CAPÍTULO 38

—Sabes lo que pasa, mamá, que yo iba fenomenal, muy encaminado, seguro de lo que estaba haciendo, hasta que llegó ella… Y se estropeó todo.

—¿Quién es ella? —preguntó mi mamá que no estaba tan segura de lo que hablaba—. ¿Paula o Gaby?

—Ella es cualquier ella, mamá —dije, dándome cuenta de algo que ni había pensado—. Las dos… Y Ludmila y Catalina y Marta…

—Pero hijo, eres una versión, cambiada de género, del tango. En lugar de cantar «… los hombres te han hecho mal», a ti te han hecho mal las mujeres…

—Pues sí. Por lo menos siempre me lo han puesto difícil. Cada una desde su lugar. Una por exigente, la otra por despreciativa, una por tonta y la otra por creerse demasiado lista. Entre todas me lo han hecho complicado.

—¿Paula también? —dijo mamá—. A mí me gusta esa chica.

—Ay, mami, a ti siempre te gustan todas las chicas que aparecen a mi lado. Creo que hasta te hubiera gustado Ludmila, fíjate.

—Bueno, tiene un nombre bonito, para empezar.

Preferí no empezar a hablar de Ludmila…

—Paula apareció en un momento muy especial de mi vida, mamá. Me ayudó a sentir un montón de cosas, me empujó a mis decisiones olvidadas, me ayudó a ponerlas en marcha y después se fue. Y en ese vacío que dejó aparecieron todas mis dudas, sabes mamá, estos replanteamientos que yo no quería hacerme. Y no es solamente el asunto de la pareja, es también el tema de mi profesión. Ahora tengo que parar un poco y evaluar exactamente qué es lo que quiero hacer, o mejor, qué quiero ser. No hablo de recuperar en mí al idealista que fui, ni de dejar de lado mi necesidad de destacarme, sino de alcanzar una especie de síntesis. Pero te confieso, mami, que ni siquiera estoy seguro de que exista.

—¿Y quién ha sido la primera que te ha dicho eso, antes que nadie? ¡Tu madre!

Era verdad. Mamá había usado casi esas mismas palabras unas semanas atrás cuando había venido a visitarme.

—Eres una genia, mami —le dije sinceramente.

—Hay que ser una genia y encontrar un genio para poder tener dos hijos como vosotros, Demián.

—Chau, mami… Y gracias.

—¿Gracias por qué?

—Por todo, mamá… Por todo.

Colgué con mi mamá y al pasar del comedor a la cocina me sorprendió mi sonrisa en el espejo. Me parece que hacía mucho que no me veía tan alegre.

Ese día hablé con mi jefe en la clínica. Un médico brasileño, formado en Estados Unidos y Alemania, jefe del proyecto que me trajo a la institución. El tipo más preparado e inteligente que yo había conocido en mi especialidad y el más visionario de los médicos con que me había cruzado.

—Me vuelvo a Argentina, João —le dije brevemente, y mi voz sonó como si la decisión no hubiese sido tomada dos minutos antes.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Dentro de un mes, cuando termina mi contrato.

—Tú sabes que puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras, ¿verdad?

—No lo sabía, pero es bueno escucharlo. De todas maneras, necesito volver a mi país. Tengo demasiadas cosas de las que ocuparme. Te digo también que no necesito que os ocupéis de mi billete porque voy a usar la fecha y el vuelo que tenía anotado mi billete cuando llegué.

—Pero vas a seguir haciendo nefrología, ¿no?

—Sí, claro. ¿Por qué?

—Porque tenemos un proyecto… Bah, un germen de proyecto…

—¿Sobre qué?

—Montar una pequeña institución como ésta en Argentina, o en Uruguay o en Chile. Pero si tú vas a estar en Buenos Aires… Habría que pensarlo. No es fácil encontrar gente con cabeza y manos dispuestas a ponerlas al servicio de un proyecto asistencial…

Yo no cabía en mi sorpresa. João me explicó y me mostró más profundamente la dimensión del trabajo y las investigaciones que el grupo estaba desarrollando. Todas las clínicas del grupo en el mundo formaban parte de un equipo interdisciplinario que sabía lo que hacía, cómo lo desarrollaba y adónde se proponía llegar.

Se trataba de una institución médica que había encontrado la manera de combinar el servicio de excelencia asistencial con el manejo transparente y eficiente de los ingresos y a partir de allí tener bajo su ala los mejores médicos e investigadores, la última tecnología y un nivel de desarrollo sanitario único.

Las últimas palabras que me soltó cuando me despedía me obligaron a sentarme de nuevo.

—¿Estarías dispuesto a formar un equipo allá?

Cuando dejaron de temblarme las piernas y empecé a darme cuenta de todo lo que se abría, sentí que yo no cabía en mí. Me pareció un excelente y a la vez extraño augurio. Las cosas comenzaban a ordenarse en el rumbo más deseado, poco a poco, y sin mi completa intervención.

Como Jorge lo había dicho la misma noche anterior, dejar de perseguir la meta, parecía hacer que ella me persiguiera a mí.

Por primera vez en mi vida —le escribí a Jorge en un mail— tengo la seguridad de estar en el camino correcto.

Por primera vez esta serenidad no es el resultado de creer que los logros son posibles sino de una seguridad que viene desde dentro, más allá de los resultados.

Sé que las decisiones inmediatas son cruciales, pero que al mismo tiempo me trascienden. Como si yo las fuera a tomar, pero no me pertenecieran del todo.

Me doy cuenta de que en los últimos meses todo sucedió siguiendo un orden de acontecimientos que sólo podía conducirme hasta donde estoy, y desde aquí me llevará inevitablemente a donde voy a llegar. Y aunque todavía no sé exactamente cuál es ese sitio, ahora de manera increíble, estoy convencido de que va a ser el adecuado. El mejor para mí.

Me he dado cuenta, después de tantos años, de que lo que yo quiero no es cambiar, lo que más deseo en verdad es que el cambio ocurra y darme cuenta de él. Hay algo enquistado en mí, que me ha hecho actuar de determinada manera, huyendo, escapando, sin comprometerme nunca, evitando el riesgo de un gran dolor, como si creyera que no podría soportarlo. Si alguna vez funcionó, en mi presente me doy cuenta de que esa receta no sirve para nada.

Y ahora, un párrafo más abajo, reconozco que no me resulta sencillo alejar el miedo frente al cambio que se viene. La inquietud que me genera la falta de confianza en el resultado final está demasiado instalada en mí. Pero debo aprender a lidiar con mis temores si no quiero quedarme evaluando una y mil veces las posibilidades de mis posibilidades. A la pregunta de siempre: ¿estaré en condiciones de lograr algo tan difícil?, me contesto hoy con la frase que me regaló Paula: «Tengo que darle una oportunidad al destino».

La respuesta del Gordo era solamente este relato.

EL CUENTO DE HARALD

Una leyenda extraída de la tradición nórdica

Había una vez una vez un músico joven, llamado Harald, que, ansioso de labrarse un futuro, decidió dejar la granja de su familia en Noruega para buscar fama y fortuna en el más próspero reino de Suecia. En la despedida, lo más doloroso fue separarse de Ruxanda, la hermosa muchacha con la que habían sido novios desde que se conocieron en la escuela primaria. Con el último beso, Harald le prometió que mandaría a alguien por ella o vendría a buscarla para pasar juntos el resto de sus vidas, como se lo habían jurado diez años antes.

Pronto y debido a su gran talento artístico, Harald se transformó en el músico preferido del rey Sigur.

El músico tenía un hermano menor, Sverker, que ciertamente había tenido una existencia difícil al lado de Harald. Era sumamente irritante ser el hermano pequeño del que descollaba, del que triunfaba, de aquel a quien todos y todas preferían.

Sverker, lleno de envidia y de celos, le imploró a Harald que le consiguiera también a él un puesto de músico en la corte. Su hermano mayor renunció durante meses a todos los pequeños gastos superficiales que tenía y se dedicó a ahorrar el dinero que se necesitaba para pagar el billete de Sverker.

Cuando lo hubo reunido, pidió al rey que contratara también a su hermano en la orquesta de la corona sueca («lo necesito aquí para mi inspiración», había mentido). El rey, que amaba la música de Harald, temió que una negativa pudiera afectar la exquisita sensibilidad de su músico, y sin pensarlo demasiado dio orden de que se le incorporara a palacio.

Sverker utilizó el dinero que su hermano mandó para viajar junto a él, pero a pesar de la alegría del reencuentro, a las pocas semanas empezó a decir que se sentía incómodo, que echaba de menos a sus padres y que quería volverse a Noruega.

Otra vez Harald ahorró dinero, ahora para pagar el regreso de Sverker a su patria. No le hizo ningún reproche, sólo le pidió que llevara una nota para Ruxanda, donde le recordaba a la joven su mutuo compromiso y le pedía que tuviera paciencia y esperara su retorno.

—Dentro de muy poco tiempo —le escribía— estaré allí y te volveré a preguntar si todavía quieres casarte conmigo.

Sverker aceptó el encargo y partió.

Al llegar a Noruega fue a ver a la joven, pero en lugar de entregar el mensaje recibido le entregó otro que decía:

—Tengo demasiado éxito aquí como para volver a ese pueblecito miserable. Me imagino que tampoco tú te habrás quedado atada a nuestros sueños de niños. Mi hermano Sverker te ama en secreto, él te puede hacer feliz. Te sugiero que, si te lo pide, te cases con él.

Sverker le pidió a Ruxanda que se casara con él, y ella, después de decir que no durante meses, aceptó.

El día que Harald se enteró del casamiento de su hermano con Ruxanda sintió que se quebraba en dos. No se quejó, no escribió una lista de insultos, no gritó ni juró venganza, pero sintió como si la música lo abandonara para siempre.

Una noche, después de un banquete, el rey, dolorido por el silencio de las sobremesas mandó llamar a Harald y le dijo que quería hablar con él.

El rey preguntó:

—¿Qué es lo que pasa que desde hace días tu música no se escucha en mi palacio? ¿Te sientes mal? ¿Estás disconforme con tu paga?

Harald contestó:

—Nada de eso, mi señor. Me siento pagado más que generosamente.

—Entonces, es que no te sientes cómodo en mi reino. Quizás echas de menos tu tierra.

—¿Mi tierra? —dijo Harald—. Yo ya no tengo otra tierra en el mundo que no sea la del palacio real de Su Majestad, aquí en Suecia. No, no es eso.

El rey intentó adivinar de nuevo:

—Si no es dinero, ni salud, ni desarraigo entonces debe ser una mujer…

El músico bajó la cabeza y el rey se dio cuenta de que ésa era la clave.

—Déjame adivinar… Estás enamorado de una joven y sus padres no le permiten casarse con un músico…

Harald se decidió a sincerarse.

—No, Majestad… Lo que sucede es que ella ya está casada…

—Ve a buscarla… Enamórala con tu música… Huye con ella. Tráela al palacio…

—No es posible, Alteza… Su marido es mi propio hermano.

El rey sintió en su pecho el dolor de la pena del joven.

—En ese caso hay poco que se pueda hacer… ¡Ya lo sé! —dijo el rey, guiñando un ojo con complicidad—. De ahora en adelante vendrás conmigo cada vez que salga de incógnito por las ciudades del reino. Daremos serenatas y encontraremos muchas otras mujeres jóvenes y bellas. Ellas te harán olvidar tu dolor…

Harald suspiró.

—Te lo agradezco, pero estoy seguro de que no serviría —explicó Harald—. Desde el primer día que dejé Noruega el rostro de cualquier mujer que me cruzo me trae el de ella… Y donde quiera que voy llevo su recuerdo conmigo…

El rey no sabía cómo ayudar a su músico y tampoco se resignaba a perder el placer de su arte. Después de un rato de pensar, se sentó a su lado y le dijo:

—Harald, hay una sola cosa más que yo puedo ofrecerte. Es pequeña en realidad, aunque quizá te ayude. Ya que no puedes hacer otra cosa más que pensar en ella, cántame sobre tu amor perdido.

—Pero alteza, aburriría a todos y hasta quizá traería la tristeza a tus comensales y a ti mismo con mis penas.

—No importa —dijo el rey—, prefiero la música triste de una marcha fúnebre antes que el silencio de las tumbas frías. Canta, Harald, lo que sea que venga a tu corazón, canta. Eso a ti te dará alivio y a mí me dará consuelo.

Y así fue. Durante semanas y semanas Harald se acercaba a la mesa real después de la cena, aunque a veces no tuviera ganas, le cantaba a Sigur y a sus invitados las canciones sobre su fallido amor una y otra vez…

El rey escuchaba la música de Harald sin demandas, sin preguntas, sin críticas. A veces con una sonrisa y otras con una lágrima, pero siempre con renovado interés.

Una tarde, mientras yacía en su cuarto mirando el techo en silencio como cada día, un paje llegó a avisarle que esa noche estaba invitado a la cena del rey el famoso Ingling.

Ingling era el más conocido de los músicos de Escandinavia y el más reconocido de los maestros de música del mundo.

Harald pidió audiencia con el rey para solicitarle que lo liberara de su compromiso esa noche.

—Bastante me aflige sentir la responsabilidad de cargarte con mis penas como para correr el riesgo de aburrir a Ingling con mi tediosa música.

—No. Me pides algo que no puedo aceptar. Te ruego que confíes en mí y que, de todas maneras, nos regales tu música esta noche y aunque sean tristes tus melodías, quiero que nos cantes tus palabras y que nos dejes escuchar las notas que salgan de tu laúd.

Harald no podía negarse. El rey le había pedido claramente que tocara para Ingling.

Unas horas antes de bajar a la sala real, intentó arrancar a su instrumento algunas notas más alegres, pero era inútil. Haría lo que pudiera para cumplir con el rey.

Las canciones fueron similares a las de cada noche. Melodías tristes que sostenían las pequeñas frases que lloraban la ausencia de la persona amada.

Después de la cuarta tonada, Harald fue llamado a compartir la mesa del rey y éste le presentó al mismísimo Ingling.

—Lamento mucho, maestro, haberos condenado a la fealdad de mis canciones. Esto es todo lo que puedo hacer por el momento. No acuséis a mi rey, que solo quería agasajaros…

Ingling levantó la vista hacia el joven y casi increpándolo le dijo:

—¿Fealdad? Yo no he presenciado ninguna fealdad esta noche. He visto, he sentido y he vibrado alrededor del dolor de una herida abierta en el corazón de un músico entre la belleza de sus melodías.

Harald no podía desconfiar de la palabra de Ingling. Si él decía que había podido ver la belleza en sus canciones era porque la música había regresado a su alma, o quizás nunca se había ido. La tristeza podía robarle la alegría pero no podía arrebatarle la música…

Pasó mucho tiempo antes de que Harald volviera a tocar aquellas alegres danzas que hacían que todos empezaran a mover sus cuerpos sin quererlo, pero mientras tanto todos aprendieron a disfrutar de sus tristes canciones de amor, cada vez menos tristes y cada vez con más amor.

Un día Harald pidió permiso al rey Sigur para retornar por unas semanas a su casa, en Noruega. Cuando estuvo allí visitó a sus padres, a sus amigos y, por supuesto, a su hermano Sverker y a su ahora cuñada Ruxanda.

En Harald ya no había rencores ni mucho que decir. Al verla se dio cuenta que cantar su historia cada noche, hablar de ella en tantas canciones, llorar y enfadarse enlazando cada nota le habían ayudado a cicatrizar la herida.

El día que regresaba a Suecia, toda su familia fue a despedirlo. Al mirar a Ruxanda quizá por última vez, Harald hizo mucho esfuerzo para recordar la pena, pero sólo vino a su mente una triste canción de amor, ya no había dolor.