CAPÍTULO 20

Aquel día no lo comenté, porque no se dio la oportunidad.

Hacía ya tres años que yo estaba pensando en irme a Estados Unidos o a Canadá a hacer un máster en mi especialidad. Había mandado algunas cartas y cada vez que me acercaba a una opción real, algo de mi vida exterior impactaba tanto como para postergarlo o descartarlo. El primer aplazamiento había sido, por supuesto, la enfermedad y la muerte de mi padre.

Durante la última charla que tuve con mi hermano sobre el tema de mamá, Gerardo me había hecho un comentario respecto de un amigo suyo que estaba montando un proyecto médico de alta tecnología en Brasil.

En ese momento apenas le di importancia a la cuestión, pero en el cumpleaños de mamá, Gerardo sacó otra vez el tema, para aclararme que, por si no lo había entendido, estaban buscando un nefrólogo con experiencia en diálisis.

Durante la siguiente hora y media me contó detalles que había averiguado, más algunos de su amigo y de las condiciones económicas que le habían pasado para mí.

Mi hermano estaba en lo cierto, era una gran oportunidad.

Y no sólo para crecer en la profesión.

Más allá de la propuesta económica, que era de por sí tentadora, me atraía la idea de respirar un aire nuevo, darle un giro completo a mi vida cotidiana para hacer una real transformación.

Todo sonaba como una melodía fascinante, difícil de resistir.

—Ojalá no sea como el canto de las sirenas de Ulises en La Odisea —le dije al Gordo.

—Ojalá —dijo—, pero no nos olvidemos que Ulises justamente, que sabía del riesgo que corría, no quiso perderse la belleza de su canto y encontró la manera de protegerse del hechizo maldito de los monstruos de la costa sin dejar de escuchar la melodía.

—Es que hace ya varios años que me siento estancado profesionalmente. Hasta ahora, no me parecía urgente porque estaba tan tapado por mis problemas afectivos y cotidianos que todo eso de la realización profesional quedaba por el quinto plano. Parece que empezar a ordenarme en estos aspectos me trae a flote estas otras necesidades.

—¿Me estás echando la culpa a mí? —preguntó el Gordo.

—Sí —le dije sonriendo.

Le di un sorbo al mate y seguí.

—De verdad que en el hospital muchas veces siento como si hubiera alcanzado un techo. Puedo postular para ser Jefe de Sala y todo eso, pero es finalmente un cambio de fachada. Yo no voy a dejar de hacer lo que hago por ser jefe, ni voy a cambiar mi manera de relacionarme con los pacientes y los compañeros. Además, supongo que siempre viene bien oxigenar las ideas y nutrirse de nuevos proyectos…

—¿Y qué te frena?

—Sabía que me ibas a preguntar eso y creo que son dos problemas diferentes. El primero está centrado en la dificultad que tengo para tomar efectivamente la decisión de presentarme para la vacante.

—¿Y cuál es el problema de presentarse?

—No hay ningún problema, mi currículum parece justo para la búsqueda de ellos… Es más, el hecho de hablar portugués y de haber vivido un tiempo en Río me dan un poco de ventaja sobre los otros que postulen.

—¿Y entonces?

—Es que es una situación horrible. Si me presento y no califico para el puesto, me voy a sentir muy, pero muy mal. Con una frustración para dos años de terapia.

—¡¡¡Dos años!!! Entonces crucemos los dedos para que no suceda, yo te ayudo a estudiar…

—Qué gracioso… —acoté—. Aunque también puede suceder que obtenga la calificación y entonces…

—Y entonces…

—Me tendría que ir…

—¿Y no quieres?

—Ése es el segundo problema. No estoy seguro.

—A ver si entiendo: si no te eligen, te frustrarías; si te escogen, te sentirías obligado a irte y no estás seguro…

—Eso exactamente: me siento como entrampado.

—Bueno, recurramos a la sabiduría que aporta el humor. Un viejo dibujante cómico argentino llamado Landrú, decía: «Cuando esté en un callejón sin salida, no lo dude, salga por donde entró».

—Por donde entré es por la posibilidad de irme a hacer una experiencia afuera. Pero en este caso no creo que me sirva demasiado salirme del proyecto. Si al fin decidiera no presentarme y cancelar mi idea de viajar a otro país, voy a quedarme pensando que el miedo me impidió aprovechar la gran oportunidad cuando se presentó. Creo que ignorar todo lo que he dicho pienso que me dejaría en terapia por el resto de mi vida.

—Eso sí que hay que evitarlo —dijo el Gordo ahora riéndose ampulosamente—. A ver si encontramos un atajo en este cuento de El Talmud…

David era un hombre muy piadoso y observante. Un judío devoto y creyente.

Una noche, mientras dormía, un ángel se le apareció en sueños.

—David —le dijo—, vengo del cielo a concederte, en este sueño, un deseo. Dios ha decidido premiarte y me envía con este mensaje. Puedes pedir lo que desees y durante el sueño lo recibirás tal como lo pidas y lo experimentarás con tanta intensidad como si te estuviera pasando en la vida real. Al despertar lo recordarás como algo vivido y no sólo como un sueño. Pide, pues. ¿Qué es lo que más quieres?

David pensó un momento y luego recordó que había un tema que lo estaba persiguiendo últimamente, el tema de su propia muerte.

Animado por el ángel, pidió:

—Quiero que me digas, exactamente, qué día y a qué hora me voy a morir.

El ángel pareció ponerse más pálido todavía y dudó…

—Hmm… No sé si puedo decirte eso.

—Tú me dijiste que era el deseo que yo quisiera. Pues bien, eso es lo que quiero.

—También te dije que esto era un premio para ti y si te digo lo que me pides vivirás como un desgraciado contando los días que te faltan hasta el final. Eso no sería un premio sino un castigo. Elige otra cosa.

David pensó y pensó. Pero como siempre, cuando la idea de la muerte se adueña de la cabeza, es difícil erradicarla…

—Dime, aunque sea, el año de mi muerte —pidió.

—Eso sería aun peor, en lugar de contar días contarías años. De ninguna manera. Piensa en otra cosa.

No había manera.

—¿Y no podrías decirme aunque sea el día de la semana? —preguntó al fin.

El ángel se dio cuenta de que no podía hacer nada para sacarlo de ese lugar y que, si no le contestaba, eso también sería no cumplir con su misión, que era premiar a David.

Pensando en todo eso, un poco a regañadientes, el mensajero aceptó:

—Ya que eres un buen hombre y un buen judío, te corresponde el honor de estar entre aquellos elegidos que mueren en el día más santo de la semana. Te morirás en Shabat.

Dicho lo cual el ángel se despidió y David durmió plácidamente hasta la mañana siguiente.

Al despertar, tal como su aparición se lo había anticipado, tenía el vivo recuerdo de lo que había soñado, y el halago de ser el único hombre que conocía que sabía por anticipado que se moriría en sábado.

Todo anduvo muy bien, por lo menos hasta el viernes. Porque mientras se preparaba para la llegada del sábado, David empezó a temblar.

¿No sería éste el sábado de su hora? ¿Sería ésa la razón por la cual el ángel había aparecido ahora? ¿Qué sentido tenía ir al templo el último día de su vida? Ya que se iba a morir, prefería que sucediera en la casa. David mantuvo los suyos rodeándolo toda esa noche y todo el día siguiente mientras él permanecía inmóvil en la cama, esperando su último suspiro.

El sábado, cuando apareció la primera estrella, David se dio cuenta, con alegría, de que no había muerto.

Después de festejar con los suyos, tuvo una semana de mucho trabajo hasta que el jueves tomó conciencia de que el fin de semana se acercaba.

Ese viernes y ese sábado fueron un martirio para todos. David entendió que había cometido un error. Sabía algo que hubiera preferido no saber, porque sólo le servía para sufrir y hacer sufrir a los que quería.

Dispuesto a buscar una solución, viajó para consultar con el gran Rabino lo que le pasaba.

—¿Hay alguna manera, Rav, de olvidarse de lo que uno sabe? —le preguntó después de contarle su problema.

—No —dijo el Rav—. Pero tienes otra solución si estás dispuesto a consagrarte a la lectura de la Torá.

—No entiendo —dijo David.

El gran Rabino trajo a la mesa El Zohar (un libro de altos estudios cabalísticos, numerológicos y esotéricos). Pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba y leyó:

«Ningún judío creyente en el Señor, nuestro Dios,

muere mientras está leyendo la Torá».

—¿Comprendes? Si empiezas a leer la Torá cada viernes en la noche y lo haces sin detenerte hasta la primera estrella del día siguiente, la muerte no golpeará a tu puerta.

—¿Seguro, Rav?

—Lo dice El Zohar, hijo.

David tenía finalmente la solución.

Para un judío religioso, un ángel en un sueño es un mensajero de Dios y era impensable que el mensaje que dejaba fuera mentira, por muy molesto que él hubiera estado en sus preguntas. Por otra parte, El Zohar decía lo que el Rav le había leído y era imposible que el libro aseverara algo que no fuera cierto.

Por ende, como el Rabino había sugerido, cada viernes antes de comenzar el Shabat, el hombre subía al altillo para que nadie lo interrumpiera, encendía una vela, se despedía de su familia y leía sin detenerse hasta que, desde la ventana, veía aparecer la primera estrella de la noche del sábado.

Allí, cuando el Shabat había concluido, bajaba a reencontrarse con su familia, con sus amigos, con su hogar.

Pasaron dos o tres meses, quién sabe; y una mañana de sábado, mientras David leía sin parar el sagrado libro de la Torá, escuchó por la ventana la voz de alguien que gritaba desesperado:

—¡Fuego! ¡Fuego! Se prende fuego la casa. Salgan. Hay fuego… Rápido…

Era Shabat y él recordaba el mensaje del ángel, pero también recordaba que El Zohar aseguraba que en esa actividad estaba seguro.

Como para convencerse se repitió:

—Nada me puede pasar, estoy leyendo la Torá.

Pero las voces de la calle arreciaban:

—Los que están en el altillo… ¿Me escuchan? Salgan ahora, después puede ser tarde… Salgan.

David se repetía internamente que el ángel no podía haber mentido, que El Zohar no podía mentir. Qué sería de su fe y de sus creencias si desconfiara de eso.

El hombre que leía hubiera querido no escuchar más que la voz de su corazón, pero sus oídos le llevaron el grito del hombre desde la calle.

—Es su última oportunidad… ¡Los del altillo! ¡Salgan ya!

David tembló. Esto le pasaba por haberse querido salvar, por haber intentado burlar el destino. Finalmente, iba a morir víctima de su intento de salvarse.

—Quizá todavía esté a tiempo —se dijo finalmente. Y cerrando el libro de la Torá, miró a la escalera confirmando que el fuego todavía no había llegado allí. David bajó tratando de escapar de su muerte segura. Corría escaleras abajo, saltando los escalones de dos en dos para salir más rápidamente. Así fue como tropezó y rodó por la escalera hasta el suelo, golpeándose la nuca con el último escalón.

David murió en el acto, ese Shabat, sin enterarse de que el incendio era en la casa de enfrente y que nunca hubiera llegado a la suya.

—Vas a tener que escuchar a tu corazón, Demi, a lo mejor de eso se trata la vida.