía un cuento.
EL HOMBRE Y SU CÁRCEL
La guerra concluyó dejando tras de sí, entre otras cosas, paredes desmoronadas y destruidas. Como a muchos otros, la muerte y la destrucción me liberó de todo. Por primera vez tras muchos años me quedé sin referencias, sin obligaciones, sin condicionamientos.
Y después de unos días me sentí oprimido por una libertad insoportable.
No sabía qué hacer con ella.
Ahora que, finalmente, podía ir donde quisiera, no iba a ninguna parte.
La gente era en general muy amable conmigo, quizá porque yo le gustaba, por mi manera de ser o por alguna otra razón desconocida. Pero de todas maneras yo no aceptaba ninguna invitación. Temía que eso me quitara libertad y por eso no me atrevía a concertar ninguna cita.
Yo podía ir y venir a mis anchas. Podía hacer todo lo que se me ocurriera…
Y quizá por esa misma causa, no hacía nada.
Me sentía perdido entre las casas abiertas y la gente ocupada.
El largo día me parecía ser la terrible cárcel de la libertad.
El hastío me devoraba.
Mi mañana comenzaba muy tarde. Acostumbraba salir a la calle con la idea de visitar a alguno de mis amigos, pero irremediablemente, yendo hacia su casa, me arrepentía hasta detenerme y ponía en duda la importancia de la visita o el sentido de hacerla. Pero sobre todo me generaba inquietud predecir lo que habría de seguirla.
Tomaba una dirección determinada con la convicción de que algo me estaría esperando pero de pronto me encontraba parado en la esquina de una calle, desesperado de todo, hastiado de todo y oprimido por ese libre albedrío y por las numerosas posibilidades que se me presentaban.
Así caía la tarde, sin haber abierto un libro y sin haber tomado en las manos mi violín.
Quería querer algo. Quería que algo me importara. Pero nada en la vida me era demasiado querido ni suficientemente odiado.
Hasta que cierto día, cuando creía no tener otra alternativa que la muerte, decidí encerrarme en mi cárcel. Dentro de ella encontraría alivio a mi corazón, como me había sucedido otras veces.
Abrí mi armario secreto, que cerraba bajo llave, saqué la llave y me dirigí a la cárcel.
Mi cárcel se encontraba en el centro de una de las calles más animadas de la ciudad y en la puerta colgaba un cartel que anunciaba:
CÁRCEL PRIVADA
ENTRADA PROHIBIDA A EXTRAÑOS
Los transeúntes no le prestaban atención, puesto que sobre muchas otras puertas de la ciudad colgaban carteles similares.
La llave chirrió en la cerradura y la puerta se abrió con el quejido familiar.
Entré prescindiendo de la mirada de los que espiaban y cerré rápidamente la puerta tras de mí.
Apenas traspasé el umbral, se apoderó de mí una gran tranquilidad y mis pasos, hasta ahora dudosos, se hicieron firmes y seguros.
Reconocí inmediatamente mi buena y vieja cárcel. Reconocí las paredes blanqueadas y frescas, el reloj que marchaba sobre la pared, la mesa siempre llena de polvo, las hojas de papel, el violín, el lápiz afilado que me esperaba, la ventana abierta a la calle y el cómodo sofá.
Me acerqué a las rejas de la ventana, tomé con manos trémulas de felicidad las barras de hierro y un segundo después tomé la llave y la tiré por la ventana hacia la acera.
Me senté junto a la mesa. Sabía que algo faltaba en mi vida: un horario.
Tomé una hoja de papel y comencé a escribir:
HORARIO
- Despertarme a las 6:00.
- Aseo, ejercicio físico, limpieza habitación, desayuno, música (de 6 a 10.30).
- Mirar por la ventana (de 11 a 13).
- Almuerzo, acostado inmóvil, movimientos y alaridos, muecas ante el espejo, estudios, mirar por la ventana, escribir cartas a mí mismo, cena, leer cartas, pensar sobre el exterior, plegaria y aseo (de 13 a 22).
- Recogimiento: 22.30.
Pegué entonces el papel sobre la pared.
Los días me empezaron a llenar de seguridad y observé mi horario con maravillosa puntualidad. Estaba seguro de experimentar la sensación de plenitud que embarga al hombre ocupado.
Sin embargo, pese a la magnificencia de la satisfacción de los primeros días y el absoluto asentamiento en mi cárcel de olvido, comencé repentinamente a echar de menos el mundo de fuera de las rejas de mi ventana.
Noté que comía poco, que dejó de interesarme el violín y que me absorbían cada vez más los pensamientos sobre el exterior y mirar por la ventana.
Debo confesar que comencé a traicionarme.
Mientras hacía ejercicios, echaba una ojeada a pesar mío hacia la ventana; después de dos meses me levantaba más temprano y saltaba el desayuno para mirar más tiempo por la ventana.
Empecé a experimentar una horrible sensación de desarraigo, mucho más intensa que antes. Y me di cuenta de que en el exterior, fuera de mi ventana, bullía la vida mientras yo estaba en la cárcel, aislado de todos y rodeado de murallas, la mayor parte de las cuales había levantado con mis propias manos.
¡Qué difícil me resultó enfrentarme a la verdad!
Quería regresar a todo aquello que había despreciado, a la vida y a los seres humanos. Quería salir. Juro que lo quería. Pero me acordé de que la llave estaba afuera, lejos del alcance de mi mano, todavía tirada junto al cordón.
En realidad, pensé, bastaba pedirla a uno de los transeúntes para encontrarme de nuevo entre seres humanos.
Primero rogué en voz baja, luego en voz alta y finalmente a gritos, pero nadie prestó atención a mi pedido. La gente caminaba apresurada, como si no me viera, como si no supiera que mi libertad se encontraba en sus manos.
Jamás sufrí tanto. Mi cárcel, refugio ideal de otros tiempos, me había aislado de la vida.
De pronto, pasos irregulares se dejaron oír a la izquierda de mi ventana. Una anciana se acercó lentamente y se detuvo justo al lado de la llave de mi prisión.
Mis sentidos estaban tensos hasta estallar. Era indudable que había visto la llave. Seguí su mirada… Con tal de que no la coja y desaparezca con ella para siempre, pensé.
—Eh… Oiga… Usted… La llave es mía… —le grité—. Si me abre le regalo este lugar… ¿Me escucha?
Pero ella no me escuchaba.
Muy despacio tendió la mano, como yo temía, hacia la llave.
Antes de alcanzar a tocarla, se tropezó y se cayó en la calle golpeándose la cabeza.
—Socorro —gritó—. No puedo levantarme.
Nadie acudió en su ayuda. La calle estaba desierta.
—¡Socorro! —rogó con voz temblorosa.
Sólo yo podía socorrerla. No pude dominarme. Corrí hacia la puerta y, aunque sabía que mi cerradura era inviolable, arremetí contra ella con todo el peso de mi cuerpo.
Antes de captar qué sucedía, me encontré tendido en la acera.
¡La puerta jamás había estado cerrada con llave!
Yo nunca había intentado abrirla. Me limité a pedir ayuda de afuera…
Los quejidos de la anciana y sus suspiros me despertaron de mis pensamientos. Me acerqué y la ayudé a levantarse. La senté sobre las escaleras de la cárcel y me apresuré a llevarle un vaso con agua.
Apenas hube terminado de vendar sus heridas, la anciana se recuperó, me agradeció besándome las manos y se fue.
La calle comenzó a poblarse.
Los automóviles circulaban velozmente tocando el claxon.
Saludé a alguien y me estrechó la mano.
Diversas personas notaron mi presencia y me sonrieron.
Arranqué el cartel de mi cárcel y coloqué en ese lugar un anuncio que escribí:
SE ALQUILA ESTA SALA PARA FARMACIA
Me quedé solo un momento y luego me puse a andar.
De pronto me acordé de que era imposible cerrar con llave desde dentro y a partir de allí, me di cuenta de muchas cosas.
La puerta de mi cárcel sólo se abrió cuando estuve dispuesto a dar lo que otro necesitaba de mí; pero permanecía cerrada cuando yo sólo gritaba lo que necesitaba.
La cárcel la había cerrado mi mente al encerrarme exclusivamente en mis propias necesidades.
La cárcel era el encierro en el que me aislaba cuando creía que no tenía nada para ofrecer.
Me apresuré un poco… Estaba ocupado.
¿Encerrarme otra vez?
Castigar al mundo con mi ausencia.
Hacerme un horario repleto de ocupaciones que me mantenga alejado de la ventana…
No era ninguna solución.
La razón de mi sentirme mal en casa no se debía a que fuera ese el lugar donde habitaban mi dolor y mis recuerdos; era porque ahí vivía mi incapacidad de pensar en otra cosa que no fuera mi propio sufrimiento y mi frustrada necesidad de Paula.
—¿Leíste el cuento? —preguntó el Gordo, ya de madrugada.
—Sí —dije.
—¿Y cómo estás? —preguntó todavía.
—Un poco más viejo —contesté— y mucho más claro.