CAPÍTULO 37

Me quedaban aún dos meses para tomar la decisión de continuar viviendo en Brasil y seguir con mi proyecto primigenio o regresar a Buenos Aires. Algunos días me levantaba convencido de que debía llegar hasta el final de lo que me había propuesto y otros, seguro de que quería modificar por completo lo que había sido mi vida hasta ese momento: cambiar no sólo el rumbo, sino mi forma, mi propio estilo de vida. Pero ¿sería capaz?

En la charla semanal con Jorge, le conté en detalle lo que había sido la visita de mi hermano, nuestra borrachera (que cada vez dudaba más si había sido compartida), lo que hablamos, mi alegría, mis contradicciones y, sobre todo, mis temores… Siempre mis temores.

—¿Qué temores, Demián?

—¿Quieres una lista?

—Bueno.

—No, sería mejor ahorrar tiempo, haciendo una lista de a lo que NO tengo miedo…

El Gordo se rió y me dijo:

—No es para tanto.

—Por un lado quiero estar con Pau, establecer una pareja, vivir juntos, incluso casarme. Por otro lado siento temor al fracaso, a aburrirme, a sufrir, a no encontrar, en una vida con ella, suficiente adrenalina… También quiero trabajar en mi proyecto de «salto a la gloria profesional» como lo llama Gerardo, pero me da miedo que después de haber dedicado a ello los próximos años de mi vida, y lo que es peor, después de haber pagado los costes que ese camino exige (Pau entre ellos), descubra, decepcionado, que no merecía la pena. Y por último en esas mismas disyuntivas, mi miedo de no poder conseguir ninguna de las dos cosas.

—O sea…

—Decidirme a liquidar todo para proponerle a Paula que se case conmigo y que ella me diga que no. Decidirme al salto a la gloria y descubrir que no me da la talla para ese desafío. A lo mejor yo no doy el perfil de la excelencia y cumplo los temidos cincuenta descubriendo con todos que tampoco soy «tan genial» como me gustaría o como hubiese necesitado para llegar a la meta.

—Ah… El famoso miedo a no poder llegar a la meta —dijo el Gordo—. Así que ése es el máximo objetivo. Llegar a la meta.

—Claro, como el de todos, supongo.

—Como el de todos no.

—Para ti es fácil decirlo porque has llegado. Has formado una familia, una pareja fantástica, te has vuelto un profesional de éxito, haces lo que te gusta, vives donde quieres, no pasas apuros económicos… Así es fácil decir que no interesan las metas.

—No estaba hablando de mí. Pero ya que lo pones en eso términos, te voy a contar. Yo también anduve por esa acera en la que hoy caminas, Demián. Y en ese momento tuve las mismas dudas, iguales temores, más fantasías de catástrofe y mucho más deseo de abandonar la lucha.

—¿Y qué pasó?

—Pasaron dos cosas. Una, que alguien me enseñó, algunos me mostraron, pude darme cuenta de que puede haber otra posibilidad. La posibilidad de que la meta no sea el objetivo. La posibilidad de que el camino en sí sea el objetivo de andar. La idea de transitar en un rumbo sin vivir cada paso como un examen. El placer de avanzar en una dirección.

Me quedé mudo. Ahí estaba la cuestión. Tan sencillo.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Te lo he dicho, Demián. Cientos de veces. Las primeras veces que me lo escuchaste eras demasiado joven para creerme. Las demás, estabas demasiado distraído con las urgencias o demasiado cegado por la vanidad que te invade cuando te das cuenta de que se puede llegar donde pocos han llegado.

—Has dicho que te pasaron dos cosas, ¿cuál fue la otra?

—La otra fue consecuencia de este darme cuenta. Cuando dejé de correr tras la sombra de mis expectativas, empezaron a aparecer oportunidades mayores que las que nunca había imaginado y compañeros de ruta, fieles y confiables. Yo estaba despierto y los vi…

—Pero me estás diciendo que tuviste la suerte de que todo eso te pasara y eso no se puede predecir, Gordo…

—Es verdad que no se puede predecir ni controlar, pero tomate esta idea como si fuera cierta (y si hace falta anótatela porque no quiero que dentro de otros veinte años me preguntes por qué no te lo dije antes). La suerte nunca se acerca a los que en lugar de ir en pos de un sueño se limitan a ir tras una meta de vanidades. Nunca, Demián. Nunca.

—Nunca —repetí… Y el Gordo me contó esta historia.

Hace algunos años, en Oxford, ocurrió un evento muy poco común. La Universidad se llenó de alumnos y ex alumnos que concurrían a la ceremonia de Doctorado Honoris Causa de una mujer: Hellen Keller. La Dra. Keller había nacido cincuenta años antes ciega y sorda. Fue gracias a los sueños y al trabajo de otra mujer, Ann Sullivan, que esa niña, que algunos pensaron que se debía dejar morir, se transformó en Doctora en Filosofía de casi todas las universidades del mundo, escritora de varios libros y conferenciante de todos los ámbitos intelectuales del planeta. El rector de la Universidad presentó a la señora Keller. En el estrado, un traductor le retransmitía el discurso del catedrático mediante pequeños golpecitos cifrados de los dedos del traductor sobre la palma de la mano de la homenajeada. El rector dijo:

—Es un halago para nosotros y un honor para mí recibir esta noche a una de las personas que más admiro. Una mujer que, habiendo nacido con muchísimas menos posibilidades y recursos que cualquiera de nosotros, ha llegado donde ninguno ha siquiera pensado en llegar. Señores y señora, nuestra Doctora en Filosofía Hellen Keller.

Hellen se adelantó al podio y después de recibir un abrazo del rector, le pidió al traductor que la dejara sola frente al micrófono.

Con las dificultades de dicción que supone la manera de pronunciar de una persona sorda y ciega de nacimiento, Hellen habló para todos:

—Estoy de acuerdo con el señor rector en algunas cosas, pero no en otras —dijo—, deberá disculpárseme, es parte de la deformación profesional de los filósofos —la gente se rió y aplaudió.

»Estoy de acuerdo, por ejemplo, en que soy una mujer digna de admiración —más risas y aplausos—, pero disiento firmemente en el argumento. No soy admirable por lo que conseguí habiendo nacido con mi discapacidad. Soy admirable, en todo caso, por el solo hecho de haberlo intentado.

El Gordo hizo una pausa y remató:

—La suerte nunca se acerca a los que se ocupan tibiamente de lo que aman y sólo de vez en cuando.