CAPÍTULO 39

El último mes en Brasil fue verdaderamente intenso. Me aboqué a concluir mi trabajo allí y a darle forma al proyecto de Argentina. Ahora percibía que había estado sembrando y sabía que alguna vez haría cosecha. Ya no importaba quién, pero alguien saldría beneficiado de lo hecho y por lo menos para algunos pacientes significaría una gran diferencia.

El proyecto cada vez me entusiasmaba más, porque no sólo era algo totalmente distinto de lo que yo había realizado hasta el momento, sino también porque constituía una innovación. Dediqué casi todo mi tiempo a diagramar la propuesta, a establecer los primeros contactos con colegas y a pensar en «el cómo» de los primeros tiempos.

Necesitaba ayuda para el proyecto. Alguien en quien pudiera confiar. Alguien que fuera un pedazo de mi riñón. Y no había nadie más adecuado que Gerardo.

Cuando se lo propuse le encantó y me prometió que se ponía en campaña con esas cosas que yo le pedía.

Igual que Harald, yo había terminado con la época de hablar de las cosas que habían pasado, pero afortunadamente y a diferencia de él, yo tenía un hermano leal, una ciudad a la que regresar y quizás hasta una historia de amor por realizar.

Finalmente, dejé el apartamento, me despedí de mis colegas del Centro Médico, de los pacientes que tenía a mi cargo en esos momentos y partí.

Me sorprendió la cantidad de cosas que decidí no traer de vuelta, ropa, bambas, una bolsa llena de recortes de diarios, algunas novelas, y lo más llamativo, mi tienda, que montaba cuando bajaba a la playa y quería quedarme durmiendo al lado del mar. Dejé también todo lo que venía con ella, la bolsa de dormir y una pesada mochila que me había traído de Buenos Aires repleta de mis cosas de supervivencia.

Era como un símbolo, pensaba después, en el avión. Viajar más liviano. Dejar atrás lo que alguna vez fue muy útil y que ahora no sirve. No cargar más con la mochila…

Ningún vacío esta vez. El viaje seguía siendo estar suspendido en el aire y yo seguía sin saber qué podía pasar, pero yo estaba diferente. Apenas habían transcurrido seis meses, pero la distancia parecía haberle impreso al tiempo otra categoría. La lejanía, de algún modo, me había permitido ver y pensar con más claridad. Incluso mis charlas con Jorge habían sido más fructíferas, sin caer en los habituales empantanamientos que surgen de lo cotidiano. Todo lo sucedido parecía desde el avión una avalancha de hechos desestructurantes. Sin embargo, estaba seguro de que al tocar tierra otra vez me daría cuenta de que no habían pasado cosas tan extraordinarias, y que lo movilizador había sido el proceso interior y el cambio en mi relación con los demás, y en especial con mis afectos.

Durante el vuelo pude descansar aun con la natural ansiedad del regreso y a pesar las infinitas preguntas que todavía no tenían respuesta. Estaba comenzando a aceptar las incertidumbres externas, razonables y lógicas para los nuevos proyectos. Cierta tranquilidad que estaba más allá de los hechos se había apoderado de mí, como si aquel desasosiego que había sentido y que, de algún modo, había dado origen a toda mi vida reciente, comenzara a desvanecerse. Estaba en calma por primera vez en mucho tiempo.

Una calma que continuó al ver a Paula, esperándome en Ezeiza y se prolongó durante el abrazo que nos dimos. Fue un encuentro mágico, como siempre me había sucedido con Paula, una energía que nos unía desde fuera hacia dentro, que me permitía mirarla a los ojos y saber lo que decía, sentirme bien por el solo hecho de ir de la mano con ella.

Fuimos a mi piso y no paramos de hablar durante todo el día ni de hacer el amor durante toda la noche, tanto era lo que teníamos para decirnos, en palabras y sin ellas.

Si habitualmente yo había sido una persona práctica y expeditiva, en este regreso a Buenos Aires actuaba con una celeridad y una eficiencia que a mí mismo me asombraba. A la semana siguiente de mi regreso ya había retomado las clases en la universidad, reabierto mi consultorio y conseguido encaminar con impulso el proyecto de la clínica.

Conseguí las citas con casi todos los colegas destacados de la especialidad y me reuní con gente del área de salud del Gobierno, que aceptó ayudar en lo que pudiera para hacer realidad el proyecto.

No me detenía un minuto, ni siquiera en mi viaje semanal a Rosario, que seguía haciendo siempre en autocar con el fin de aprovechar cada minuto para pensar en el siguiente paso.

Todo parecía encaminarse con buenas expectativas y mucho entusiasmo, al menos en el aspecto laboral; porque en el sentimental…

Así se lo planteé a Jorge, la tercera vez que viajé a su casa de Rosario.

—¡No la entiendo, Jorge, no la puedo entender! —dije casi gritando, mientras tomaba el segundo mate—. Tanto escándalo porque se me ocurrió contarle que quería hablar con Gaby.

«Después de todo compartí con ella años de mi vida. Y no pienso quedarme con las cosas sin cerrar con ella. Siento la necesidad de encontrarme con Gaby.

»No me gustó su último mail, lo sabes, y le dé la interpretación que le dé. Me parece que ella también ha sido una ayuda en esto que me pasa. Me gustaría hablarle, agradecerle… Que sepa que he cambiado… No sé… Me gustaría que no se quedara con una imagen fea de mí. No quiero que nuestra historia, termine en aquel mensaje telegrama.

—¿Y qué pasó?

—Paula, fiel a su estilo, no me hizo una escena de celos, no gritó, no se puso furiosa ni nada que se le parezca. Sutil, suavemente, pero con total firmeza, me hizo saber que en ningún caso y de ninguna manera iba a festejar que yo me encontrara a solas con Gaby. Lo suyo no fue un: «elige: ella o yo» (Paula tiene demasiada clase para ese planteamiento), sino el hacerme saber que ella iba a sufrir mucho si lo hacía. A mí me molestó, porque sabiendo el lugar que había tenido Gaby en mi vida y lo importante que era para mí no hacer doler a la persona que amo, Paula no me dejaba opción posible.

»De nada sirvió que le recordara cuán remota era la posibilidad de que Gaby aceptara siquiera hablar conmigo, ni que le asegurara que todo el sentimiento estaba terminado. Pau se quedó en que para ella sería muy doloroso, que comenzaría a pensar que no todo había terminado, que en el fondo la seguía queriendo y que nunca la terminaría de quitar de mi cabeza.

—¿Qué le dijiste?

—No le respondí. Porque yo entiendo sus razones pero sé que sigo necesitando un cierre claro y rotundo con Gaby. Si no lo tengo, entonces sí que será posible que no me la quite nunca de la cabeza. Lo peor —le conté al Gordo— es que yo sentí que me había amenazado. Sus palabras y más aún su actitud, fueron un aviso: volver a ver a Gaby podía poner en riesgo mi relación con Paula.

—Ésa sí que es una mala noticia, Demián. No por el hecho en sí mismo, que, como tú dices, es casi lógico, sino por esto de sentirte amenazado, chantajeado emocionalmente. Ésta es la mala noticia. Las relaciones íntimas se apoyan sobre todo en tres pilares: el del amor, el de la atracción y el de la confianza. Los dos primeros parecen estar cada día más sólidos, pero el tercero está seriamente amenazado, sobre todo si te rindes a sus temores y renuncias como sacrificio.

—Me niego. Qué locura. Con todo el dolor de mi alma, yo no estoy dispuesto a aceptarlo. Comprometerme es una cosa y renunciar a mi percepción de lo que quiero hacer y necesito hacer es otra. Si éste es el riesgo, estoy dispuesto a asumirlo y dejar que Pau elija su rumbo.

Volví a Buenos Aires mezclado. Y, sin embargo, con la misma serenidad que descubrí en el viaje de retorno a Argentina.

Esa misma noche me tocaba uno de los mayores desafíos desde que estaba en Buenos Aires. Marily pasaría por casa a tomar un café y conocería a Paula.

Cuando Marily llegó, Pau no había vuelto del trabajo, así que aproveché para contarle mi experiencia en Brasil, mi regreso y, por supuesto, lo que me estaba pasando con Paula.

—Yo no siento que lo de Paula sea precisamente una amenaza —dijo Marily—. Es un límite. Quizá ni siquiera para ti. Es ponerte en palabras, como puede, hasta dónde piensa que está dispuesta a tolerar. Reconozcámoslo, Demián. Gaby y tú nunca fuisteis simplemente dos ex que acabasteis siendo amigos. Siempre hubo algo más. Un poco antes de irte a Brasil te pasaste la noche con ella…

—Pero eso es otra cosa que ya te contaré. Quizás es precisamente por lo de esa noche que necesito volver a ver a Gaby.

—No lo entiendo muy bien, pero de todas maneras supongo que tienes que hacer lo que sientas. Lo único que te digo es que si Raúl me planteara que quiere encontrarse a solas con alguna de sus ex, yo lo mato.

—Raúl… —dije yo—. ¿Quién es Raúl?

—Bueno, no te lo he contado… —balbuceó Marily—. Estoy saliendo con un tipo.

Salté de mi silla y la levanté en el aire con alegría. María Lidia declamaba su libertad y su independencia, pero últimamente admitía que le gustaría estar con alguien en pareja.

—¿Cuánto hace? —pregunté.

—Un poco más de cuatro meses —me dijo—, ya pasamos «tu barrera psicológica».

—Me alegro mucho, mi vida, no sabes cuánto. Me alegro mucho por ti y también lo siento mucho por él…

Marily me dio un pellizco en el brazo y se rió de mi comentario.

—Di lo que quieras, pero mira el poema que me mandó cuando cumplimos cuatro meses —me dijo María Lidia y me mostró orgullosa la poesía «Gente».

Aquélla de Hamlet Lima Quintana que yo también admiraba tanto. Aquélla de: «Hay gente que con sólo decir una palabra enciende la ilusión y los rosales». La de: «Hay gente que con sólo abrir la boca te llega hasta los límites del alma». Aquélla que termina con: «Hay gente que es así, tan necesaria…»

Yo la volví a felicitar y le regalé el cuento del relojero.

Cuentan que el viejo relojero volvió al pueblo después de dos años de ausencia. El mostrador de su relojería recibió en una sola tarde todos los relojes del pueblo, que a su tiempo se habían detenido y que había quedado esperándolo en algún cajoncito de la casa de sus dueños.

El joyero revisó cada uno, pieza por pieza, engranaje por engranaje.

Pero sólo uno de los relojes tenía arreglo, el del maestro, todos los demás eran ya máquinas inservibles.

El reloj del maestro era un legado de su padre y posiblemente por eso el día que se detuvo marcó para ese hombre un momento muy triste. Sin embargo, en lugar de dejar el reloj olvidado en su mesita de noche, el maestro cada noche tomaba su viejo reloj, lo calentaba entre sus manos, lo lustraba, le daba apenas una media vuelta a la tuerca y lo agitaba deseando que recuperara su andar. El reloj parecía complacer a su dueño, que durante algunos minutos se quedaba escuchando el conocido tic tac de la máquina. Pero enseguida volvía a detenerse.

Fue este pequeño ritual, este ocuparse del reloj, este cuidado amoroso, lo que evitó que su reloj se trabara para siempre.

Fue mantener viva la ilusión lo que salvó a su reloj de morir oxidado.