CAPÍTULO 28

Finalmente puse los pies en tierra. Aunque en realidad muy brevemente, porque me esperaba todavía un trayecto al norte en autocar. Con sorpresa dormí allí, en el autocar, todo lo que no había podido dormir en el avión. Quizá tuviera que ver con que había llegado.

Qué lugar tan maravilloso, y qué poco se parecía a lo que yo recordaba de Brasil. Extraña vivencia para quien no sólo no llegaba por primera vez al país, sino que había estado viviendo allí.

Claro, aquello había pasado muchos años atrás, cuando yo todavía era muy joven y aún creía que se podía vivir casi sin trabajar.

Había vivido en Río, en Sao Paulo, y hasta podía ufanarme de haber vivido unas semanas en Brasilia, la gran capital. En cada lugar hacía lo que podía, sólo cuando era estrictamente necesario para comer, para vestir o para viajar. Vender artesanías, lustrar coches o pasear perros, daba igual.

Pero aquel pequeño pueblo donde estaba la clínica era completamente distinto. Yo me había transformado. No era ni un mochilero ni un turista, era lo que llamaría «un viajero».

Una diferencia cualitativa más que cuantitativa, una disposición mental diferente, que me era completamente ajena. Lo percibí en cuanto puse un pie en la estación de buses.

Un moreno me esperaba con un cartel con mi nombre (o casi, decía D. MIHAN y me hizo mucha gracia). El chofer no entendía de qué me reía y a pesar de que quise explicarle, mi portugués pareció no ser suficiente.

La dirección a la que iba no era la de un hotel, sino la de un «apartamento» que me habían «rentado».

Llegar, dejar las cosas sobre la cama y salir a caminar por el pueblo fueron un solo movimiento.

A medida que pasaban las horas, percibí que empezaba a recordar mi olvidado portugués y a escuchar la particular musicalidad de esta zona del norte, no con el asombro de un curioso, sino con el interés de alguien que busca comprender exactamente lo que le dicen y asimilarlo. La musicalidad pueblerina no sólo me parecía simpática, sino que parecía transmitir el sereno ritmo de la vida de quienes me rodeaban.

No debía abusar, así que después de una brevísima llamada a mi mamá, para avisarle de que había llegado y que estaba bien («¿tienes agua corriente?, ¿y gas?»), le mandé a Jorge los mails que había escrito en el avión y terminé de instalarme en el más que lujoso apartamento que hasta ese momento ni había visto en mi ansiedad de caminar por el pueblo en el que viviría.

Después de la ducha me quedé profundamente dormido.

A la mañana siguiente me despertaron los golpes en la puerta. Una joven morena, empleada de la arrendataria, preguntaba si todo estaba a mi gusto y necesidad («encontrará un poco de fruta y zumos en la nevera»), me daba la bienvenida («bem-vindo») y me dejaba los números de sus teléfonos por cualquier cosa.

De allí y en adelante, me pareció estar viviendo dentro de alguna de esas series americanas. Todo era nuevo, bonito, suave y musical. También el coche pequeño, pero con aire acondicionado, que estaba a mi disposición estacionado en el garaje trasero del edificio. Y también la clínica donde iba a trabajar, que conocí ese mediodía y de la que me enamoré perdidamente. El paraíso de la medicina, le dije a Jorge por teléfono una semana después, y un oasis para los investigadores, agregué.

—Por el momento estoy viviendo en una montaña rusa, todo me da vueltas. Es tanta la información que quiero captar, tantos los datos que quiero atrapar, que siento como si la vida cotidiana se me hubiera convertido en una tarea tan enorme como escalar una montaña, pero tan placentera como deslizarse en un tobogán.

Todo nuevo, los paisajes, los sabores, la música, las palabras, los tonos, los olores, la manera de pensar de la gente… Siento como si tuviera que recomponerme la cabeza todo el tiempo. Estoy abrumado.

Jorge hizo silencio del otro lado de la línea. Finalmente dijo:

—Pero ¿tú cómo te sientes?

—No sé. Es que es demasiado, y no puedo parar y relajarme ni para pensar cómo estoy. Imagínate que todavía no tuve tiempo de echar de menos a Pau. Éste es un lugar tan diferente, aunque parezca mentira. Es como si tuviera que desaprenderme de todo lo que sé, pero no en la medicina, sino en la vida. Como si tuviera que borrar mi disco duro y volver a cargar otra información. Por un lado es una experiencia agobiante, pero, por el otro, tengo que admitir que es como si mi cabeza estuviera a punto de abrirse, como si de golpe hubiera salido de un letargo…

—Como un despertar.

—Exacto, pero no es un despertar simple, es bastante complejo. Es más como un proceso, no como una revelación. Algo desde adentro me dice que en algún momento la revelación llegará y las cosas se acomodarán de otra forma, más definitiva. Sin embargo, todo esto es una intuición, porque nada parece indicar que así será.

—¿Cómo es eso?

—¿Recuerdas que muchas veces yo te digo que estoy como entrampado? Bueno, la sensación que tengo es que el muro del encasillamiento mental que me tenía atrapado ha empezado a resquebrajarse y que muy pronto se derrumbará. Creo que sin esa pared empezaré a ver las cosas desde otro lugar, podré interpretarlas desde otros puntos de vista.

—¿Desde otros o desde otro, Demi?

—¿Es importante la diferencia?

—Quizá sí.

—No te entiendo, te digo que el muro se cae, ¿y tú haces hincapié en un plural? —dije ofuscándome un poco.

La línea volvió a quedarse muda. Y enseguida, él retomó la palabra.

—Escúchame, Demi, para mí lo importante no es que cambies de manera de pensar o de percibir. Porque trampas hay en todos lados. Lo importante, es que sepas que puedes cambiar, ¿entiendes? Cambiar. Porque esa capacidad es parte de ti. Siempre la has tenido y hoy la estás usando para adecuarte al medio donde estás. Eso no es definitivo, sino transitorio. Seguramente habrá más cambios y quizá más sustanciales todavía que el de hoy. Tienes que saber que lo fundamental es la capacidad de cambiar y no el cambio en sí. ¿Me comprendes? —la línea empezó a hacer ruidos y Jorge me dijo—. Hay un cuentecito muy cortito que a mí siempre me pareció encantador, te lo mando ahora por mail.

No me acosté hasta que no recibí el mail de Jorge.

El cuento se llamaba «El hombrecito azul» y decía:

En una ciudad azul,

donde todo era azul,

debajo de un árbol azul,

descansaba sobre el césped azul,

un hombre azul todo vestido de azul.

El hombre azul se desperezó

y abrió sus ojos azules al cielo azul.

De pronto vio recostado a su lado

a un hombre verde,

vestido de verde.

El hombre azul, entre sorprendido y asombrado le preguntó:

—¿Y usted qué hace aquí?

—¿Yo? —contestó el hombre verde—. Me escapé de otro cuento porque allí me aburría.

Lo leí con atención, aunque me quedé algo confundido. Si bien podía captar el sentido de las palabras, creo que aún no estaba en condiciones de darles su exacta dimensión.