CAPÍTULO 43
Era nuestra última sesión.
Y yo no quería.
De camino a Rosario, esta vez en mi coche nuevo, pensé que quizá pudiera «dibujar» un tema, para que el Gordo prolongara un poco más nuestros encuentros. Ese argumento de que se iba a tomar un año sabático no me convenció. Tenía que inventar algo, aunque en el fondo sospechara que no iba a ser una buena idea, aunque supiera que era un intento de manipular. Como decía el Gordo, si eres consciente es «hijaputez», pero no neurosis…
—Gaby ha tenido su bebé —le dije—, un varón.
—Ah, sí —dijo el Gordo sin interés.
—Se llama Agustín y dice mi madre que es precioso y pelirrojo como su madre.
—¿Y éste es el tema de tu última sesión? ¿El bebé de Gaby?
—Claro, ¿no has oído cómo se llama?
—Agustín —dijo Jorge—. ¿Y?
—Cómo que ¿y?… NO se llama Demián.
—¿Perdón?
—Sí, ya sé lo que me vas a decir. Que cómo se me ocurre que le podía poner Demián. Te parece una locura, porque seguramente el padre ni siquiera lo hubiera permitido. Pero yo me acuerdo que cuando Gaby soñaba con que tuviéramos un hijo, momentos en los que yo siempre cambiaba de tema, ella decía que cuando tuviera un varón, aunque no fuera conmigo, le pondría Demián. Lo decía siempre. Y entonces, cuando mamá me contó que se llamaba Agustín, de golpe me di cuenta de que Demián, ese Demián que Gaby imaginaba, no iba a existir nunca. Y me dolió. Es como una traición, ¿no te parece?
El Gordo hizo un ruido extraño con la boca, una especie de Bfffff o Ufffff o Bzzzz.
—Quizá —empecé a decir— me duele la conciencia de lo que me perdí…
—De lo que no quisiste —corrigió Jorge.
—No lo sé. No era mi tiempo…
Hice una pausa. No estaba consiguiendo nada.
—Es que me lo imaginé al bebé, con el pelito rojo igual al de Gaby y me dio ternurita… —probé—. Me faltó poco para salir corriendo y decirle a Paula que quiero que tengamos ya un hijo, enseguida…
—¿Así, de golpe? —se rió Jorge.
—No. De golpe no. En realidad es algo que vengo pensando desde que decidimos convivir. Aunque nunca lo haya dicho en voz alta, la idea está. Y la noticia del nacimiento de Agustín… No sé… Como que me hizo sentir más necesidad.
—Ahh… Te picó el bichito, diría tu mamá.
—Exactamente. Aunque por otro lado también entiendo que tal vez sea muy pronto. No sé… Con Paula hace poco que vivimos juntos pero quizá sea tiempo de dar otros pasos…
Finalmente me pareció que lo tenía, hice una pausa estratégica y luego, en tono de telenovela de la tarde, arriesgué:
—A lo mejor éste no es un buen momento para dejar la terapia…
Jorge me miró. Y en sus ojos me di cuenta de que no me había equivocado cuando pensé que era un plan inútil.
A pesar de mis temores y de mi tristeza, había llegado el momento.
No hacía falta disculparse ni nada. Era claro, hasta para mí, que Jorge estaba funcionando como un refugio salvador en mi vida, aunque este lugar seguro ya no me salvara de nada de lo que no me pudiera salvar solo. Y sin embargo, una vez más, como quince años atrás, me costaba la despedida.
Me acerqué y lo abracé. Jorge, por una vez solamente, se dejó abrazar. Era, por supuesto, su último regalo, o mejor dicho el penúltimo, porque todavía me dijo:
—Todo es cuestión de ser quien uno es. Intento ser quien soy todo el tiempo y buen trabajo me ha llevado. Desde ahora, Demián, tendrás que seguir trabajando solo en ese desafío. Tengo un último cuento para ti. Es una historia muy antigua y también un cuento muy especial en mi propio proceso. Ya sabes que yo creo que hay un cuento para cada persona en cada momento de su vida. Éste es el cuento que me ha acompañado durante más años, el que me he contado más frecuentemente y el que más me ha ayudado, en algunas épocas de muchas dudas. Hoy te lo quiero dejar como regalo de despedida…
En una árida región del Lejano Oriente había una vez un pequeño reino. No tenía una gran extensión de tierra, ni demasiado terreno fértil. No era un reino muy rico, ni dormían en su suelo costosos minerales. Y, sin embargo, la guerra con un país vecino había desangrado el reino y la última batalla, acabado con la vida del emperador.
La población quería lo mismo que quieren todos los pueblos del mundo, quería lo que reclaman y seguirán reclamando los hombres y las mujeres corrientes a lo largo de la historia, aunque sus dirigentes no los escuchen. Querían trabajar y vivir en paz.
Por eso, al enterarse de la muerte del rey y sabiendo que no había cadena sucesoria, la población entera se reunió en la única plaza del reino para exigirle al Consejo de Ancianos que elevara al trono a alguien que fuera verdaderamente amante de la vida, para estar seguros de que nunca más la guerra terminaría impiadosamente con la existencia de tantos…
El Consejo sabía que, en el estado en el que se encontraba la población, se debía tener mucho cuidado con las próximas decisiones. También ellos querían poner el Imperio (como se lo llamaba grandilocuentemente en asuntos de palacio) en manos de alguien sabio y honesto. Entre las cosas en las que primero estuvieron de acuerdo estaba que el próximo emperador debía ser joven para dar lugar a crear, a partir de allí, una dinastía que asegurara la continuidad de su política por años y años. Esta decisión unánime, descartaba a los miembros de ese Consejo, todos ellos venerables ancianos. Así fue que durante días estuvieron pensando y debatiendo; debatiendo y pensando. ¿Cómo hacer una elección tan delicada?
¿Cómo elegir de entre todos los jóvenes del pueblo una persona que fuera la mejor para ocupar el trono? Para una primera selección, se le pidió a cada ciudad, a cada condado, a cada comarca, que mandara su mejor candidato a la corona, a presentarse ante el Consejo.
A los pocos días, los jóvenes fueron llegando al palacio real. Entre ellos estaba Liú, joven pastora que había seleccionado un pueblecito lejano de las montañas.
—Yo no quiero ser la futura emperatriz —había dicho Liú a sus padres justo antes de partir—. ¿Qué haré yo como emperatriz?
—Hija, nuestro pueblo cree que tú eres la mejor para conducirnos a una vida de paz —le había respondido la madre—, aunque de todas maneras la decisión definitiva, acerca de ir o no ir, la tienes que tomar tú.
Liú, que amaba mucho a la gente, había decidido aceptar el pedido de todos y emprender el largo y peligroso camino de montaña hasta el palacio, atravesando ríos y bosques.
Allí estaba, junto a cientos de muchachos y muchachas de todo el reino, reunidos en el gran Salón del Trono ante el Consejo del Reino.
Su portavoz, el más anciano de todos, les dio la bienvenida y les dijo:
—Cada cual va a recibir una semilla. La plantará y la cuidará por su propia mano en la tierra de su pueblo natal. Cuando vuelva la primavera, nos reuniremos de nuevo aquí, cada cual con su planta crecida en una maceta. Quien tenga la planta con la flor más hermosa, será quien ocupe el trono.
Muchachos y muchachas formaron filas ante los integrantes del Consejo, que fueron repartiendo a cada cual la semilla que tenía que plantar. Liú tomó su semilla y, con mucho cuidado, se ocupó de envolverla amorosamente en su pañuelo de seda. («No debe coger humedad hasta no estar en la tierra», pensó.) Y después la guardó, teniendo mucho cuidado de no apretarla ni golpearla, en su bolsa de cuero. Cuando estuvo segura de que la valiosa semilla estaba bien acomodada, emprendió el camino de vuelta a casa.
Una vez en su pueblo, Liú plantó la semilla en una maceta de barro con el mismo cuidado y suavidad con que la había transportado desde palacio. La hundió profundamente en la mejor tierra que pudo encontrar entre sus montañas, y siguiendo los consejos de los más sabios de sus vecinos, la regó cada día (exclusivamente con agua de lluvia), ni poco ni demasiado, como le habían aconsejado (ni poco ni demasiado, pensó Liú… Como todas las cosas).
Los días pasaron, pero para oponerse a la ansiedad de todos los del pueblo, en la maceta no aparecía nada. Liú siguió regando la tierra sin exagerar y esperó pacientemente.
Los meses pasaron y nada sucedió. Ella añadió tierra nueva y se animó a agregar un poco de abono (un viejo secreto de sus abuelos para cuando el trigo no brotaba). También la cambió de lugar, le cantó y le habló animando a la flor a crecer.
En el huerto, todo había crecido y dado fruto. En el bosque, los árboles rebozaron de bayas, pero en la maceta no brotó nada.
Liú ya no sabía qué hacer, la semilla no nacía y las ilusiones de sus vecinos morían un poco cada día cuando pasaban a visitar la maceta yerma.
Cuando por fin llegó la primavera, Liú se dio cuenta de que era hora de realizar de nuevo el largo viaje hacia el palacio real, aunque también supo que no vaha la pena el viaje. En su maceta sólo habían aparecido unos pocos tallos que hicieron ilusionar a algunos, pero que resultaron siendo simples hierbas silvestres. De la flor no había ni un solo indicio.
Por una parte, es bueno reconocerlo, Liú se alegró. Ella había dicho (y era cierto) que no tenía ningún deseo de cambiar su vida sencilla por la de una emperatriz. Pero, por otra, cargaba a la vez con la pena de su gente. Liú temía lo que algunos murmuraban a su espalda, que llevar la maceta sin flor era dejar en mal lugar a su pueblo natal.
Liú decidió hablarles antes de partir:
—Queridos todos. Vosotros sabéis que acepté ser vuestra representante por el amor y el respeto que os tengo, para dar a conocer todo lo bello y bueno que el país tiene en nosotros y en estas tierras hermosas. Yo fui al palacio, a pesar de que no quería cambiar mi vida entre vosotros por la vida de emperatriz. Pero esta vez tengo dudas… Mirad mi maceta… ¿Qué sentido tiene ir? Ni siquiera hay una flor para competir con la de los otros. Si voy, ¿no os dejaré en mal lugar?
El pueblo inmediatamente hizo corrillos para discutir entre ellos qué responder a Liú. Luego empezaron a expresar sus conclusiones:
—No tengas vergüenza de ir, querida Liú. Nuestro pueblo nunca ha pretendido ser mejor que otro. Sólo somos un pueblo hermano de otros pueblos que quiere compartir con ellos su búsqueda de paz, no quedarse al margen —dijo su abuela—. Solamente faltar a la cita nos dejaría en un mal lugar. Lo has hecho lo mejor que has podido y te hemos ayudado hasta donde supimos. No ir es desmerecer el éxito de aquellos que consigan una hermosa flor. Sin embargo, en última instancia, otra vez, la decisión es tuya.
Liú se pasó toda la noche reflexionando y, al amanecer, empezó a andar hacia la cita en el palacio.
¡Qué maravillosa escena había cuando llegó al gran salón del trono! Los muchachos y muchachas estaban otra vez allí, frente al Consejo del Reino, pero ahora con sus macetas repletas de hermosas flores. Si una flor era bella, la otra lo era más aún.
El Consejo se desplazó por el salón examinando cada maceta, una a una, antes de tomar ninguna decisión. Las más hermosas de las flores conseguían arrancar a algunos miembros del Consejo sinceras alabanzas sobre el colorido o el tamaño de los brotes.
Así pasaron las horas en el gran salón resplandeciente de flores, lleno de aromas y donde se podía casi respirar la emoción de los corazones juveniles con la expectativa del trono.
Liú casi ni se veía entre todos, cabizbaja con su maceta, la única sin flor…
Los miembros del Consejo iban terminando su recorrido y se reunían para conversar entre ellos. Liú ni siquiera vio cuando uno ellos se acercó en silencio a ella y miró la tierra de su maceta antes de regresar en silencio a reunirse con los demás. Y seguía con los ojos bajos cuando el portavoz se acercó a ella seguido de todo el Consejo y dijo:
—Esta niña, bendita sea, será nuestra Emperatriz.
Liú levantó la vista para ver a quién habían elegido y vio que el anciano se dirigía a ella… Y vio a todos los demás poner una rodilla en el suelo para reverenciarla… Y vio que el Consejo en pleno la rodeaba sonriendo lleno de afecto y dicha.
—Pero si mi maceta no ha florecido… —dijo suavemente Liú—. El Consejo dijo que el trono lo ocuparía quien tuviera la flor más hermosa.
—Así fue, como dices —respondieron asintiendo varios de los ancianos del Consejo.
El Portavoz habló ahora para todos:
—Nosotros tostamos cada una de las semillas que repartimos. Ninguna podía florecer. Quisimos aseguramos de que el trono lo ocupara una persona honesta, y es ésa la flor que nos ha traído esta joven en su vacía maceta —y dándose la vuelta le dijo—: Tenemos mucha belleza por aquí, pero lo importante para este reino es tu actitud…
Dios bendiga a Nuestra Emperatriz.