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Al volante del Buick Somerset, Crawford Sloane estaba a mitad de camino de su casa. Dejando a su espalda el puente Triboro, circulaba por la autovía Bruckner y no tardaría en llegar a la Interestatal 95, la autopista de Nueva Inglaterra, y tomar la salida de Larchmont.

El Ford Tempo que había empezado a seguirle en la sede de la CBA-News continuaba tras él.

No era sorprendente que Sloane no hubiera advertido el otro coche, esa tarde ni las anteriores, durante las últimas semanas en que le venían siguiendo. Una de las razones era que el conductor, un joven colombiano de mirada fría y labios muy finos, cuyo nombre de guerra era Carlos, era un experto en rastreos y persecuciones.

Carlos, que había entrado en los Estados Unidos dos meses atrás con un pasaporte falso, llevaba casi cuatro semanas entregado a esa furtiva vigilancia, con otros seis colombianos, cinco hombres y una mujer. Al igual que Carlos, los otros utilizaban nombres falsos, en general para desmarcarse de los archivos criminales. Hasta que iniciaron la tarea en curso, los miembros del grupo no se conocían entre sí. Y aun así, sólo Miguel, su jefe, que esa noche se hallaba a varios kilómetros de allí, conocía sus verdaderas identidades.

El Ford Tempo había sido repintado dos veces durante su breve período de utilización. Además, era sólo uno de los diversos vehículos de que disponían con objeto de no ser detectados.

Con los resultados de tal vigilancia habían elaborado un estudio preciso y detallado de los movimientos de Crawford Sloane y su familia.

En la rápida circulación de la autovía, Carlos dejó que otros tres coches se interpusieran entre el de Sloane y el suyo, aunque sin perder de vista al Buick que iba siguiendo. Junto a Carlos, otro hombre iba apuntando la hora, haciendo breves anotaciones en una libreta. Se trataba de Julio, un hombre moreno, agresivo y de mal carácter, con una horrible cicatriz de arma blanca en el lado izquierdo de la cara. Era el especialista en comunicaciones del grupo. En el asiento trasero llevaban un teléfono móvil, uno de los seis que comunicaban los vehículos entre sí y con el cuartel general.

Tanto Carlos como Julio eran implacables, hábiles tiradores e iban armados.

Después de aminorar la velocidad y salvar una desviación de tráfico debida a un choque en cadena en el carril izquierdo de la autovía, Sloane volvió a acelerar y reanudó sus recuerdos sobre Vietnam, Jessica, Partridge y él mismo. A pesar de sus grandes éxitos en Vietnam y después, Partridge siempre había seguido preocupándole un poco. Por eso se sentía levemente incómodo en compañía de Partridge. Y a nivel personal, en algunas ocasiones se preguntaba si Jessica pensaría alguna vez en Partridge o recordaría los momentos íntimos, privilegiados, que habían pasado juntos.

Sloane nunca había formulado a su esposa pregunta alguna de tipo personal acerca de su antigua relación con Harry. Podía haberlo hecho en múltiples ocasiones, incluso al principio de su matrimonio, y Jessica, siendo como era, probablemente se las habría contestado con toda franqueza. Pero hacer esa clase de preguntas no entraba, sencillamente, en su estilo. Y de hecho, suponía, tampoco quería enterarse de respuestas. Y sin embargo, paradójicamente, después de tantos años, aquellos viejos pensamientos volvían a aflorar con nuevos interrogantes: ¿Seguía teniendo Jessica algún interés por Harry? ¿Se comunicaban alguna vez? ¿Guardaba Jessica todavía algún recóndito arrepentimiento?

Y en el plano profesional… La culpabilidad no era una palabra que preocupara a Sloane en cuanto a sí mismo, pero en el fondo de su corazón sabía que Partridge había sido el mejor periodista de Vietnam, a pesar de que él se había llevado los triunfos y al final se había casado con la novia de Partridge… Todo aquello era ilógico, lo sabía muy bien, una inseguridad infundada… pero su incomodidad visceral persistía.

El Ford Tempo había cambiado de táctica y en ese momento se hallaba varios vehículos por delante de Sloane. La salida de Larchmont de la autopista estaba ya a pocos kilómetros tan sólo, y Carlos y Julio, al corriente de los hábitos de Sloane, sabían que él la tomaría. Preceder de vez en cuando al individuo vigilado era una vieja estratagema. El Ford Tempo tomaría por la salida de Larchmont en primer lugar, esperaría a que Sloane le imitara y luego le dejaría adelantarle.

Unos diez minutos más tarde, cuando el presentador de la CBA rodaba por las calles de Larchmont, el Ford Tempo le seguía discretamente a cierta distancia y se detenía cerca de la casa de Sloane, situada en Park Avenue, frente al estrecho de Long Island.

La casa, muy propia de una persona con los sustanciosos ingresos de Sloane, era grande e imponente. Blanca, con el tejado de pizarra gris, se alzaba en un cuidado jardín con un paseo semicircular para la entrada de vehículos. Unos pinos gemelos señalaban la entrada y un farol de hierro forjado pendía sobre la puerta principal, de dos hojas.

Sloane abrió con el mando a distancia la puerta de su garaje de tres plazas, metió su automóvil y cerró la puerta tras de sí.

El Ford continuó un poco más y prosiguió su vigilancia desde una distancia prudencial.