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Bert Fisher vivía y trabajaba en un minúsculo apartamento, en Larchmont. Tenía sesenta y ocho años y era viudo desde hacía diez. En sus tarjetas de visita decía que era reportero de prensa, aunque en la jerga periodística era más bien un colaborador free-lance.
Bert era el corresponsal local de varios medios de comunicación de alcance nacional, algunos de los cuales le pagaban una pequeña comisión fija. Él les procuraba información o les enviaba artículos, y las agencias le pagaban el material que decidían publicar. Como las noticias locales de las ciudades pequeñas tenían escasa o nula repercusión a escala nacional, era difícil publicar algo en un periódico importante o salir por antena de las principales emisoras de radio o de televisión. Por eso nadie amasaba fortunas como colaborador, y la mayor parte de ellos —como Bert Fisher— apenas ganaban para ir tirando.
Sin embargo, a Bert le gustaba su actividad. Durante la Segunda Guerra Mundial había servido en Europa, y trabajó para el periódico de las Fuerzas Armadas, Stars and Stripes. Aquello le metió el periodismo en las venas y desde entonces había sido un modesto trabajador de esa profesión. Aun entonces, pese a las pequeñas dificultades impuestas por la edad, seguía telefoneando todos los días a las fuentes locales y tenía en marcha varios receptores de radio para oír las comunicaciones de la Policía, los bomberos, las ambulancias y demás servicios públicos. No perdía la esperanza de que surgiera algún asunto de interés y que condujera a alguna noticia importante.
Así fue cómo oyó Bert la transmisión de la Policía de Larchmont que mandaba al coche patrulla 423 al supermercado Grand Union. Le pareció una llamada de rutina hasta que, poco después, el oficial alertó a la comisaría acerca de un posible secuestro. Cuando oyó la palabra «secuestro», Bert se enderezó, sintonizó la radio en la frecuencia de la Policía de Larchmont y comenzó a tomar notas.
Cuando terminó la transmisión, Bert sabía que debía dirigirse inmediatamente al lugar de los hechos. Pero primero debía telefonear a la emisora de televisión neoyorquina WCBA.
Un redactor de la WCBA-TV recibió la llamada de Bert Fisher.
La WCBA, filial de la CBA, era una prestigiosa cadena local de televisión que cubría el área de la ciudad de Nueva York. Tenía su sede en tres plantas de un bloque de oficinas de Manhattan, a unos dos kilómetros de la oficina principal. Aunque era una emisora local, tenía una enorme audiencia; y además, debido a la cantidad de noticias que generaba Nueva York, los informativos de la WCBA eran en muchos aspectos un microcosmos dentro de la emisora.
En una sala de redacción ajetreadísima, donde trabajaban treinta personas codo con codo en mesas muy apiñadas, el redactor buscó el nombre de Bert Fisher en un fichero con separadores.
—Vale —dijo—, ¿qué hay?
Escuchó las explicaciones del colaborador acerca del mensaje por radio de la policía y su intención de indagar sobre el terreno.
—Sólo un «posible» secuestro… ¿eh?
—Sí, señor.
Aunque Bert Fisher casi le triplicaba la edad a su joven interlocutor, mantenía cierta deferencia a su rango, heredada de otras épocas.
—De acuerdo, Fisher, ¡adelante! Llama inmediatamente si sale algo serio.
—Claro, señor, descuide.
Cuando colgó, el redactor pensó que la llamada podía ser tan sólo una falsa alarma. Por otro lado, a veces un notición se colaba inadvertidamente por canales inesperados. Estuvo considerando si mandar un equipo de rodaje a Larchmont, pero decidió que no. Por el momento, la información del colaborador era confusa. Además, los equipos disponibles ya estaban trabajando, así que ello supondría retirar a un equipo de una historia concreta. Y sin más información, tampoco se podía dar una noticia así.
Sin embargo, el redactor se dirigió a la mesa sobreelevada de la sala de redacción, desde donde presidía la directora de informativos, a quien puso al corriente de la llamada.
Después de escucharle, ésta confirmó su decisión. Pero después se le ocurrió una cosa y descolgó el teléfono que la conectaba directamente con la central de la CBA-News. Preguntó por Ernie LaSalle, el editor de información nacional, con quien a veces intercambiaba información.
—Mira —le dijo—, puede que en definitiva no sea nada. Y le repitió lo que le habían contado.
—Pero es en Larchmont —añadió—, y sé que Crawford Sloane vive allí. Es una población pequeña, cabe la posibilidad de que se trate de algún conocido suyo, así que he pensado que tal vez quisieras decírselo.
—Gracias —le dijo LaSalle—. Si te enteras de algo más, comunícamelo, por favor.
Después de colgar el teléfono, Ernie LaSalle sopesó por un momento la importancia de la información. Lo más probable era que no fuera nada. Pero de todos modos…
Por instinto, descolgó el teléfono interior.
—Departamento de nacionales. LaSalle. Tenemos noticias de que en Larchmont, repito: Larchmont, Nueva York, la radio de la policía local ha informado de un posible secuestro. No hay más detalles. Nuestros colegas de la WCBA lo están siguiendo y nos tendrán informados.
Como siempre, las palabras del editor llegaron hasta el último confín de la central de la CBA-News. Algunos de los oyentes se preguntaron por qué habría difundido LaSalle algo tan insustancial por el sistema de megafonía. Otros, sin darse por aludidos, siguieron atendiendo sus tareas. En el piso inferior a la sala de redacción, los ejecutivos de la Herradura se pararon a escuchar. Uno de ellos comentó, señalando a Crawford Sloane a través de los cristales de su despacho privado:
—Si ha habido un secuestro, es una suerte que sea otro vecino de Larchmont y no Crawf. A menos que ése sea su doble.
Los otros se rieron.
Crawford Sloane oyó el anuncio de LaSalle por el altavoz de su despacho. Había cerrado la puerta para mantener una conversación privada con el director de la CBA-News, Leslie Chippingham. Sloane, al pedirle que le recibiera, supuso que se reunirían en el despacho de Chippingham, pero éste había decidido venir al despacho de Sloane.
Los dos escucharon las palabras del editor de nacionales, y la mención de Larchmont avivó el interés del presentador. En cualquier otro momento, habría acudido a la sala de redacción a por más información. Pero ahora no quiso interrumpir lo que se había convertido en un enfrentamiento sin cuartel que, para sorpresa de Sloane, no se estaba desarrollando en absoluto tal y como él se había figurado.