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En las oficinas de la CBA-News, el sábado a las diez de la mañana, cuando apenas acababa de empezar la reunión del grupo especial, fue interrumpida bruscamente.
Harry Partridge, sentado a la cabecera de la mesa de juntas, había abierto la reunión, cuando sonó el altavoz con un aviso de la sala de redacción. Partridge guardó silencio y, con sus seis compañeros de mesa, se quedó escuchando.
—Mesa de guardia, Richardson. Acaba de llegar este boletín de la UPI:
White Plains, Nueva York. Una furgoneta de pasajeros, presumiblemente el vehículo utilizado el jueves en el secuestro de la familia de Crawford Sloane, ha explotado violentamente hace unos minutos. Han muerto al menos tres personas, y se han producido varios heridos. La policía se dirigía al lugar para inspeccionar la furgoneta cuando se produjo la explosión, en un garaje contiguo al centro comercial Center City. En ese momento estaban llegando numerosos compradores en sus coches. Todo el edificio ha resultado muy dañado. Han acudido los bomberos, ambulancias y el servicio de protección civil. Según un testigo, la escena es como una «pesadilla de Beirut».
Antes de que concluyera el boletín, los miembros del grupo especial se levantaron, arrastrando ruidosamente las sillas de la sala de juntas. Cuando enmudeció el altavoz, Partridge ya estaba fuera, corriendo hacia la sala de redacción de la planta inferior, con Rita Abrams pisándole los talones.
Los sábados, los departamentos de informativos de las emisoras de televisión estaban bastante tranquilos. La mayor parte del personal de los días laborables se quedaba en casa. Los que estaban de guardia el fin de semana notaban la ausencia del alto mando, aunque algunas veces también pasaban momentos de nerviosismo. Por esa razón su indumentaria era informal, predominaban los pantalones tejanos y los hombres iban sin corbata.
La sala principal de redacción de la CBA estaba fantasmalmente tranquila, con menos de la tercera parte de las mesas ocupadas, y Orv Richardson, el jefe de día, cubría también el boletín nacional. Joven, dispuesto y con apariencia de frescura, Richardson había llegado hacía poco a la emisora desde una sucursal. Aunque no le disgustaba su responsabilidad, el calibre de la noticia de White Plains le había puesto nervioso. Quería asegurarse de hacer lo correcto.
Así que recibió con alivio al veterano corresponsal Harry Partridge y a la realizadora Abrams cuando irrumpieron en la sala de redacción y se dirigieron a toda prisa hacia él.
Mientras Partridge echaba una ojeada al télex de la United Press y leía la historia en un monitor, Rita dijo a Richardson:
—Tenemos que empezar a emitir ahora mismo. ¿Quién tiene autoridad?
—Tengo un número.
Sujetando el teléfono contra el hombro y tras consultar una nota, el jefe de día tecleó los dígitos del vicepresidente de la CBA-News que estaba de retén en su casa. Cuando éste le contestó, Richardson le explicó la situación y le pidió autorización para dar un boletín especial. El vicepresidente exclamó:
—¡Adelante!
Lo que sucedió a continuación fue una reproducción casi idéntica al proceso del jueves, cuando se interrumpió la programación para dar la noticia del secuestro poco antes de las doce del mediodía. Las diferencias venían dadas por la naturaleza de la información y las personas involucradas. Partridge estaba en el estudio de avances, sentado en la butaca del presentador, Rita actuaba de productora ejecutiva y en la sala de control apareció otro director, llegado a toda prisa de otra parte del edificio tras oír el anuncio de un «boletín especial».
La CBA estaba emitiendo a los cuatro minutos de recibir la información de la UPI. Las otras cadenas —controladas desde los monitores de la sala de control— interrumpieron su programación casi al mismo tiempo.
Harry Partridge estuvo, como siempre, sereno y metódico, todo un profesional de altura. No daba tiempo para redactar un guión o utilizar el Teleprompter. Partridge simplemente memorizó el contenido del télex e improvisó.
El boletín especial duró dos minutos. Sólo tenían los hechos escuetos, muy pocos detalles, y no disponían de imágenes; reunieron apresuradamente unas cuantas fotos fijas —de la familia Sloane, su casa de Larchmont y el supermercado Grand Union donde se había producido el secuestro el jueves— que proyectaron por encima del hombro de Partridge. Éste prometió a los espectadores que el telediario del sábado por la noche de la CBA les ofrecería un reportaje completo, con imágenes, del siniestro de White Plains.
En cuanto se apagó la luz roja de la cámara del estudio de avances, Partridge telefoneó a Rita a la sala de control:
—Me voy a White Plains. ¿Podrás arreglarlo?
—Ya está todo a punto. Iris, Minh y yo te acompañamos. Iris realizará el reportaje de esta noche. Puedes hacer un comentario allí y ya le pondremos la voz más tarde. Tenemos un coche con chófer esperándonos.
La ciudad de White Plains tiene una larga historia que se remonta a 1661, cuando era un poblado de los indios Siwanoy, llamado Quarropas, que significa llanura blanca (White Plains) o bálsamo blanco, por los árboles que crecían allí. Durante el siglo XVIII fue un importante centro minero de hierro y un nudo de comunicaciones. En 1776, durante la guerra de independencia americana, la batalla de Chatterton Hill había desencadenado la retirada de Washington, pero ese mismo año, el congreso provincial de White Plains aprobó la declaración de independencia y la creación del Estado de Nueva York. Había vivido otros hitos, buenos y malos, pero ninguno superaba en infamia la explosión ocasionada por el cártel de Medellín y Sendero Luminoso en el aparcamiento del centro comercial Center City.
Más tarde se llegó a la conclusión de que había cierta inevitabilidad en el curso de los acontecimientos.
Durante su ronda de la noche anterior, el guardia de seguridad había anotado los números de matrícula y los modelos de los vehículos estacionados en el garaje por la noche, proceso normal de precaución contra los aprovechados que podían alegar la pérdida del resguardo del aparcamiento para abonar un solo día de pupilaje.
La presencia de una furgoneta Nissan matriculada en Nueva York ya se había detectado la noche anterior, lo cual tampoco era inusual. A veces, por diversas razones, se quedaban vehículos aparcados durante una semana o más. Pero esa segunda noche, otro vigilante, más celoso de su cometido, se había preguntado si esa furgoneta Nissan tendría algo que ver con la que buscaban en relación con el secuestro de la familia Sloane.
Hizo una anotación al respecto en su informe y el supervisor de mantenimiento, al leerla por la mañana, llamó en seguida a la policía de White Plains, que envió un coche patrulla a investigar. Según los datos de la policía, eran las 9.50.
No obstante, el supervisor de mantenimiento no esperó a que llegara la policía. Se dirigió a la furgoneta empuñando un gran manojo de llaves de automóvil que había ido acumulando a lo largo de los años. Para él era una fuente de orgullo el hecho de que hubiera pocos coches cerrados que se resistieran a su colección de llaves.
Todo ello sucedía a la hora en que los compradores del sábado empezaban a afluir al aparcamiento en sus automóviles.
El supervisor no tardó en encontrar la llave que encajaba en la cerradura de la puerta del conductor de la furgoneta Nissan. Fue lo último que hizo en los escasos segundos que le quedaban de vida.
Con un estruendo que alguien describió después como «cincuenta truenos juntos», la Nissan se desintegró en una inmensa y envolvente bola de fuego. Lo mismo le ocurrió a una parte sustancial del edificio y varios coches de los alrededores, por fortuna vacíos, aunque lo que quedó de ellos ardió salvajemente. La explosión abrió unos boquetes enormes en el edificio, por encima y por debajo de donde se hallaba la furgoneta, y por ellos cayeron en cascada los vehículos en llamas hasta los pisos inferiores.
El efecto no se limitó al edificio del garaje. La misma estructura del centro comercial Center City sufrió serios daños, y todas las ventanas y las puertas de cristal del edificio y los edificios circundantes saltaron hechas añicos. Otros escombros que salieron despedidos hacia lo alto cayeron sobre las calles adyacentes, el tráfico y los viandantes.
La impresión fue avasalladora. Cuando se aplacó el estruendo inicial se produjo un denso silencio, aparte del rumor de las llamas y los objetos que iban cayendo. Luego empezaron los gritos, seguidos por chillidos incoherentes y maldiciones, histéricas peticiones de socorro, órdenes ininteligibles y, casi inmediatamente, las sirenas que se acercaban desde todas direcciones.
Después, parecía extraordinario que el balance de pérdidas humanas, una vez contadas, no fuera más alto. Además de la muerte instantánea del supervisor de mantenimiento, dos personas murieron poco después a causa de las heridas y había cuatro heridos de gravedad, entre la vida y la muerte. Hubo otros veintidós heridos, incluyendo a media docena de niños, que fueron hospitalizados.
En conjunto, la referencia a Beirut del boletín de la United Press no parecía fuera de lugar.
Más adelante se iniciaría un debate en torno a la cuestión de si se habría producido o no la explosión si el supervisor de mantenimiento hubiera esperado la llegada de la policía. La policía decía que no, declarando que habría llamado al FBI, cuyos expertos en desactivación de explosivos habrían examinado la furgoneta, pudiendo descubrir la bomba y luego desactivarla. Pero también había escépticos que creían que la policía habría abierto la furgoneta por sus propios medios, o con las llaves del supervisor. Al final, se consideró que era una discusión estéril y terminó por ser descartada.
Sin embargo, una cosa resultaba evidente: la Nissan volada era la furgoneta que habían utilizado los secuestradores de la familia Sloane dos días atrás. La proximidad de Larchmont, la aparición de la furgoneta en el aparcamiento del centro comercial ese mismo jueves, y el hecho de que la hubieran «cargado» apoyaban esa hipótesis. Y además su matrícula, una vez comprobada en los archivos de tráfico, pertenecía a un sedán Oldsmobile de 1983. Sin embargo, en seguida se descubrió que el nombre y el domicilio de su propietario y la fecha de su póliza de seguros eran falsos; las primas del seguro y las tasas de circulación se habían pagado en efectivo, sin dejar constancia de la identidad del pagador.
Lo que significaba todo aquello era que el Oldsmobile se había retirado de la circulación, probablemente para chatarra, pero su matriculación se había mantenido en vigor para usos ilícitos. Por tanto, la matrícula de la furgoneta Nissan era ilegal, pero no estaba en la «lista negra» de la policía.
Hubo ciertas discusiones, porque uno de los testigos de Larchmont decía que la Nissan llevaba matrícula de Nueva Jersey, cuando la del garaje de White Plains era de Nueva York. Pero, como señalaron después los investigadores, era normal que los criminales le cambiaran la matrícula inmediatamente después de cometer su delito.
El comisario de policía de White Plains hizo otro comentario concluyente en la misma escena de la explosión.
—Esto ha sido, claramente, obra de avezados terroristas —dijo fríamente a la prensa.
Cuando le preguntaron si, ampliando su deducción, podían ser terroristas extranjeros los secuestradores de la familia Sloane, el comisario contestó:
—No entra dentro de mis competencias, pero yo diría que sí.
—Vamos a centrarnos en esta teoría del terrorismo internacional en nuestro reportaje de esta noche —dijo Harry Partridge a Rita y a Iris Everly, cuando oyó los comentarios del comisario.
El contingente de la CBA acababa de llegar hacía unos minutos en dos vehículos —el equipo de cámaras y sonido en un Jeep Wagoneer, y Partridge, Rita, Iris y Teddy Cooper en un sedán Chevrolet, con un chófer de la emisora— que habían recorrido los cincuenta kilómetros que les separaban del centro de Manhattan en treinta escalofriantes minutos. Junto a la aglomeración de periodistas que iban llegando, la creciente afluencia de curiosos era mantenida a raya por los cordones policiales. Minh Van Canh y el técnico de sonido, Ken O’Hara, ya estaban filmando y grabando el sonido natural del edificio siniestrado, los heridos que seguían rescatando de los escombros y los montones de vehículos retorcidos y torturados, algunos todavía en llamas. También habían recogido una improvisada rueda de prensa con las declaraciones del comisario de policía.
Tras hacer una valoración general de la situación, Partridge convocó a Minh y O’Hara y empezó a realizar entrevistas tanto a quienes estaban trabajando en las tareas de rescate como a los testigos de la explosión. Podía haber llevado a cabo ese trabajo el mismo equipo, con o sin realizador. Pero aquello le daba a Partridge una sensación de participación, de acción, de estar palpando la historia directamente por primera vez.
Ese contacto con la noticia es psicológicamente esencial para los corresponsales, al margen de su información acerca de los pormenores o los antecedentes del caso. Partridge llevaba unas cuarenta y ocho horas trabajando en el secuestro de la familia Sloane, pero, hasta ese momento, sin contacto personal con los hechos. En ciertos momentos, se había sentido enjaulado en su despacho, conectado con el mundo exterior sólo mediante un teléfono y una pantalla de ordenador. Su presencia en White Plains, por más trágicas que fueran las circunstancias, satisfacía una necesidad. Y sabía que a Rita le pasaba lo mismo. Al pensar en ella, la buscó y le preguntó:
—¿Ha hablado alguien con Crawf?
—Le he telefoneado a su casa —le contestó ella—. Iba a venir, pero le he dicho que no. Primero, porque la gente le abrumaría. Y segundo, porque la visión de lo que pueden ser capaces de hacer esos bastardos le dejaría hecho polvo.
—Pero verá las imágenes.
—Sí, claro. Irá luego a la emisora. Les también, y ya les pasaré lo que tenemos hasta ahora —le dijo, enseñándole las cintas que tenía en la mano—. Creo que tú y yo deberíamos irnos. Iris y Minh se quedarán un rato más.
—Sí, pero dame un minuto —le pidió Partridge.
Se hallaban en la tercera planta del garaje. Partridge se alejó de Rita, dirigiéndose a un rincón solitario e intacto. Desde allí se divisaba la ciudad de White Plains, cuyos habitantes se dirigían a sus habituales ocupaciones. A lo lejos corría la autopista de Nueva Inglaterra y más allá se extendían las verdes laderas de Westchester: todas ellas, escenas de normalidad en contraste con la devastación que les rodeaba.
Se había alejado de ese caos en busca de un momento de tranquilidad para recapacitar y responder a una pregunta que le atormentaba: había aceptado el compromiso de encontrar, y tal vez liberar, a Jessica, su hijo y el padre de Crawford… ¿pero tenía alguna esperanza, la más mínima, de lograrlo? En ese instante, Partridge temió que la respuesta fuera negativa.
Lo que había ocurrido allí, la constatación de lo que eran capaces de hacer sus adversarios, había sido un escarmiento. Ello planteaba nuevos interrogantes: ¿sería capaz de enfrentarse a un salvajismo tan despiadado? Ahora que se había confirmado virtualmente su conexión con el terrorismo, ¿existiría algún recurso civilizado capaz de descubrir y burlar a un enemigo tan poderoso? E incluso en el caso de que la respuesta fuera afirmativa, y a pesar del optimismo inicial del grupo de la CBA-News, ¿no era una vana presunción creer que un periodista desarmado podía conseguir el éxito donde estaban fracasando la policía, los organismos gubernamentales, los servicios de inteligencia y los del orden?
Y en cuanto a él, pensó Partridge, ésa no era una batalla limpia, la clase de guerra que, perversamente o no, le excitaba y hacía correr la sangre en sus venas. Era asquerosa y furtiva, una lucha infecta, con un enemigo desconocido y unas víctimas inocentes.
Pero, al margen de sus sentimientos personales y por razones pragmáticas, ¿debía aconsejar a la CBA que abandonara su posición comprometida y recomendarle la vuelta a su papel habitual de observación, o, si no tenía éxito, delegar su responsabilidad a otro?
Advirtió un movimiento a su espalda. Se volvió y vio a Rita.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó.
—Nunca nos habíamos metido en una cosa así —le contestó Partridge—. Con tanta responsabilidad no sólo en lo que informamos, sino en lo que hacemos.
—Ya lo sé. ¿Estabas pensando en rechazarla, en devolverles el paquete?
Rita ya le había sorprendido con anterioridad por su perspicacia.
—Pues sí —asintió él.
—No lo hagas, Harry —le rogó—. ¡No abandones! Si tú te vas, nadie será capaz de hacerlo ni la mitad de bien que tú.