CAPÍTULO 3
Me bajé en la puerta del viejo edificio de Tucumán al 2400 y, rengueando, caminé por el vestíbulo hasta el ascensor. Todo parecía estar igual que entonces. El suelo recién lustrado, el olor de las flores del jardín central, el ruido de platos y ollas que se oía a través de las puertas de madera de las casas de la planta baja.
Automáticamente miré hacia el fondo del largo pasillo, buscando inútilmente la figura de don José, el portero. Un hombre que quince años atrás debía rondar los ochenta y que era siempre la primera persona en saludar a los pacientes de Jorge. Yo había aprendido a querer aquella más que intrusiva participación controladora («apresúrese, que está llegando cinco minutos tarde», «tranquilo, que el anterior todavía no ha salido», «el doctor acaba de subir»…). Lamenté darme cuenta de que, obviamente, no estaba, no podría estar aún por allí.
Esperé un rato el ascensor que no venía y empecé a subir a pie por la escalera de mármol.
A medida que subía piso por piso sentía cómo, paradójicamente, los recuerdos descendían uno a uno sobre mí.
Quince años habían pasado desde la última vez que había visto al Gordo. Había llegado a él con todas mis inseguridades y desbordado por los problemas de relación con mis padres, con mis amigos, en el trabajo, conmigo mismo y, ya desde entonces, con Gaby.
Una a una, el trato con el Gordo había ido despejando mis dudas, descubriendo mis deseos, construyendo mi autoestima.
Aquel día, cuando Jorge me abrió por última vez la puerta en la despedida, me había dicho:
—Quiero que sepas, Demián, que aunque hoy termina esta etapa juntos, puedes contar conmigo.
Me pareció una frase increíble. Para alguien que hacía del cuento la expresión de su saber y de sus buenos consejos, ese «cuenta conmigo» era casi un testamento de hermandad en el cuento. Un compromiso conquistado en el tiempo compartido. Una declaración de coincidencias.
Aquel día, al salir por Tucumán, me sentí (a pesar del dolor) más liviano, más libre, capaz de vivir, por fin, sin tantas presiones ni condicionamientos.
Y, sin embargo, el tiempo había pasado y allí estaba yo de nuevo, otra vez frente al 4º J.
Algo había fallado en mí y no sabía qué. Algo me impedía sentirme feliz o en camino hacia ello, conforme con mis elecciones, satisfecho de mí mismo… Algo se movía adentro, me angustiaba y me oprimía.
En aquel tiempo de mi terapia, Gaby y yo éramos novios o algo así, ella vivía reclamándome un lugar en mi vida, para ella y para la pareja, y yo malvivía intentando preservarme. Negociábamos en lugar de resolver.
El Gordo siempre decía que negociar es para los negocios y que un proyecto de vida no merecía concesiones sino acuerdos. Tenía razón.
Un día que Gaby pasó a buscarme por el consultorio, Jorge la hizo pasar y después de unos mates nos contó esta historia:
Había una vez un rey que disfrutaba muchísimo de la caza del jabalí. Una vez por semana, en compañía de sus amigos más cercanos y del mejor de sus arqueros, salía de palacio y se internaba en el bosque a la búsqueda de los peligrosos animales que, ciertamente, eran una complicación para todos los granjeros y agricultores del reino. La emoción de la aventura se complementaba así con el servicio que se le prestaba a los súbditos al librarlos de sus peores enemigos, depredadores y asesinos.
La técnica de caza era siempre la misma, se localizaba a un grupo de cerdos, se los rodeaba y se los forzaba a dirigirse a un claro donde tendría lugar el enfrentamiento.
Para que la caza conservara su lado deportivo era necesario que el cazador (alguno de los amigos o el mismo rey) dejara su caballo y se enfrentara a pie con el animal, armado solamente con una lanza y un filoso cuchillo de monte. Había que usar toda la agilidad para escapar de sus afilados dientes y aguzar los reflejos para no ser tumbado por su embestida. Era necesaria una gran destreza y velocidad para clavar el filo de la lanza en algún punto vital y luego tener el coraje de saltar sobre el animal herido para rematarlo con el cuchillo.
El arquero real era la única defensa del cazador si algo salía mal. Mientras todos se quedaban rodeando la escena atentos a la lucha, el guardia permanecía con los ojos muy abiertos, su arco ya tensado y la flecha lista. La precisión de su disparo podía significar la diferencia entre un susto para el cazador y una desgracia irreparable.
Un día, mientras perseguía a un grupo de jabalíes que asolaban la región más occidental de su reino, se internó con sus compañeros en un bosque que nunca había recorrido. No era demasiado diferente de otros bosques excepto por el hecho de que en casi cada árbol del pequeño bosque estaba dibujado un rudimentario blanco de tiro. Tres círculos concéntricos de cal más un relleno y pequeño redondel blanco en el centro. Al rey no le llamaban la atención los círculos pintados en los troncos, pero sí le sorprendió ver que en el mismísimo centro de cada blanco había una flecha clavada.
Treinta o cuarenta troncos daban fe de la certeza de los flechazos, cada árbol con un blanco, cada blanco con una flecha, cada flecha en el centro justo del objetivo. Flechas que siempre lucían los mismos colores en sus plumas. Flechas iguales, disparadas posiblemente por el mismo arquero.
El rey preguntó a alguno de los guías por el autor de esos precisos blancos, pero nadie supo contestar.
—Un arquero así sería la mejor garantía de la seguridad del rey —comentó alguien.
—Con un guardaespaldas capaz de acertar cuarenta sobre cuarenta yo iría a cazar leones con una aguja… —rió otro.
—Ojalá sea solamente uno —dijo el arquero real—, porque si no, nos quedaríamos todos sin trabajo.
El rey asintió y, rascándose la barbilla, mandó a llamar al jefe de sus sirvientes y le dijo:
—Quiero a ese arquero en mi palacio mañana a la tarde. Convéncelo de que me vea, ordénale que venga, o tráelo con la guardia, ¿está claro?
—Sí, majestad —dijo el otro. Y cogiendo un caballo se dirigió al pueblo a buscar al arquero infalible.
Al día siguiente, un paje golpeó en la puerta de la alcoba real para decirle al soberano que su sirviente había llegado y pedía ver al rey.
El monarca se vistió presuroso y salió entusiasmado al encuentro del visitante.
Al llegar al salón de recepción solamente vio junto a su emisario a un jovencito de unos quince o dieciséis años, que sostenía displicentemente un pequeño arco en la mano.
—¿Quién es este jovencito? —preguntó el rey.
—Es el joven que me pediste que trajera —dijo el sirviente—, el que disparó las flechas del bosque.
—¿Es verdad, jovencito? ¿Tú disparaste esas flechas? Ten cuidado con las mentiras, mi amiguito, podrían costarte la cabeza…
El joven bajó la mirada y balbuceando de miedo contestó:
—Sí, es verdad, yo las disparé.
—¿Todas? —preguntó el rey.
—Cada una de ellas —dijo el joven.
—¿Quién te enseño a disparar con el arco? —preguntó el monarca.
—Mi padre —contestó el arquero.
—Y él, ¿dónde está? —preguntó todavía el rey.
—Murió hace seis meses —dijo con dolor el adolescente.
No tenemos al maestro, pero tenemos a su mejor alumno, pensó el rey.
—¿Cuál es la técnica? —preguntó el rey.
—¿Técnica? —repitió el joven.
—La manera de conseguir una flecha en el exacto centro de cada blanco —le aclaró el rey.
—Muy fácil —dijo el muchachito—, yo disparo la flecha al árbol, y después pinto los círculos a su alrededor.
Y el Gordo siguió:
—No creo que sea buena idea dibujar una pareja que se amolde al perfil de vuestras dificultades y desencuentros —había concluido Jorge—. En todo caso, construir una relación duradera requiere de cierta pericia y eso sólo se consigue con entrenamiento. Cuando seáis capaces de saber dónde está el centro del vínculo que deseáis, podréis apuntar en esa dirección. Si no os decidís a definir primero si coincidís en vuestros proyectos, es decir, el blanco al cual apuntar vuestras flechas, la felicidad que encontréis será sólo una casualidad o una ficticia armazón para los otros. Y lo que más quisiera advertiros: cuando el amor permanece, el dolor de un desencuentro siempre trae una pena doble; el dolor de lo que a mí mismo me duele y la pena que me causa el dolor de la persona que quiero, aunque sepa que no puedo seguir mi camino con ella.
Gaby y yo habíamos salido del consultorio cogidos de la mano, y muy asustados. No habíamos entendido (y no quisimos entender) las luces rojas de alerta que el Gordo nos había encendido. Y en realidad, a la distancia, creo que así continuamos hasta el final, dibujando círculos concéntricos alrededor de cada acción, para evitar el sufrimiento propio y el del otro. Ella había logrado mucho de lo que quería (estuvimos casados más de cinco años), pero reconozco que yo jamás me había entregado por completo. Yo, por mi parte, pude entrenar mi habilidad para defender mis espacios, pero nunca pude compartir con mi mujer algunas de las cosas que me alegraban mucho y ella reconoció muchas veces que no era capaz de disfrutar de mi alegría con las cosas que no la incluían. Tanto que la separación había sido casi como una liberación para ambos y yo había debido sostener la odiosa ambivalencia, entre culposa y festejante, de sentir que me quitaba un peso de encima.
Ahora que la imagen de ella regresaba con más frecuencia, sentí al tocar el timbre del apartamento que era como si ella hubiera estado a mi lado, instándome a que no dudara, a que buscara ayuda.