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Contemplando el cadáver de Harry Partridge, Miguel se juró que nunca permitiría que volviera a suceder un fiasco como aquél.

En la primera parte de la empresa del secuestro, que era compleja y delicada, había logrado un éxito fabuloso. En esa segunda parte, que debía ser fácil y sin complicaciones, había fracasado estrepitosamente.

La lección estaba muy clara: Nada era fácil y sin complicaciones. Debía haberla aprendido hacía mucho tiempo.

Pero no se le volvería a olvidar.

¿Cuál sería su siguiente paso?

Primero, debía salir de Perú. Su vida no valdría un pimiento si se quedaba; Sendero Luminoso se encargaría de ello.

Ni siquiera podía regresar a Nueva Esperanza.

Por suerte, no le hacía falta. Antes de salir de allí, en previsión de cualquier eventualidad, había recogido todo el dinero —incluyendo la mayor parte de los cincuenta mil dólares que le había entregado José Antonio Salaverry durante su última visita a las Naciones Unidas— y lo llevaba encima en una faltriquera. En ese momento podía sentir su presencia. Incómoda, pero tranquilizadora.

Había dinero de sobra para salir de Perú y regresar a Colombia. Pretendía escabullirse por la jungla. A veinticinco kilómetros había otra pista de aterrizaje que usaban con frecuencia los pilotos colombianos del tráfico de estupefacientes. Sabía que podría comprar un pasaje a Colombia y que, una vez allí, estaría a salvo.

Si cualquiera de los hombres de Nueva Esperanza intentaba detenerle, le mataría. Pero Miguel dudaba que ninguno se atreviera. De los siete que le habían acompañado, sólo quedaban cuatro vivos. El gringo* que yacía a sus pies —cuya identidad desconocía, pero que era un buen tirador— había matado a Ramón y otros dos.

Aun en Colombia, su reputación sufriría a causa de la debacle de Nueva Esperanza, pero no por mucho tiempo. Y, a diferencia de Sendero Luminoso, los cárteles colombianos de la droga no eran fanáticos. Eran despiadados, pero al mismo tiempo pragmáticos y eficaces. Miguel poseía un talento valiosísimo como anarquista terrorista. Los cárteles le necesitarían.

Miguel se había enterado recientemente de que existía un programa a largo plazo para convertir a una serie de países medianos y pequeños en hermanos menores de Colombia dominados por cárteles de la droga. Estaba seguro de que el proyecto ofrecería oportunidades para sus habilidades especiales.

En calidad de democracia en funciones, Colombia estaba acabada. De cara a la galería, se guardaban un poco las formas, pero hasta eso estaba desapareciendo; los asesinatos ordenados por los poderosos millonarios que controlaban los cárteles estaban eliminando a la minoría cada vez más restringida que creía en los antiguos métodos legales.

Para la transformación de los demás países en réplicas de Colombia era necesaria la corrupción de las altas instancias de los gobiernos, para que los cárteles de las drogas pudieran introducirse y operar. Después, silenciosa e insidiosamente, los cárteles se harían más poderosos que los propios gobiernos. Y luego ya no habría posibilidad de vuelta atrás, como en Colombia.

Había cuatro países en cartera para ser «colombianizados»: Bolivia, El Salvador, Guatemala y Jamaica. Más tarde se añadirían otros a la lista.

Con su experiencia única y su habilidad para sobrevivir, Miguel sabía que no le faltaría trabajo en el futuro durante mucho tiempo.