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Para el grupo de cinco periodistas del aeropuerto de Dallas-Fort Worth, la sucesión de acontecimientos había empezado un par de horas antes, y alcanzó el punto culminante alrededor de las 17.10, hora centro de los Estados Unidos. Se trataba de Harry Partridge, Rita Abrams, Minh Van Canh, Ken O’Hara, el técnico de sonido del equipo de la CBA, y Graham Broderick, un corresponsal extranjero del New York Times. Esa misma mañana, antes de amanecer, había salido de El Salvador rumbo a Ciudad de México, y después, tras una demora y un transbordo, habían llegado al aeropuerto de Dallas. En ese momento estaban esperando conectar con otros vuelos, algunos con destinos distintos.

Los cinco estaban agotados, no sólo de viajar durante todo el día, sino de los dos meses o más que llevaban viviendo a salto de mata para cubrir las distintas guerras que se libraban en Latinoamérica.

Estaban esperando la salida de su vuelo en uno de los bares del aeropuerto, el de la terminal 2 E, abierto las veinticuatro horas del día. La decoración del bar era de estilo posmoderno: rodeado por un seto artificial con plantas, exhibía unos paneles colgantes de tela a media altura y de color azul celeste, iluminados por unos focos en tono rosa. El periodista del Times les dijo que le recordaba una casa de putas de Mandalay.

Desde su mesa, situada junto a una cristalera, se veía la rampa de la puerta de embarque número 20. Harry Partridge pensaba haber salido por ella hacía unos minutos en un vuelo de la American Airlines hacia Toronto. Pero esa tarde, el vuelo se estaba retrasando y acababan de anunciar que saldría con una hora de demora.

Partridge, alto y desgarbado, llevaba un alborotado flequillo rubio que siempre le había dado un aspecto infantil, a pesar de sus cuarenta y tantos años y sus canas. En ese momento estaba relajado y no le importaban demasiado los retrasos ni ninguna otra cosa. Tenía por delante tres semanas de vacaciones, y necesitaba de veras descansar y relajarse.

Rita Abrams tenía que embarcar con destino a Minneapolis-Saint Paul, donde pensaba pasar unos días de vacaciones en la finca de un amigo, en Minnesota. También había previsto pasar allí un fin de semana con un ejecutivo casado de la CBA, dato que se reservaba para ella. Minh Van Canh y Ken O’Hara volvían a Nueva York, a su casa. Y también Graham Broderick. El trío Partridge, Rita y Minh solía formar una frecuente combinación profesional. En su último viaje, O’Hara les había acompañado como técnico de sonido, por primera vez. Era joven, pálido y flaco como un espárrago, y se pasaba la mayor parte de su tiempo libre absorto en revistas de electrónica, como en ese preciso instante.

Broderick era el bicho raro, a pesar de que los de la tele y él cubrían a menudo los mismos destinos y en general se llevaban bien. Sin embargo, en ese momento, el reportero del Times —ampuloso, solemne y levemente pomposo— estaba peleón.

Tres de ellos habían bebido más de la cuenta. Las excepciones eran Van Canh, que sólo bebía refrescos, y el técnico de sonido, que había hecho durar una sola cerveza y había rechazado las demás rondas.

—Escucha, especie de ricachón hijo de tu madre —decía Broderick a Partridge, que se había sacado un billete del bolsillo—, he dicho que yo invitaba a esta ronda y es lo que pienso hacer.

Dejó dos billetes, uno de veinte dólares y otro de cinco, en la bandeja del camarero que acababa de servirles tres whiskies dobles y una bebida gaseosa.

—El que ganes el doble que yo por hacer menos de la mitad de trabajo no es razón para dar limosna a los de la prensa escrita…

—Oh, por los clavos de Cristo, Brod —exclamó Rita—, ya va siendo hora de que cambies de disco.

Rita había levantado la voz, como hacía algunas veces. Dos oficiales uniformados del servicio de seguridad del aeropuerto, con las siglas DFW, que estaban recorriendo la zona del bar, volvieron la cabeza con curiosidad. Rita les vio y les saludó con la mano. Ellos observaron al grupito, rodeado de cámaras y bultos que ostentaban el logotipo de la CBA. Los agentes de seguridad le devolvieron la sonrisa y continuaron su ronda.

Harry Partridge, que les estaba observando, pensó que, en ese momento, a Rita se le notaba la edad. Aunque exhalaba una intensa sexualidad, que había atraído a muchos hombres, tenía bastantes arrugas; y la dureza que la hacía tan exigente consigo misma como con los que trabajaban con ella le había hecho adoptar pequeños ademanes autoritarios que no siempre resultaban atractivos. Pero, por supuesto, había un motivo reciente: las tensiones y la pesada responsabilidad del trabajo que había compartido con Harry y los otros dos durante los dos últimos meses.

Rita tenía cuarenta y tres años, y hacía seis todavía aparecía en pantalla como corresponsal, aunque mucho menos que cuando era más joven y atractiva. Todo el mundo pensaba que era injusto aquel podrido sistema que permitía a los hombres aparecer en pantalla aun con signos evidentes de madurez en la cara, mientras las mujeres eran relegadas como concubinas inútiles. Unas cuantas mujeres habían intentado rebelarse y luchar contra el sistema, como Christine Craft, reportera y presentadora, que llevó su caso a los tribunales, pero sin éxito.

Pero Rita, en lugar de entablar un combate que sabía perdido de antemano, se había pasado al otro lado de la cámara, y había logrado un éxito rotundo como realizadora. Había importunado a los directores de realización para que le asignaran las misiones extranjeras más duras que siempre eran concedidas a hombres. Durante un tiempo, sus jefes varones se habían resistido, pero al final habían cedido. Al poco tiempo, Rita era enviada automáticamente, con Harry, a las batallas más sangrientas y las más duras condiciones de vida. Broderick, que había estado meditando la última observación de Rita, añadió:

—Aunque vuestro sofisticado medio tampoco hace nada importante. Todas las noches, un remedo de noticiario desgrana superficialmente todo lo que ha sucedido en el mundo. ¿Cuánto dura? ¿Diecinueve minutos?

—Ya que estás dispuesto a bombardearnos —dijo Partridge afablemente—, la prensa seria debería dar los datos correctos: son veintiuno y medio.

—Menos siete para la publicidad —añadió Rita—, la cual, entre otras cosas, sirve para pagar el jugoso salario de Harry que te pone verde de envidia. —Rita, con su franqueza habitual, había dado en el clavo con lo de la envidia, pensó Partridge. Las diferencias en la remuneración de los periodistas de la televisión y los de la prensa siempre era un foco de fricción. En contraste con los ingresos anuales de Partridge, que ascendían a 250.000 dólares, Broderick, un periodista de primera clase, muy competente, probablemente ganaría unos 85.000.

El reportero del Times continuó, como si el hilo de sus pensamientos no hubiera sido interrumpido:

—Lo que produce en un día todo el departamento de informativos de vuestra emisora no llenaría ni media página de uno de nuestros periódicos.

—Es una comparación estúpida —replicó Rita—. Porque todo el mundo sabe que una imagen vale más que mil palabras. Nosotros facilitamos cientos de imágenes, llevando a la gente a donde se encuentra la noticia, para que la vea por sí misma. Ningún periódico de la historia ha hecho nunca nada semejante. —Broderick, con el whisky doble que estaba tomando en una mano, hizo un ademán de desprecio con la otra:

—Essso no tiene nada que veddd… —articuló con ciertas dificultades.

—¿Por qué? —preguntó Minh Van Canh, que no era demasiado aficionado a participar en tales discusiones.

—Porque estáis más pasados que Matusalén. Las grandes cadenas de informativos se están muriendo. No habéis sabido ser más que un servicio de titulares, y ahora las emisoras locales os están breando. Utilizan la alta tecnología para la difusión de noticias de fuera, arrancando las entrañas de vuestro cadáver como si fueran buitres.

—Bueno —dijo Partridge, tan fresco—, hay quien lleva años repitiendo lo mismo. Pero no tienes más que mirarnos. Seguimos en la brecha con fuerza, porque la gente sigue buscando la calidad de nuestros noticiarios.

—Tienes toda la razón, caramba —dijo Rita—. Y te equivocas en otra cosa, Brod: las emisoras pequeñas están de capa caída. Algunos de nuestros colegas que dejaron las grandes cadenas, poniendo todas sus esperanzas en las emisoras locales, han regresado desalentados.

—¿Por qué? —preguntó Broderick.

—Porque la dirección de las emisoras locales considera los informativos como una argucia, una promoción para aumentar sus ingresos. Utilizan esa nueva tecnología que acabas de mencionar para complacer a los espectadores de gusto más vulgar. Y cuando mandan a algún periodista de su departamento de informativos a cubrir una noticia, suele ser un novato que no entiende nada y no puede competir con un reportero experto y curtido, respaldado por una gran organización.

Harry Partridge bostezó. Se sabía esa conversación de memoria; era un juego para matar el tiempo libre pero que no requería esfuerzo intelectual, y no era la primera vez que se entretenían de esa forma.

Luego advirtió indicios de actividad a su alrededor.

Los dos agentes de seguridad que habían recorrido el bar por pura rutina y seguían por allí, se pusieron a escuchar atentamente por los walkie-talkies, que transmitían un aviso. Partridge captó las palabras:

«… Situación de Alerta Dos… colisión en vuelo… acercándose a la pista uno siete, izquierda… preséntese todo el personal de seguridad…».

Bruscamente, los agentes abandonaron el bar a toda prisa. El resto del grupo también se dio cuenta.

—Oye —exclamó Minh Van Canh—, tal vez…

Rita se levantó de un brinco.

—Voy a ver qué ha pasado —explicó antes de salir precipitadamente. Van Canh y O’Hara empezaron a recoger sus cámaras y sus equipos de sonido. Partridge y Broderick recogieron sus bártulos.

Uno de los oficiales de seguridad seguía a la vista. Rita le alcanzó junto a un mostrador de facturación de American Airlines, advirtiendo que era joven y guapo, con la constitución física de un jugador de fútbol.

—Soy de la CBA.

Le mostró su distintivo de prensa.

—Sí, ya lo sé —dijo el chico mientras la evaluaba con los ojos. En otras circunstancias, pensó ella brevemente, le habría iniciado a los placeres de una mujer madura. Por desgracia, no había tiempo.

—¿Qué pasa? —le preguntó.

El agente vaciló.

—Debe usted recurrir al gabinete de prensa…

—Ya iré luego —replicó Rita, impaciente—. Esto es urgente, ¿no? Pues cuéntemelo.

—Un aparato de Muskegon Airlines tiene problemas. Un Airbus ha colisionado en vuelo. Se dirige hacia aquí con fuego a bordo. Estamos en Alerta Dos, o sea, que está en marcha todo el servicio de emergencia hacia la pista uno siete izquierda. —Su voz denotaba gravedad—. Parece que se presenta mal.

—Quiero situar mi equipo ahí fuera. Ahora. ¿Por dónde salimos?

—Si lo intenta —le dijo él sacudiendo la cabeza—, no les dejarán pasar de la rampa, a menos que vayan acompañados. Les detendrán.

Rita recordó una cosa que le habían contado: que el aeropuerto de Dallas-Fort Worth presumía de cooperar con la prensa. Señaló el walkie-talkie del agente.

—¿Puede usted llamar a la oficina de relaciones públicas por ahí?

—Poder, se puede.

—Pues llame, ¡por favor!

Su persuasión funcionó. El agente llamó y le contestaron. Tomó el carné de prensa de Rita y lo leyó, explicando sus peticiones. La respuesta no se hizo esperar:

—Diles que primero deben ir al despacho de seguridad número uno para firmar y recoger los pases.

Rita gruñó. Luego señaló el transmisor.

—Déjeme hablar a mí.

El agente pulsó el botón de emisión y le acercó la radio a la boca. Ella habló atropelladamente por el micro:

—No tenemos tiempo, debería usted saberlo. Somos de la televisión. Tenemos toda clase de credenciales. Le firmaremos todo el papeleo después. Pero por favor, por favor, déjenos ir allí ahora…

—Un momento.

Hubo una pausa y luego se oyó otra voz, con tono resuelto y autoritario:

—De acuerdo. Vayan a la puerta diecinueve. Pídanle a alguien que les acompañe hasta la zona de embarque. Esperen allí. Les recogeré yo mismo, en una furgoneta con los intermitentes de urgencia.

Rita amagó un puñetazo amistoso al agente de seguridad:

—¡Gracias, colega!

Luego regresó corriendo junto a Partridge y los demás, que estaban saliendo del bar. Broderick iba el último. Al salir, el periodista del New York Times echó una mirada de pena a las consumiciones que había pagado, que seguían en su mesa.

Rápidamente, Rita les relató lo que sabía y luego dijo a Partridge, Minh y O’Hara:

—Esto puede ser gordo. Salid a las pistas sin pérdida de tiempo. Yo voy a telefonear y luego me reuniré con vosotros. —Consultó su reloj: las 17.20, en Nueva York las 18.20—. Si nos damos prisa podemos salir en la primera emisión. —Pero en el fondo, lo dudaba.

Partridge asintió, acatando las órdenes de Rita. En cualquier circunstancia, las relaciones entre el corresponsal y el realizador eran bastante imprecisas. Oficialmente, un realizador de exteriores como Rita Abrams era el jefe de todo un equipo, incluyendo al corresponsal, y si salía algo mal, la responsabilidad era del realizador. Si las cosas salían bien, desde luego, el corresponsal que ponía la cara y la firma recibía los aplausos, aunque el realizador participaba indudablemente en la tarea de dar forma a la historia y contribuía en el guión.

No obstante, con un corresponsal veterano de la talla de Harry Partridge, el escalafón oficial se trastocaba y el corresponsal tomaba la batuta, imponiéndose al realizador y algunas veces ignorando sus órdenes. Pero cuando Partridge y Rita trabajaban juntos, a ambos les importaba un comino el estatus. Sencillamente, querían mandar el mejor reportaje que pudieran realizar juntos y en armonía.

Mientras Rita se abalanzaba hacia una cabina de teléfonos, Partridge, Minh y O’Hara se dirigieron a toda prisa a la puerta 19, en busca de la salida al carril de tráfico interno. Graham Broderick, bastante serenado por los acontecimientos, les seguía de cerca.

Junto a la puerta de embarque había un paso con un letrero:

ÁREA RESTRINGIDA
SALIDA DE EMERGENCIA
DISPOSITIVO DE ALARMA

No había nadie a la vista y, sin vacilar un momento, Partridge se coló por ella, con los demás pegados a sus talones. Cuando bajaban por una escalera empezó a sonar una alarma potentísima. La ignoraron y emergieron al exterior. Era una hora de gran actividad y la zona de embarque estaba abarrotada de aviones y vehículos de las líneas aéreas. De repente apareció una furgoneta a toda velocidad, con los intermitentes del techo encendidos. Frenó junto a la puerta 19 con un gran chirrido de neumáticos.

Minh, que era quien estaba más cerca, abrió la puerta y se coló dentro. Los otros se apretujaron detrás. El conductor, un empleado de color, joven y delgado, con un traje oscuro, arrancó tan bruscamente como había parado. Sin mirar hacia atrás, les dijo:

—¡Hola, muchachos! Soy Vernon, de Relaciones Públicas.

Partridge se presentó y luego presentó a los otros.

Vernon sacó tres distintivos verdes de la guantera y se los pasó.

—Son provisionales, pero mejor que os los pongáis. Ya me he saltado bastantes normas, pero como ha dicho vuestra amiga, no tenemos mucho tiempo.

Habían dejado la zona de embarque y, tras cruzar dos carriles para vehículos de servicio, tomaron hacia el este por un acceso paralelo. Frente a ellos, un poco hacia la derecha, había dos pistas de aterrizaje. Junto a la más alejada se estaban reuniendo multitud de vehículos de emergencia.

Rita Abrams estaba dentro de la terminal, hablando con la oficina de la CBA en Dallas desde un teléfono público. El director de la agencia, descubrió Rita, ya estaba al corriente de la emergencia e intentaba hacer llegar un equipo local al aeropuerto. Acogió con deleite la noticia de la presencia de Rita y su equipo.

Ella le pidió que avisara a Nueva York y a continuación le preguntó:

—¿En qué situación se encuentra el satélite de comunicaciones?

—Buena. Va para allá una unidad móvil de transmisión vía satélite. Ya ha salido de Arlington.

Arlington, según le dijo, estaba sólo a veinticinco kilómetros. La camioneta pertenecía a una emisora filial de la CBA, la KDLS-TV, y debía retransmitir un encuentro deportivo desde el estadio de Arlington, pero habían cambiado de planes, y la camioneta se dirigía al aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Habían avisado al conductor y al técnico por el radioteléfono para que cooperaran con Rita, Partridge y su equipo.

La noticia la animó mucho. Pensó que había grandes posibilidades de conseguir un reportaje con imágenes y mandarlas a Nueva York a tiempo para la primera edición del boletín nacional de Últimas Noticias.

La furgoneta que llevaba a los periodistas de la CBA y el Times se estaba acercando a la pista 17 I; las cifras indicaban una inclinación magnética de 170 grados, orientación sur casi perfecta; la I significaba que era la pista situada a la izquierda de las dos que transcurrían paralelas. Como en todos los campos de aviación, la designación estaba pintada en enormes caracteres blancos sobre la superficie de la pista.

Sin aminorar la velocidad, Vernon les dijo:

—Cuando un piloto se halla en una situación de emergencia, elige la pista que prefiere. Aquí suele ser la uno siete izquierda. Mide más de sesenta metros de anchura y es la más cercana a las instalaciones de urgencia. La furgoneta se detuvo en un carril de servicio que cruzaba la 17 I, desde donde se podía ver la aproximación y el aterrizaje de los aparatos.

—Éste va a ser el puesto de observación —dijo Vernon.

Todavía seguían llegando vehículos de emergencia; algunos se situaban en torno a ellos. Había siete camiones amarillos del servicio de bomberos del aeropuerto: cuatro camiones cisterna Oshkosh M15 de espuma, un vehículo de escalerilla aérea y dos camiones más pequeños de maniobra ligera. Los mastodónticos camiones de espuma rodaban sobre unos neumáticos gigantes de casi dos metros de diámetro y tenían dos motores, uno a cada extremo, y dos toberas de proyección a presión, como una estación de bomberos autónoma. Los camiones ligeros, rápidos y muy manejables, estaban diseñados para acercarse velozmente a un aparato en llamas.

Media docena de coches patrulla de la policía, blancos y azules, vomitaban racimos de agentes, que se embutían en unos plateados trajes de amianto que sacaban de los maleteros. La policía del aeropuerto recibía instrucción para la extinción de incendios, les explicó Vernon. Se oía un rosario de órdenes por la radio de la furgoneta del servicio de seguridad.

Los coches de bomberos, dirigidos por un teniente desde un sedán amarillo, tomaban posiciones a intervalos en el campo, a lo largo de la pista. Las ambulancias enviadas por los centros asistenciales más cercanos iban afluyendo al aeropuerto, en las proximidades de la pista, pero en segundo término. Partridge fue el primero en apearse de la furgoneta y estaba tomando notas. Broderick hacía lo mismo, sin tantas prisas. Minh Van Canh había trepado al tejadillo de la furgoneta y enfocaba su cámara al cielo, hacia el norte. Detrás de él, Ken O’Hara desenrollaba cables y preparaba su equipo de grabación.

Casi al instante apareció el aparato accidentado, a unos diez kilómetros de distancia, con su estela de humo negro detrás. Minh levantó la cámara y la sostuvo con firmeza, mientras aplicaba un ojo al visor.

Era un hombre robusto y achaparrado, de poco más de un metro sesenta de estatura, pero ancho de espaldas y de brazos largos y musculosos. Su cara cuadrada y cetrina, picada de una viruela infantil, tenía unos grandes ojos oscuros de mirada impenetrable que ocultaba todas sus reacciones. Quienes conocían bien a Minh decían que les había costado mucho penetrar en su interior.

Sin embargo, todos estaban de acuerdo respecto a algunas cosas: en primer lugar, Minh era laborioso, de fiar, honrado, y uno de los mejores cámaras de televisión en su especialidad. Sus películas eran más que buenas; eran invariablemente fuera de lo común y en general artísticas. Había empezado a trabajar para la CBA en Vietnam, llevándole el equipo a través de las batallas por la selva al cámara americano, que le enseñó el oficio. Cuando su mentor murió tras pisar una mina, Minh, sin ayuda de nadie, rescató su cadáver, lo llevó a que le dieran sepultura y regresó a la selva con su cámara para seguir filmando. Nadie de la CBA recordaba que se le hubiera contratado; sencillamente, su puesto en la compañía era un fait accompli.

En 1975, ante la inminencia de la caída de Saigón, Minh, su mujer y sus dos hijos formaban parte del afortunado contingente de refugiados que fueron trasladados en helicópteros desde el jardín de la embajada norteamericana hasta la seguridad de la Séptima Flota, en alta mar. Minh captó todo aquello con su cámara, y gran parte de su película se dio en el boletín nacional de noticias.

En este momento estaba filmando otra historia del aire, diferente aunque dramática, cuyo desenlace estaba aún sin determinar.

A través de su objetivo, la silueta del Airbus iba cobrando nitidez, así como el halo de llamas de su costado derecho, con su estela de humo negro. Se podía distinguir que el fuego procedía de la ubicación de uno de los motores, donde solamente quedaba parte del soporte. Para Minh y los demás observadores, parecía asombroso que no estuviera ardiendo todo el aparato. Vernon había puesto en marcha la radio de la furgoneta, sintonizando el canal del control de tráfico aéreo. Se oían las voces del controlador y el piloto del Airbus. La voz tranquila del controlador que observaba su aproximación en el radar, advirtió:

—Estáis un poco por debajo de la trayectoria de aterrizaje… desviándoos hacia la izquierda de la línea media… Bien, ya estáis en posición, justo en línea…

Pero los tripulantes del Airbus tenían graves dificultades para mantener la altitud e incluso el rumbo. El avión se acercaba de medio lado, con el ala derecha averiada más baja que la izquierda. A veces, el morro del aparato se desviaba; luego, como resultado de los apremiantes esfuerzos de la cabina de mando, volvía a enfilar en dirección de la pista. Sufrieron una violenta sacudida, al perder en un momento dado demasiada altura, que recuperaron con dificultad. Los que observaban en tierra se formulaban una ansiosa pregunta sin atreverse a exteriorizarla: ¿Conseguiría aterrizar el Airbus después de lograr llegar hasta allí? La respuesta era dudosa.

Se oyó la voz de uno de los pilotos por la radio:

—Torre, tenemos problemas con el tren de aterrizaje… Falla el hidráulico. Vamos a intentar que baje por su peso… Ahora.

Un capitán de bomberos se había parado a escuchar, junto a ellos. Partridge le preguntó:

—¿Qué quiere decir?

—En los grandes aparatos de pasajeros, hay un sistema de emergencia para bajar el tren de aterrizaje si el hidráulico se queda sin compresión. Los pilotos desconectan totalmente el hidráulico y el tren, que es muy pesado, cae por su propio peso y se queda trabado. Pero una vez fuera, es imposible volver a replegarlo.

Mientras se lo explicaba, vieron bajar lentamente el tren de aterrizaje del Airbus.

Un instante después se oyó de nuevo la voz del controlador aéreo:

—Muskegon, tienes el tren en posición. Pero el fuego está rozando los neumáticos delanteros de estribor.

Era evidente que si las llamas consumían las cubiertas del tren delantero de estribor, al tomar tierra éste recibiría un impacto muy violento, que podía desviar al aparato hacia la derecha a gran velocidad.

Minh colocó un teleobjetivo y empezó a filmar. Él también veía las llamas que lamían los neumáticos. El Airbus flotaba cerca de los límites del aeropuerto… Se iba acercando, le faltaba medio kilómetro para llegar a la cabecera de pista… A punto de tomar tierra, las llamas habían aumentado, evidentemente, alimentadas por el queroseno, y dos de los neumáticos del tren delantero de estribor estaban ardiendo, las gomas derritiéndose… Uno de los neumáticos estalló con gran estruendo.

El Airbus se hallaba en cabeza de pista, a una velocidad de aterrizaje de 300 kilómetros por hora. Cuando el aparato sobrevoló los vehículos de emergencia que esperaban junto a la pista, éstos empezaron a seguirle, uno tras otro, a su máxima velocidad, entre chirridos de neumáticos. Dos de los camiones amarillos de espuma fueron los primeros, con los otros coches de bomberos a corta distancia.

Cuando el tren de aterrizaje entró en contacto con la pista, otro de los neumáticos de estribor explotó, y luego otro. De repente, todos los neumáticos de estribor se desintegraron… y las ruedas se quedaron en las llantas. Al mismo tiempo se oyó un escalofriante chirrido metálico, apareció una estela de chispas y una nube de polvo y briznas de cemento se elevó por los aires… Pero milagrosamente, no se sabe cómo, los pilotos consiguieron mantener el Airbus dentro de la pista. Siguió rodando durante un rato que les pareció larguísimo… Y por fin se detuvo. Y entonces las llamaradas se intensificaron.

A toda velocidad, los coches de bomberos se acercaron, y en pocos segundos empezaron a rociar espuma. Unos chorros gigantescos lo cubrieron todo a una velocidad increíble, como montañas de espuma de afeitar.

Las puertas de pasaje del avión se fueron abriendo, las salidas de emergencia reventaron. La puerta delantera de estribor se abrió, pero por ese lado las llamas bloqueaban las salidas de la mitad del fuselaje. En el costado de babor, que no estaba incendiado, se abrieron una puerta delantera y otra central. Algunos pasajeros empezaron a deslizarse por las rampas.

Pero las cuatro salidas de emergencia de la cola todavía no se habían abierto.

Por las tres puertas abiertas se colaba el humo del interior del avión. Ya habían desembarcado algunos pasajeros. Los últimos emergían tosiendo, muchos de ellos vomitando, en busca de aire.

En esos momentos empezaban a remitir las llamas del exterior bajo una masa de espuma en uno de los costados del reactor.

Los bomberos procedentes de los coches ligeros, con sus trajes aislantes y máscaras para respirar, colocaron velozmente varias escalas junto a las puertas de cola, aún cerradas. Cuando lograron abrirlas manualmente, otra nube de humo emergió del interior del aparato. Los hombres se colaron dentro precipitadamente, para apagar lo que estuviera ardiendo todavía dentro del avión. Otros bomberos penetraron por las puertas delanteras y ayudaban a salir a los pasajeros, algunos muy débiles y aturdidos.

El flujo de pasajeros que iba saliendo aminoró a ojos vistas. Harry Partridge realizó una rápida evaluación, concluyendo que habrían emergido del aparato unas doscientas personas, aunque según las informaciones que tenía, eran 297, incluyendo a la tripulación. Los bomberos empezaron a sacar a algunos heridos con terribles quemaduras, entre ellos a dos mujeres con uniforme de azafata. Seguía saliendo humo por las puertas, aunque menos que al principio.

Minh Van Canh siguió filmando la actividad que le rodeaba, pensando como un profesional y excluyendo otras reflexiones; era consciente de ser el único cámara presente y de estar filmando unas escenas especiales y únicas. Probablemente, desde el desastre aéreo del Hindeburg no se había filmado ningún accidente aéreo de tanta importancia, con tanto detalle, y en pleno desarrollo.

Las ambulancias se reunieron en el puesto de socorro improvisado; ya habían llegado doce y otras venían de camino. Los servicios de socorro se ocupaban de los heridos y los instalaban en camillas numeradas. En pocos minutos, las víctimas del accidente estarían en camino hacia los hospitales de la zona, alertados para acogerlas. Llegó un helicóptero con personal médico y el terreno que rodeaba el Airbus se convirtió en un improvisado hospital de campaña, que puso en marcha un sistema de clasificación de prioridades.

Partridge pensó que la celeridad con que se desarrollaba todo dejaba en buen lugar al servicio de emergencia del aeropuerto. Oyó al capitán de bomberos informar que unos ciento noventa pasajeros habían salido con vida del Airbus. Al mismo tiempo, aquello significaba que faltaban otras cien personas.

Uno de los bomberos, que se quitó un momento la máscara para enjugarse el sudor de la cara, exclamó:

—¡Dios Santo! Los asientos de la cola están llenos de cadáveres. Es donde se ha acumulado la mayor densidad de humo…

Aquello explicaba también por qué no se habían abierto las salidas de emergencia traseras desde dentro.

Como en todos los accidentes de aviación, los muertos se dejarían donde estaban hasta que un forense, que ya se dirigía hacia allá, diera permiso para moverlos y pusiera en marcha el proceso de identificación.

La tripulación de mando emergió del Airbus, rechazando con insistencia toda ayuda. El comandante, un veterano entrecano, mirando a su alrededor a todos los heridos y sabiendo ya el número de muertos, lloraba abiertamente. Deduciendo que, a pesar del número de víctimas, los pilotos serían aclamados por conseguir aterrizar, Minh enfocó la cara de dolor del comandante en un primer plano. Fue su última imagen, porque una voz les gritó:

—¡Harry! ¡Minh! ¡Ken! Basta por ahora. Aprisa, traed todo lo que tengáis y seguidme. Tenemos satélite con Nueva York.

La voz pertenecía a Rita Abrams, que acababa de llegar en un microbús de Relaciones Públicas. A cierta distancia se veía la camioneta de telecomunicaciones. Estaban desplegando la pantalla de transmisiones, que se plegaba como un abanico durante los desplazamientos, y orientándola hacia el cielo.

Obedeciendo la orden, Minh bajó su cámara. Otros dos equipos de televisión —uno de ellos de la KDLS, la cadena filial de la CBA— habían llegado en el mismo microbús que Rita, con otros reporteros y fotógrafos de prensa. Minh sabía que aquéllos, y otros más, se harían cargo de la historia. Pero sólo él tenía las verdaderas imágenes, la exclusiva del aterrizaje, y le producía un enorme orgullo el hecho de que ese día y en los días venideros, sus imágenes se verían en el mundo entero y pasarían a formar parte de la historia.

Vernon les acompañó en la furgoneta de Relaciones Públicas hasta la camioneta de telecomunicaciones. Por el camino, Partridge redactó cuatro frases esquemáticas.

—Quiero una presentación de 1.45 minutos —le dijo Rita—. En cuanto estés listo, grabad un primer plano con sonido directo. Mientras, yo voy mandando esto a Nueva York sin desbrozar.

Partridge asintió con la cabeza y Rita consultó el reloj: las 17.43, una hora más en Nueva York. Quedaban apenas quince minutos de emisión del primer boletín nacional de noticias de la tarde.

Partridge seguía escribiendo, articulando sus frases en silencio, modificando algunas palabras. Minh entregó dos cintas valiosísimas a Rita, y puso una cinta virgen en la cámara, dispuesto a filmar un primer plano de Partridge con sonido directo. Vernon les dejó junto a la camioneta de transmisiones. Broderick, que les había acompañado, se dirigía a la terminal a dictar su crónica por teléfono.

—Gracias, chicos —se despidió—. Y ya sabéis: si mañana queréis una información tratada en profundidad, comprad el Times.

O’Hara, el joven técnico enamorado de la alta tecnología, admiró arrobado el equipo de la camioneta de telecomunicaciones.

—¡Cuánto me gustan estos juguetes…!

El disco de cinco metros de diámetro del tejadillo de la camioneta estaba totalmente desplegado, y alimentado por un generador de 20 kilowatios. El interior del vehículo era una diminuta sala de control con un equipo de montaje y de transmisión ensamblados. Desde allí, uno de los técnicos estaba graduando el transmisor abatible, para conectar con el Spacenet 2, el satélite situado a 11.500 kilómetros por encima de sus cabezas. Todo lo que transmitieran pasaría al repetidor 21 del satélite que lo enviaría instantáneamente a Nueva York, donde sería reproducido.

Dentro de la camioneta, al lado del técnico de transmisiones, Rita introdujo con destreza las cintas de Minh en el aparato de montaje, y las visionó por un monitor de televisión. No le sorprendió que las imágenes fueran soberbias.

En las misiones normales, y cuando contaban con un montador en el equipo, el realizador y el montador seleccionaban juntos los fragmentos de película y luego, con la banda sonora de los comentarios del corresponsal, formaban un paquete acabado con todos los componentes. Pero eso requería cuarenta y cinco minutos, y a veces más tiempo, y ese día no lo tenían. Así que, tomando decisiones sin vacilar, Rita eligió las escenas más dramáticas, que el técnico fue transmitiendo tal y como estaban, en la jerga televisiva, «sin desbrozar».

Sentado en unos escalones del exterior de la camioneta, Partridge concluyó su resumen y tras conferenciar brevemente con Minh y el técnico de sonido, grabó la banda sonora.

Dejando que prepararan en Nueva York la introducción del presentador con los datos destacables, Partridge empezó:

Los pilotos de una antigua guerra nuestra lo llamaban aterrizar con un ala y una oración. Era el título de una canción… Es poco probable que nadie escriba una canción sobre los sucesos de hoy.

El Airbus de Muskegon Airlines procedente de Chicago… se hallaba a sesenta millas de Dallas… con el pasaje casi completo… cuando se produjo una colisión en vuelo…

Cuando un corresponsal experimentado escribía crónicas para la televisión, como Partridge, sus palabras no coincidían exactamente con las imágenes. Era una fórmula artística especializada difícil de aprender, y algunos reporteros de televisión no lo lograban nunca. Incluso entre los escritores profesionales, ese talento no era reconocido como se merecía, porque el texto se escribía para acompañar imágenes y rara vez sonaba bien solo.

El truco, como sabían muy bien Harry Partridge y sus colegas, consistía en no describir las imágenes. Los espectadores de televisión ya veían lo que estaba sucediendo en la pantalla, y no necesitaban una descripción verbal. Pero el texto no debía estar tan alejado de los sucesos como para distraer la atención del espectador. Era un equilibrio literario, casi instintivo.

Otro hecho que reconocían los profesionales de la televisión era que las mejores crónicas no consistían en frases y párrafos bien construidos. Funcionaban mucho mejor los fragmentos de frases. Los hechos, escuetos, los verbos fuertes y activos; un guión debía chisporrotear. Y finalmente, el corresponsal debía infundir a su reportaje un cierto significado mediante su entonación y su actitud. En efecto, un buen corresponsal tenía que ser un buen reportero, pero además, un actor, actividades que Partridge dominaba a la perfección, aunque ese día sufría la limitación de no haber visionado las imágenes, como solía hacer. Pero sabía más o menos en qué consistirían.

Partridge concluyó con un primer plano, hablando directamente a la cámara. A su espalda continuaba la actividad en torno al Airbus.

El suceso traerá cola… más detalles trágicos, la cifra de muertos y heridos. Pero está claro que los riesgos de colisión se están multiplicando… en el espacio aéreo, en nuestro cielo abarrotado… Harry Partridge, Noticias de la CBA, Dallas-Fort Worth.

Pasaron a Rita la cinta con el comentario y el primer plano. Confiando en Partridge, y conociéndole demasiado bien para perder más tiempo verificando su trabajo, mandó que lo transmitieran todo a Nueva York sin verlo. Un momento después lo vio y lo escuchó admirada mientras el técnico lo transmitía. Recordando la discusión de una hora y media antes en el bar del aeropuerto, pensó que, con sus múltiples habilidades, Partridge demostraba ganarse con todo merecimiento esos honorarios mucho más elevados que los del corresponsal del New York Times.

En el exterior, Partridge estaba realizando otra de sus atribuciones como corresponsal: un reportaje radiofónico para el informativo radiado de la CBA, basándose en sus notas e improvisando a más y mejor. Cuando terminara la transmisión para la televisión, enviarían esa crónica a Nueva York, vía satélite.