2

Los contrastes de Lima, pensó Harry Partridge, eran tan absolutos y patentes como las crisis y los conflictos, políticos y económicos, que dividían amarga, a veces salvajemente, todo Perú.

La capital, una ciudad inmensa, árida y desperdigada, estaba dividida en varios segmentos, que ostentaban opulencia unos y miseria otros, con odios como flechas envenenadas entre ambos extremos. A diferencia de otras muchas ciudades que conocía, en Lima no había término medio. Caserones palaciegos rodeados por jardines primorosamente cuidados, edificados en la mejor tierra de la zona, se codeaban con barriadas infectas.

La multitud de desposeídos, los habitantes de los arrabales, la mayor parte hacinados en inmundas chabolas de cartón, eran tan desgraciados y el odio que brillaba en sus ojos tan feroz, que en sus anteriores visitas a Perú Partridge había tenido una sensación de revolución latente. En ese momento, por lo que había averiguado durante su primer día de estancia, se cocía alguna forma de insurrección a punto de estallar.

Partridge, Minh Van Canh y Ken O’Hara habían tomado tierra en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima a las 13.40. Cuando desembarcaron fue a recibirles Fernández Pabur, colaborador de la CBA en Perú y, en caso necesario, como entonces, empleado fijo.

Les ayudó a pasar los trámites de aduana ignorando la cola —parecía probable que previo pago— y luego les escoltó hasta una furgoneta Ford con chófer.

Fernández era un hombre rechoncho, cetrino y enérgico, de unos treinta y cinco años, con la boca grande y los dientes muy salidos, que mostraba a la menor ocasión en lo que él esperaba resultara una sonrisa deslumbrante. En realidad, como era indudablemente falsa, no deslumbraba en absoluto, pero a Partridge no le importaba. Lo que le gustó de Fernández, con quien ya había tratado en otras ocasiones, era que el colaborador adivinaba instintivamente lo que quería de él y lo conseguía.

Lo primero que había procurado era una suite para Partridge en un elegante hotel de cinco estrellas, el hotel César de Miraflores, y buenas habitaciones para los otros dos.

En el hotel, mientras Partridge se daba una ducha y se cambiaba de ropa, Fernández hizo unas llamadas telefónicas por encargo de Partridge para concretar su primera cita. Se trataba de un antiguo conocido suyo, Sergio Hurtado, editor de informativos de la emisora Radio Andes.

Una hora más tarde, Hurtado y Partridge se reunían en un pequeño estudio de radio habilitado a guisa de despacho.

—Harry, amigo mío, sólo puedo contarte cosas desmoralizantes —le dijo Sergio, respondiendo a su pregunta—. En nuestro país, la ley no existe. La democracia no es ni siquiera una fachada. Estamos en bancarrota en todos los sentidos. Las masacres de inspiración política están a la orden del día. El presidente tiene sus escuadrones de la muerte que hacen desaparecer a la gente impunemente. Te aseguro que estamos al borde de un baño de sangre mayor que ningún otro en toda la historia de Perú. Ojalá fuera todo mentira… Pero por desgracia no lo es.

Aun procedente de un cuerpo grotescamente obeso, la voz profunda y meliflua era tan segura y persuasiva como siempre, advirtió Partridge. No le extrañaba que Sergio controlara la mayor audiencia del país, puesto que la radio era el medio de comunicación más importante, más influyente aún que la televisión. Los telespectadores se reducían a las concentraciones de clases acomodadas de las grandes ciudades.

La butaca de Sergio crujió quejumbrosamente cuando éste movió su masa corporal. Sus papadas eran como dos salchichas gigantes. Sus ojos, que se le habían ido hundiendo en la cara con los años, eran porcinos. Su cerebro, no obstante, funcionaba de maravilla, lo mismo que su distinguida educación norteamericana, que había pasado por Harvard. Sergio apreciaba las visitas de los corresponsales norteamericanos —tenía muchas— en busca de sus bien informadas opiniones.

Después de acordar que el contenido de su conversación tendría carácter oficioso hasta el día siguiente por la tarde, Partridge le puso al corriente de la cronología del secuestro de los Sloane. Luego le preguntó:

—¿Puedes darme algún consejo, Sergio? ¿Has oído algo que me pueda interesar?

Su interlocutor negó con la cabeza:

—No me he enterado de nada, lo cual no es sorprendente. Sendero Luminoso sabe guardar sus secretos, sobre todo porque mata a quienes cometen indiscreciones. La vida es un buen incentivo para no abrir la boca, pero intentaré ayudarte efectuando un sondeo. Tengo confidentes repartidos por muchos sitios.

—Gracias.

—En cuanto a tu crónica de mañana por la noche, te conseguiré cinta para el satélite y la adaptaré para mi propio uso. Mientras tanto, aquí no nos faltan temas desgraciados. Este país se está yendo al garete política y económicamente y en todos los demás ámbitos.

—La información que nos llega sobre Sendero Luminoso es contradictoria. ¿Están ganando fuerza realmente?

—Pues sí. Y no sólo son más fuertes cada día, sino que controlan más el país. Por eso es tan difícil la tarea que te ha traído aquí, casi diría que imposible. Suponiendo que los secuestradores estén aquí, hay miles de sitios donde esconderse. Pero me alegro de que hayas venido a hablar conmigo antes que nada porque te daré un consejo.

—¿Cuál?

—No acudas a las instancias oficiales, o sea la policía o las fuerzas armadas peruanas. De hecho, evítalos como aliados, porque no son de fiar, si es que lo han sido alguna vez. A la hora de asesinar y mutilar, no son mejores ni menos despiadados que Sendero Luminoso, desde luego.

—¿Hay ejemplos recientes?

—Montones. Puedo contarte algunos, si quieres.

Partridge ya había empezado a pensar en la crónica que mandaría para Últimas Noticias. Ya había hablado con Rita Abrams de realizar, cuando ésta llegara el sábado con Bob Watson, un reportaje para la edición del lunes. Partridge esperaba disponer de sabrosos bocados proporcionados por Sergio Hurtado y compañía.

—Dices que la democracia no existe —le preguntó—, ¿es una figura retórica o la pura verdad?

—No es sólo verdad. A un gran sector de la población le da exactamente igual la presencia o la ausencia de la democracia.

—Eso es muy fuerte, Sergio.

—Te lo parece, Harry, desde tu punto de vista parcial. Los americanos consideráis la democracia como el remedio para todos los males, el jarabe que hay que tomarse tres veces al día por prescripción médica. En vuestro país funciona ergo debe funcionar para todo el mundo. Pero la ingenua América olvida que, para que funcione una democracia, la mayor parte de la población ha de poseer algo personal que merezca la pena preservar. Y en general, la mayor parte de los latinoamericanos no lo tienen. Y la cuestión siguiente, naturalmente, es ¿por qué?

—Exacto, ¿por qué?

—En las áreas más deprimidas del mundo, incluida la nuestra, hay dos sectores principales de población: la gente razonablemente educada y rica por un lado; y por otro, los ignorantes y los desgraciados, generalmente condenados al paro. El primer grupo se reproduce moderadamente, el segundo como conejos, creciendo de manera inexorable… como una bomba humana dispuesta a destrozar al primer grupo, con el tiempo —explicó Sergio gesticulando—. No tienes más que salir a la calle y esperar a que ocurra.

—¿Y hay alguna solución?

—Podría tenerla tu país. No distribuyendo armas o dinero, sino invadiendo el mundo de equipos de educadores para controlar la natalidad, igual que el Peace Corps de Kennedy. Bueno, tardarían varias generaciones, pero el control de natalidad podría salvar al mundo.

—¿No se te olvida una cosa? —inquirió Partridge.

—Si te refieres a la Iglesia Católica, te recuerdo que yo soy católico. Y también tengo muchos amigos católicos, de categoría, educación y buena posición. Curiosamente, casi todos tienen familias poco numerosas. Y yo me pregunto: ¿es que han reprimido sus inclinaciones sexuales? Conociéndoles, estoy seguro de que no. De hecho, algunos confiesan sin rodeos su total oposición al dogmatismo de la Iglesia acerca de la contracepción, que, dicho sea de paso, es un dogma humano. Con ayuda de los Estados Unidos —añadió—, las voces de protesta contra ese dogma se harían cada vez más fuertes.

—Hablando de confesiones —intervino Partridge—, ¿accederías a repetir ante las cámaras lo que hemos estado discutiendo?

Sergio levantó las palmas de las manos.

—Bueno, querido Harry, ¿por qué no? Quizá una de las cosas que me ha inculcado tu país es el amor a la libertad de expresión. Aquí hablo con toda libertad por la radio, aunque algunas veces me pregunto cuánto tiempo más me dejarán seguir haciéndolo. Lo que digo disgusta tanto al gobierno como a Sendero Luminoso, y ambos tienen armas y municiones. Pero uno no puede vivir eternamente, así que, sí, Harry, lo haré por ti.

Bajo toda aquella grasa, reconoció para sí Partridge, había una persona valerosa y de principios.

Antes de llegar a Perú, Partridge ya había decidido que no había más que una fórmula para localizar a las víctimas del secuestro, y consistía en actuar como un corresponsal de televisión en circunstancias normales: hablando con sus contactos, buscando otros nuevos, husmeando en busca de información, viajando adonde pudiera, haciendo preguntas, muchísimas preguntas, sin dejar de esperar que, en cualquier momento, algún retazo de información emergiera y diera una clave, una pista del lugar donde se hallaban los prisioneros.

Después, naturalmente, se plantearía el problema del rescate. Pero eso ya se vería cuando llegara el momento.

A menos que hubiera suerte y sucediera algo inesperado, Partridge estaba convencido de que el proceso iba a ser agotador, lento y aburrido.

Prosiguiendo con sus rutinas de enviado especial de televisión, fue a visitar Entel-Perú, la red nacional de telecomunicaciones, cuyas oficinas estaban en el centro de Lima. Entel sería la base de la CBA para la comunicación con Nueva York, incluyendo las transmisiones vía satélite. Cuando llegaran los equipos de las otras emisoras de noticias, probablemente al cabo de un par de días, utilizarían el mismo servicio.

Víctor Velasco era el jefe de la división internacional de Entel, un hombre desbordado de trabajo, con quien Fernández Pabur ya se había puesto en contacto. De unos cuarenta años, bastantes canas y una expresión de permanente preocupación, Velasco dejó claro que tenía otros problemas que resolver cuando dijo a Partridge:

—Ha sido difícil encontrarle sitio, pero ya tenemos una cabina para su montador y su equipo, y dos líneas telefónicas. Necesitarán todos ustedes distintivos de seguridad.

Partridge sabía que en países como Perú, mientras los políticos y los jefes militares se pavoneaban y se enriquecían, los tecnócratas como Velasco —concienzudos, agobiados de trabajo y mal pagados— eran quienes realmente hacían funcionar el país. Partridge se había traído del hotel un sobre con mil dólares, que le tendió discretamente.

—Una pequeña gratificación por las molestias, señor Velasco. Volveré a verle antes de irme.

De momento, Velasco pareció turbado y Partridge se preguntó si se lo rechazaría. Luego, tras echar un vistazo al contenido del sobre y advertir los dólares, Velasco asintió y se lo metió en el bolsillo.

—Gracias. Y si necesita alguna otra cosa…

—Seguramente —contestó Partridge—. Es de lo único que estoy seguro.

—¿Por qué has tardado tanto, Harry? —le preguntó Manuel León Seminario cuando Partridge le telefoneó desde su hotel poco antes de las cinco de la tarde, al salir de Entel-Perú—. Te estaba esperando desde el día que hablamos.

—Tenía un par de cosas que hacer en Nueva York.

Partridge recordaba su conversación telefónica con el editor de la revista Escena; habían pasado diez días, y entonces la relación del secuestro de la familia Sloane con Perú no era más que una conjetura.

—Manuel, no sé si tendrás algún compromiso para cenar esta noche.

—Pues sí. He de ir a cenar a La Pizzeria a las ocho, con un tal Harry Partridge…

A las 20.15 estaban saboreando un pisco, el popular cóctel peruano, picante y delicioso. La Pizzeria era una combinación de bar y restaurante tradicional, frecuentado por la mejor sociedad limeña.

El propietario de la publicación, menudo y apuesto, con una perilla muy bien recortada, llevaba unas gafas Cartier a la última moda y un traje de Brioni. Había traído consigo a la mesa un fino portafolios de cuero de color burdeos.

Partridge ya le había revelado el motivo de su visita a Perú.

—Por lo visto, aquí las cosas están bastante negras…

Seminario suspiró.

—Pues sí, es cierto. Pero, en fin, nosotros siempre hemos vivido entre dos aguas… ¿Cómo decía Milton…? Can make a heav’n of hell, a hell of heav’n[4]. Los limeños* somos como unos supervivientes, y eso intento reflejar en la portada de Escena.

Abrió su portafolios.

—Mira, ésta es la portada de esta semana y ésa la composición del número siguiente. Creo que juntas son muy expresivas.

Partridge miró primero la portada terminada. Era una fotografía en color de la azotea de un edificio bastante alto del centro de la ciudad. La azotea estaba sembrada de cascotes, obviamente de alguna explosión. En el centro de la foto, el cadáver de una mujer, boca arriba. Parecía joven; su rostro, intacto, era hermoso. Pero le habían volado el vientre y sus entrañas estaban desparramadas alrededor de su cuerpo. Pese a su familiaridad con escenas cruentas, Partridge se estremeció.

—Te ahorraré la lectura del artículo, Harry. Había una convención comercial al otro lado de la calle. La mujer, una activista de Sendero Luminoso, iba a reventar el local. Por fortuna para la convención, aunque no para ella, la bomba casera estalló antes de hora.

Partridge contempló la fotografía y luego desvió la mirada.

—Creo que Sendero Luminoso es cada vez más activo en Lima…

—Demasiado. Su gente se mueve por ahí libremente. El fracaso de esta bomba ha sido una excepción. La mayor parte funciona. Sin embargo, observa la portada del próximo número —le dijo el editor pasándosela.

Era todo erotismo y provocación, rozando la pornografía. Una joven esbelta, de unos diecinueve años, apenas tapada por un bañador minúsculo, tumbada sobre una almohada de seda, con la cabeza hacia atrás, el rubio cabello desparramado, los labios entreabiertos, los ojos cerrados y las piernas abandonadas.

—La vida sigue y siempre hay una cara y una cruz, hasta en Perú —dijo el editor—. Bueno, Harry, vamos a pedir la cena y luego te haré algunas sugerencias para procurar que tu vida siga también.

La cocina era italiana y excelente, el servicio impecable. A los postres, Seminario se recostó un poco en su asiento.

—Debes tener en cuenta una cosa: es posible que Sendero Luminoso ya esté al corriente de tu presencia. Tiene espías por todas partes. Pero si no lo sabe, no tardará en enterarse, probablemente mañana, en cuanto la CBA emita tu crónica, que tendrá bastante repercusión. O sea que, para empezar, busca un guardaespaldas, sobre todo si pretendes salir por la noche.

Partridge sonrió:

—Creo que ya tengo uno.

Fernández Pabur se había empeñado en recoger a Partridge en su hotel y acompañarle hasta el restaurante. Dentro de la furgoneta iba un hombre, fornido y taciturno, con aspecto de boxeador. Por el bulto de su americana, iba armado. Cuando llegaron a su destino, el hombre se apeó primero del coche, mientras Fernández y Partridge esperaban a que les hiciera una seña para salir. Partridge no había hecho preguntas, pero Fernández le dijo:

—Le esperaremos aquí.

Era de suponer que su escolta seguía allí.

—Bien —asintió Seminario—. Tu hombre sabe lo que hace. ¿Vas armado?

Partridge negó con la cabeza.

—Pues deberías. Casi todos vamos armados. Y como dicen los de American Express, «No salga de casa sin ella». Otra cosa: no vayas a Ayacucho, el feudo de Sendero Luminoso. Se enterarían y sería un suicidio.

—Es posible que tenga que ir.

—Quieres decir en caso de que yo, o quienes te ayudemos, averigüemos dónde están retenidos tus amigos. Entonces, deberás actuar amparándote en la sorpresa, haciendo un viaje relámpago. No hay otra posibilidad, y tendrás que ir en un avión alquilado. Hay pilotos dispuestos a hacerlo si les pagas lo suficiente.

Cuando terminaron se habían marchado casi todos los demás clientes y el restaurante estaba cerrando.

Fuera le estaban esperando Fernández y el guardaespaldas.

Mientras se dirigían a su hotel, Partridge preguntó a Fernández:

—¿Puedes conseguirme una pistola?

—Claro. ¿Tienes alguna preferencia?

Partridge reflexionó. La naturaleza de su trabajo le había familiarizado con las armas y sabía manejarlas.

—Me gustaría una Browning de nueve milímetros. Con silenciador.

—Te la traeré mañana. Por cierto, ¿necesitas planificar alguna otra cosa?

—Lo mismo que hoy. Seguir viendo gente.

Y Partridge añadió mentalmente: Y así días y días… hasta que surja algo.