CAPÍTULO 14

Seguía viendo a Ludmila por el hospital, aunque sólo de lejos. Como ella ya había terminado de cursar Nefrología, nos cruzábamos únicamente en la distancia. Pensé que me la iba a encontrar en los finales, pero ni siquiera se presentó. A medida que pasaba el tiempo, cada vez podía explicarme menos cómo podía haberme involucrado con ella, que vivía en un mundo tan diferente del mío.

De muchas maneras mi pareja (¿podría llamarla así?) con esa jovencita había sido una excepción en el historial de mis relaciones con el sexo opuesto. Con ella no llegó a ser mi temor al compromiso (ni mi odio por la rutina) la causa de la ruptura. En este caso, me decía con cierta alegría, era precisamente ella la que no había querido involucrarse, a la que sólo le interesaba pasar un buen momento, la que quería estar bien sin que nada la complicara.

Ahora, con la percepción que siempre me daba la distancia (fuera física o temporal) podía darme cuenta de que el problema para mí no era el dolor de haberla perdido. Aunque me sonara un tanto cínico, esta vez no había sentido nada: ni alivio, ni pena.

Ahora mismo, ni la deseaba ni la echaba de menos. Sólo me molestaba una cosa, que esa semana quería hablar con Jorge.

—No entiendo cómo pude confundirme tanto con Ludmila. Cómo confundí lo que parecía ser con lo que era. No lo soporto.

—Quizá sea bueno que empieces a desenfadarte de tus confusiones. Después de todo, eres un experto.

—¿Experto?

—Sí. Te ha pasado otras veces. Incluso contigo mismo.

—¿Cómo es eso?

—Ay, Demián. Desde que te conozco te he visto por lo menos seis veces venir flotando en el aire, hablando de cuánto te habías enamorado de no sé quién y volver diez días después a contarme que lo que en un principio parecía ser un gran amor, había quedado al descubierto como una mera excitación o un fugaz enamoramiento.

—Es verdad. Pero yo no estoy hablando de eso. Hablo de cómo me creí la imagen que Ludmila vendía.

—Igual que te creíste la de Gaby… —me dijo Jorge, sabiendo que era un puntazo doloroso.

—No, nada que ver. Gaby no es hueca, ni indiferente —me defendí—, todo lo contrario, son como el agua y el aceite. No tiene nada que ver una cosa con la otra.

—Yo no he dicho que ella se pareciese a Ludmila, he dicho que te pasó igual con ambas.

—Te repito, Jorge, mi historia con Gaby es justamente la opuesta. Quizá no te acuerdas, hace tanto tiempo… Gaby buscaba compromiso, y además ella siempre estaba…

—Puede ser que yo no me acuerde, Demián, los años pasan —dijo el Gordo para mostrarme que no se le había escapado mi dardo envenenado—, pero ahora tú no me estás escuchando, Demi. Lo que te quiero decir es que también Gaby parecía ser de una forma, y después te diste cuenta de que era de otra…

Me quedé mudo. Nunca lo había pensado de esa manera. Era verdad. Cuando la conocí me había impactado de Gaby su actitud independiente, pujante, autosuficiente. Parecía estar muy lejos de la mujer que quiere casarse porque cree que se le pasan los años, pero después…

—Pero después empezaste a ver otras cosas en ella —dijo el Gordo que a veces parecía que podía leer lo que pensaba.

—Igual que Ludmila… —dije.

—Sí —contestó el Gordo.

—Igual que mi padre, que mostraba cara de malo pero era un tierno.

—Sí.

—Igual que mi madre, que dice que quiere una cosa y está luchando por otra.

—Igual.

Yo hice un pequeño silencio y me empecé a reír.

—¿Qué te hace gracia? —me preguntó el Gordo.

—Igual que tú —le dije—, que dices que no quieres trabajar más, que no coges más pacientes, que estás retirado… Y te tiras sesiones de dos horas conmigo.

—Pues sí… Igual que yo —admitió el Gordo—, pero acuérdate de la historia de Nasrudín.

Su vecino había venido a pedirle que le prestara su burro para poder tirar del arado ese fin de semana. Su caballo se había herido una pata y no podía esperar que sanara. ¿Le haría ese favor?

Nasrudín sonrió y con mucha gentileza le dijo que él le prestaría su burro con todo placer, pero lamentablemente, el burro se lo había llevado su hermano para su campo y no estaba allí. Y le contaba cuánto lo sentía cuando, desde detrás de Nasrudín, se escucha «fuerte, claro» el relincho del burro pidiendo su comida.

—Usted me ha mentido —acusó el vecino—, si no me lo quería prestar, debió decirme que no me lo quería prestar y no inventarse que no lo tenía.

—Pero es que no lo tengo —insistió Nasrudín.

—¡Cómo me va a decir que no está aquí si lo estoy oyendo relinchar!

—Perdone, vecino, usted me ofende… Viene a pedirme algo prestado y después resulta que le cree más a un burro que a mí… Señor, hemos terminado. Adiós.

—Puede ser que mi actitud para contigo señale mi deseo de seguir trabajando —terminó diciendo Jorge, riéndose de sí mismo—, pero yo te pregunto: ¿Tú le vas a creer más a lo que hago que a lo que digo que quiero hacer?

Me fui de la casa riéndome del paralelo, pero agregando una gota más de preocupación a mi turbulenta cabeza.

¿Debía creerle más a mi declaración de buenas intenciones para con el futuro o a mis condicionamientos boicoteadores del pasado?

¿Qué sueños, expectativas e ilusiones estaría depositando en Paula?

¿La estaría viendo a ella, o su imagen sería apenas el reflejo de mi deseo? Y en todo caso, ¿debía confiar en lo que veía o mantenerme a distancia hasta que ella fuera capaz de demostrar que era tal cual se mostraba?

¿Cómo sería Paula en realidad?

Mientras regresaba a Buenos Aires, me tranquilicé pensando que, de todos modos, no valía la pena preocuparme demasiado por el tema. El hecho de que Paula no me hubiera llamado evidenciaba que no tenía demasiado interés en mí, por no decir ninguno.

Y para confirmar la teoría del Gordo de las apariencias y la realidad, el contestador guardaba un mensaje de Paula:

—Hola, Demián, ¿cómo fue el viaje a Rosario? Si puedo, te vuelvo a llamar, si no, tal vez nos vemos el otro viernes. Un beso.