CAPÍTULO 17

—No lo puedo tolerar, Jorge. Aunque sea correcto, aunque ella tenga derecho, no lo soporto. No es una cuestión de opinión, es de sentimiento. ¡Cómo puedo aguantar que mi madre, «MI mamá», tenga un «amigo»! ¡No, no y no!

Yo había sufrido un shock y, pese a lo que Jorge pudiera opinar, no era para menos. Primero, por la sorpresa y después, por la noticia en sí, que me parecía un despropósito.

—¿Quieres contarme algo? —invitó el Gordo.

Pensar que había ido a lo de mi madre de muy buen rollo. Estaba tan contento con mi historia con Paula, que hasta me parecía que era el momento para contarle a mi madre sobre mí y sobre mis planes. Por primera vez en años, pensaba que ella, porque era mujer y porque tenía experiencia, me iba a poder dar algún consejo para manejar mejor mi relación con Paula. Después de todo, ella y mi padre habían estado casados toda la vida, más de cuarenta años, y aunque mi mamá no hubiera tenido ningún otro novio antes, en cuarenta años, pasa de todo. Para ayudarme a comprender mejor a Paula, era suficiente con que pudiera comprender el «alma femenina».

Así fue como llegué, ansioso por hablar con ella, por primera vez en mucho tiempo. Pero no me dejó, empezó a hablar ella primero. Me dijo que tenía algo que contarme y me preguntó si yo no había notado ningún cambio en ella en los últimos tiempos. Le dije que no, que me parecía que estaba igual, como siempre, bonita, atractiva, joven… Mientras le mentía, imaginaba que había tenido algún bajón por la edad, qué sé yo, ya estaba por cumplir los sesenta y cinco… Quizás había fallecido alguna amiga de su juventud. Tenía que tener cuidado de que no se me deprimiera justo esa noche en la que yo la necesitaba positiva y comunicativa. Le dije que, efectivamente, estaba más linda que antes, que se veía que se arreglaba más y se ocupaba mejor de ella misma. Lo cual era lógico, aseguré, porque ya debía haber superado el duelo por la muerte de papá y ahora era más que sano que pensara en ella, tal vez como no había hecho jamás. Ella había luchado mucho por papá, por mi hermano y por mí y se merecía disfrutar de todos los años que le restaban, que seguramente serían muchos… Me sentí orgulloso de mi discurso, sobre todo por la gran sonrisa de mamá y los gestos de afirmación que acompañaron mis palabras. Tardé un segundo más de lo necesario en empezar a contarle lo mío, y ella tomó de nuevo la palabra y me dijo:

—¡Qué suerte, Demi, que me digas esto! Nunca pensé que te dieras cuenta de que en mi vida, como en la tuya, y en la de todos, pasan cosas…

—Claro, mami. Por eso es que me encanta hablar contigo. Eres ahora la combinación perfecta de juventud y experiencia…

No sé si me escuchó. Respiró profundo, como si tomara coraje y continuó:

—Quiero que sepas que te agradezco con el alma que me lo hagas tan fácil, para alguna de mis amigas esta situación fue un trago amargo…

No venía por el lado al que yo miraba. Empecé a oler algo raro. ¿Habría tenido algún problema de salud? ¿Querría ayuda económica para irse de viaje? O quizás…

—¿No estarás pensando en hacerte un lifting o alguna de esas cosas, no? —le dije sin pensar demasiado en lo que escuchaba, tan obsesionado como estaba en encontrar el hueco para hablar de Paula.

—Bueno, yo, desde hace tiempo… ¿Sabías que estoy yendo a clases de tango?

—Sí, mamá, ya me contaste —respondí molesto—. ¿Y qué pasa con eso?

—Bueno, a veces se organizan encuentros especiales, reuniones…

—¿Y?

—Y que en una de esas reuniones hace seis meses, una compañera de baile trajo a su cuñado. Un hombre muy bien, viudo como yo, tal vez un par de años menor… Se llama Francisco…

—¿Francisco? —la mención de un nombre masculino desconocido en labios de mi madre me punzó el oído.

—Sí. Nos hicimos muy amigos los cuatro.

—¿Qué cuatro? ¿Qué estas diciendo, mamá? —la indignación iba subiéndome el tono de la voz.

—Nada, que empezamos a frecuentarnos, Margarita, su novio, Francisco y yo. Como amigos, claro.

—Como amigos…

—Sí, al principio…

—Al principio…

—Lógico, al comienzo nos empezamos a ver socialmente, digamos.

—¡¿Y después?!

—Demi, tú sabes… Las relaciones…

—¿¡Las relaciones de qué!?

—Las relaciones humanas van cambiando, se modifican, crecen…

—Mamá, ¡no te atrevas a decirme que tienes novio!

—Bueno, «novios» es un término demasiado formal. A nuestra edad nosotros ya no pensamos en casarnos, sino en compartir nuestro tiempo…

A esa altura de la conversación, yo ya estaba casi desmayado. Me faltaba el aire. Sudaba. Y me había quedado absolutamente mudo.

—Desde luego, Gordo, que no pude ni quise contarle nada de Paula, porque creo que en ese momento e incluso ahora mismo, comparativamente, el tema de mi pareja carece de importancia.

Jorge sonreía… Debo decir, ¡¡¡como un idiota!!!

—¿No me dices nada, Jorge? Estoy indignado, enojado, cómo le puede hacer esto a papá, a mí, al resto de la familia. ¡Tiene sesenta y cinco años! ¡Por favor! ¿Para qué quiere un… un… una relación?, ¿para qué? ¿No le alcanza con la familia? ¿Con sus amigas? ¿No era que quería tener nietos? Fíjate si yo tuviera hijos ahora. ¿Qué les diría? ¿Eh? ¿Qué les diría?

—Supongo que les dirías: «Chicos, éste es Francisco, el novio de la abuela».

—Te has vuelto loco. Es hacer el ridículo, Gordo, el ridículo. Quiere nietos… ¿Para qué quiere nietos si en vez de querer quedarse a cuidarlos como cualquier abuela cariñosa tiene que ir al cine con su noviecito? En vez de disfrutar de sus nietos, que ya está en edad de hacerlo, se va a bailar tango a no sé qué local de mala muerte con su Panchito. ¡El ridículo!

—Que no es el caso —dijo el Gordo—, porque que yo sepa nietos no tiene…

—No es el caso, pero podría serlo…

—¿Cómo?

—Claro, se supone que alguna vez me voy a casar, se supone que algún día voy a querer tener hijos…

—Ahh… Claro. SE SUPONE… Y SUPONGO que tu propuesta es que tu madre funcione alrededor de esos SUPUESTOS y que SUPUESTAMENTE reaccione como se SUPONE que hay que hacerlo.

—¡Por supuesto! —dije yo siguiéndole la broma.

Una vez Nasrudín, el de las mil caras y de los mil oficios, era abogado. Tenía a su cargo la defensa de los pobres, de los marginados, de los que menos tenían. Como siempre, Nasrudín sabía poco y nada de las leyes escritas, que ya en aquel entonces solían usarse como justificativos de las peores injusticias; pero utilizaba su inteligencia y su sentido común para darle la vuelta a los fallos más difíciles en contra de sus clientes y conseguir que se hiciera justicia.

Cuando este cuento comienza, nuestro héroe tiene a su cargo la difícil defensa de un pobre hombre que, desesperado por el hambre de su familia, robó dos gallinas de la cocina del dueño del corral. Varios testigos le habían visto entrar en la casa del demandante, destapar las ollas donde se habían empezado a hervir las aves y ocultarlas en una bolsa de patatas, para escapar finalmente a campo través en dirección a su casucha en las afueras de la ciudad. Cuando la guardia llegó, de las gallinas apenas quedaban algunos huesos que los perros, flacos como sus amos, roían con desesperación.

La ley era clara, pagar el valor de lo robado o ir a la cárcel por el robo. El tiempo de la condena era lógicamente proporcional al valor de lo robado.

El cliente no tenía dinero para pagar por esas gallinas, porque «si lo hubiera tenido no las habría robado», razonaba Nasrudín por los pasillos, y esto lo mandaría a la cárcel por lo menos por tres semanas. Pero una sorpresa le aguardaba al defensor en la sala. Los abogados del demandante habían decidido hacer del episodio un caso ejemplificador y entonces, ensañándose con el pobre hombre, pedían una compensación de cuarenta rupias por las dos gallinas (una pequeña fortuna).

—Es absurdo, señor Juez, aun cuando mi cliente admite, ya que no puede negarlo, haber robado las gallinas, no amerita que se le pida esa cantidad.

—De ninguna manera, señor juez. Es verdad que el valor puede parecer excesivo, pero se debe tener en cuenta que una gallina no vale sólo por su carne. Estas gallinas, especialmente, eran de las mejores ponedoras de nuestro cliente. Tenemos papeles que pueden demostrar que cualquiera de sus gallinas es capaz de poner doscientos huevos al año y que un diez por ciento de ellos pueden transformarse en pollitos que, por supuesto, serán nuevas gallinas. El daño real que este robo significa para las arcas del dueño es incalculable. Lo hemos acotado a cuarenta rupias porque hemos querido ser benévolos y consecuentes con este tribunal.

El juez, que no tan extrañamente tenía una cierta inclinación a fallar a favor de los ricos cada vez que podía, decidió que el argumento era válido y condenó al acusado a pagar el monto solicitado o ir a la cárcel por dos años.

Nasrudín, sin manera de alterar el curso de los acontecimientos, solicitó al tribunal que se le concediera tiempo para pagar el monto exigido.

—Aceptaremos su petición —dijeron sus adversarios en el tribunal—, si la parte demandada nos explica de dónde sacará el dinero el condenado para el pago de su deuda.

Nasrudín dijo:

—Es cierto que mi defendido ha robado. Pero aconsejado por mí y previendo esta condena, él ha plantado en el huerto de su casa dos panes. Su plan es esperar a que los panes germinen y den fruto, vender el pan que se coseche y con ese dinero pagar las gallinas.

—Señoría —gritaron los abogados—, Nasrudín se burla de todos nosotros. ¿Cómo vamos a esperar que dos panes germinen y den como fruto pan para vender? Esto es absurdo. ¿A quién se le ocurre que un pan puede germinar?

—Señoría —argumentó Nasrudín—, si este tribunal acaba de aceptar que dos gallinas hervidas podrían haber puesto doscientos huevos y tener pollitos, ¡no tengo dudas de que los panes germinarán!

—Y aquí estás tú, Demián, tan enojado y furioso, porque alguien no reacciona en sintonía con lo que alguna vez podría suceder… ¿Me estás hablando en serio, Demi?

—Por supuesto —afirmé otra vez, aunque era inútil seguir insistiendo. Jorge ya sabía y yo también que no transitaban por ahí mis emociones.