9

La tensión se relajó en el despacho de Alberto Godoy.

Ahora que había satisfecho las exigencias de sus visitantes de la televisión, disipando la amenaza pendiente sobre su cabeza, el director de pompas fúnebres se tranquilizó. Al fin y al cabo, se dijo Godoy, no había hecho nada ilegal vendiendo los tres ataúdes a Novack o como se llamara. ¿Cómo iba a saber él que aquellos malditos ataúdes estaban destinados a fines criminales? Oh, claro, había sospechado de Novack las dos veces que estuvo allí, y no se había creído ni una palabra de sus explicaciones. Pero a ver quién conseguía demostrar una cosa así. ¡Imposible!

Las dos cosas que más le habían preocupado de todo ese jaleo eran las tasas municipales de los dos primeros ataúdes, que cobró pero no había declarado, y el hecho de haber amañado sus libros para que no apareciera por ninguna parte el ingreso de diez mil dólares de Novack. Si la inspección de hacienda se enteraba, le meterían en un buen lío. Bueno, pero los plumíferos de la tele le habían prometido no revelar sus trapicheos y él creía que cumplirían su palabra. Según tenía entendido, los periodistas utilizaban ese tipo de tratos para conseguir información. Y ahora que había pasado todo, él tenía que admitir que había sido muy instructivo verles trabajar. Pero desde luego, no diría ni una puñetera palabra de lo que le había ocurrido si aquel maricón de Semana andaba por ahí.

—Si me da un papel —le dijo Don Kettering señalando los dos montoncitos de billetes que había sobre la mesa—, le firmaremos un recibo por el dinero que nos vamos a llevar.

Godoy abrió un cajón de su mesa donde guardaba el material de escritorio y sacó un folio. Cuando iba a cerrar el cajón, advirtió una página arrancada de una libreta, con una inscripción de su puño y letra. La había metido allí hacía más de una semana y se le había olvidado hasta entonces.

—¡Eh, aquí hay algo…! La segunda vez que vino Novack…

—¿Qué es? —inquirió Partridge con brusquedad.

—Les dije que vino en un coche fúnebre, un Cadillac, con un chófer, en el que se llevó el ataúd.

—Sí.

Godoy enarboló la hojita de papel:

—Es la matrícula del coche fúnebre. La anoté, la metí ahí y se me olvidó.

—¿Por qué se le ocurrió hacer tal cosa? —le preguntó Kettering.

—No sé, una corazonada… —Godoy se encogió de hombros—. ¿Qué más da?

—Desde luego —repuso Partridge—. Pero gracias, de todos modos. Lo investigaremos.

Dobló el papel y se lo metió en un bolsillo, aunque no tenía mucha fe en la pista. Recordó que la matrícula de la furgoneta Nissan que explotó en White Plains no había conducido a ninguna parte. De todas formas, había que seguir todas las pistas, sin despreciar ninguna.

Los pensamientos de Partridge se centraron más en sus cometidos periodísticos. Razonó que parte de lo que habían descubierto, incluyendo la intervención de Ulises Rodríguez, tendría que salir al aire antes o después, seguramente durante los próximos días. Había unos límites para la retención de información en la CBA; aunque les había acompañado la suerte hasta el presente, en cualquier momento podía cambiar la situación. Además, trabajaban en un medio de comunicación. Partridge se entusiasmó ante la perspectiva de informar de sus progresos y decidió empezar ya mismo a considerar su planteamiento.

—Señor Godoy —le dijo—, tal vez hayamos empezado con el pie izquierdo, pero ha sido usted muy amable con nosotros. ¿Le gustaría grabar una secuencia repitiendo todo lo que acaba de contarnos?

La idea de salir en la tele, y en una gran emisora nada menos, resultó muy atractiva para Godoy. Luego pensó que la publicidad le expondría a toda clase de preguntas, incluidas las relativas a los impuestos que tanto le habían preocupado hacía un momento.

—No, gracias —repuso, sacudiendo la cabeza.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Partridge añadió:

—No es imprescindible dar su nombre, ni que se le vea la cara. Podemos hacerle una entrevista en contraluz para que los espectadores vean sólo su silueta. Incluso podríamos distorsionar su voz.

—Sonará como si saliera de un molinillo de café —le dijo Kettering—. No le reconocería ni su propia esposa. Venga, Godoy, no tiene nada que perder… Tenemos un cámara en la calle, un auténtico experto, y usted nos habrá ayudado a rescatar a los rehenes…

—Bueno… —vaciló el empresario de pompas fúnebres—. ¿Me prometen ustedes que guardarán mi nombre en secreto, y no se lo revelarán a nadie?

—Se lo prometo —dijo Partridge.

—Yo también —añadió Kettering.

—Lo mismo digo —terminó Mony.

Kettering y Partridge se miraron brevemente, conscientes de que la promesa que acababan de hacer y que pensaban mantener —como todos los periodistas honrados, en cualquier circunstancia— podía llegar a acarrearles problemas. El FBI, por ejemplo, entre otros, podía poner objeciones a su secreto, exigiendo que revelaran la identidad del sujeto de la silueta. Bueno, de eso se encargarían los abogados de la compañía; ya habían sucedido conflictos parecidos otras veces.

Partridge recordó que en 1986, la NBC había conseguido una entrevista, buscadísima pero controvertida, con el terrorista palestino Mohammed Abul Abbas. Después hubo una avalancha de críticas contra la NBC, no sólo por hacer la entrevista, sino por el pacto previo —que la emisora cumplió— de no desvelar su paradero. Participaron en el revuelo incluso algunos profesionales de los medios de comunicación, aunque fue claramente por pura envidia. Mientras proseguían las discusiones, el portavoz del Departamento de Estado norteamericano bufaba y echaba humo y el Departamento de Justicia amenazó con citaciones e interrogatorios a todo el equipo de televisión, pero al final no pasó nada. (El secretario de Estado, George Shultz, sólo comentó sobre el particular: «Yo creo en la libertad de prensa»).

El hecho es que las emisoras de radiotelevisión, y todo el mundo lo sabe, tienen su ley dentro de la ley. Por una sencilla razón: pocos departamentos del gobierno y pocos políticos quieren atacarlas a nivel legal. Además, el periodismo del mundo libre en conjunto representa la denuncia, la libertad y la integridad. Desde luego, hay excepciones; no se respetan los valores tanto como sería deseable porque los periodistas también son humanos. Pero quien se opusiera inexorablemente a los ideales del periodismo tenía todas las posibilidades de estar en el lado «sucio», en lugar del lado «limpio». Mientras Harry Partridge reconsideraba esos fundamentos de su oficio, Minh Van Canh se estaba preparando para filmar la entrevista de Alberto Godoy, que sería llevada a cabo por Don Kettering.

Partridge sugirió que Don Kettering hiciera la entrevista, en parte porque el comentarista económico deseaba a ojos vistas seguir participando en el tema del secuestro de los Sloane; al fin y al cabo, era un asunto que les tocaba a todos de cerca en la división de informativos. Además, había otros aspectos de la historia que Partridge pretendía manejar personalmente.

Ya había decidido ir a Bogotá en cuanto le fuera posible. Aunque compartía la opinión de su colega colombiano de la radio acerca de que Ulises Rodríguez no se hallaba en el país, Partridge creía que había llegado el momento de empezar su propia búsqueda en América Latina, y Colombia era, evidentemente, el mejor sitio para empezar.

Minh Van Canh anunció que estaba listo para rodar.

Minutos antes, cuando le llamaron y penetró en el establecimiento, Minh decidió filmar la entrevista en el sótano, junto a la exposición de ataúdes. Debido a la toma en contraluz, se vería poca cosa de la sala; sólo la pared del fondo, a la espalda de Godoy, estaría iluminada por los focos. Sin embargo, junto a la silueta de Godoy se dibujaba la de un ataúd, produciendo un ingenioso efecto visual, muy macabro. La distorsión de la voz del empresario de pompas fúnebres se efectuaría más tarde, en el laboratorio de sonido de la CBA-News.

Ese día no les acompañaba ningún técnico de sonido y Minh utilizaba un equipo individual, una Betacam con cinta de media pulgada que incorporaba imagen y sonido. También había llevado un pequeño monitor de visionado y lo colocó de forma que Godoy pudiera ver en todo momento lo que enfocaba la cámara: era un procedimiento calculado para que el entrevistado se sintiera más relajado en circunstancias especiales como ésta.

Godoy no sólo se tranquilizó, estaba divertidísimo:

—¡Oye…! Sois la monda los de la prensa —dijo a Kettering, que estaba sentado a su lado, fuera del campo visual.

Kettering, que tenía sus propias ideas acerca de cómo iba a conducir la entrevista, le devolvió una ligerísima sonrisa mientras repasaba las notas que acababa de garabatear. Cuando Minh se lo indicó con la cabeza, empezó, dejando unos minutos para la introducción, que escribiría después, para encabezar lo que iban a grabar en ese momento.

—La primera vez que vio usted al hombre que hemos identificado como el terrorista Ulises Rodríguez, ¿cuál fue la impresión que le causó?

—Pues ninguna en especial, me pareció una persona corriente. Godoy decidió que aun anónimamente, no pensaba admitir sus sospechas sobre el tal Novack alias Rodríguez.

—Entonces, ¿no le pareció raro que quisiera comprarle dos ataúdes primero y más tarde un tercero?

La silueta se encogió de hombros:

—¿Por qué? Es mi negocio.

—Ha dicho usted por qué. —Repitiendo las palabras de Godoy, Kettering les infundió un tono de escepticismo—. ¿No es una venta bastante inusual?

—Bueno, tal vez… un poco.

—Y usted, como empresario de pompas fúnebres, ¿no suele vender más bien el servicio completo, con todo incluido?

—En general, sí.

—De hecho, antes de realizar esas dos ventas al terrorista Rodríguez, usted nunca, nunca, había vendido ataúdes sueltos, ¿no es cierto?

Kettering estaba especulando, pero pensó que Godoy no lo sabía, y en una grabación no mentiría.

—Pues no —murmuró Godoy.

La entrevista estaba tomando un cariz inesperado. En la media luz miró a Kettering, pero el periodista volvió a la carga.

—En otras palabras, su respuesta es que usted nunca había vendido ataúdes por ese procedimiento.

—Yo pensé —el empresario de pompas fúnebres alzó la voz— que no era asunto mío lo que hiciera con ellos.

—¿Se le ocurrió a usted en algún momento comunicárselo a las autoridades, a la policía, por ejemplo, y decirles: «Miren, me han hecho una petición muy extraña, una cosa que nunca me habían encargado hasta ahora, y me he preguntado si ustedes querrían investigar»? ¿Llegó a plantearse tal cosa?

—Pues no. No tenía motivos.

—¿Porque no le pareció sospechoso?

—Exacto.

Kettering arremetió contra él:

—Entonces, si no le pareció sospechoso, ¿por qué, en la segunda ocasión en que Rodríguez le visitó, anotó usted furtivamente el número de matrícula del coche fúnebre que llevó para recoger el ataúd? ¿Y por qué ha ocultado esa información hasta hoy?

—¡Oiga usted! —rugió Godoy—. No se crea que porque le he revelado una información confidencial…

—Perdón, señor director funerario. Usted no ha dicho que fuera confidencial.

—Bueno, pero se sobreentendía.

—No es exactamente lo mismo. Y por cierto, tampoco dijo usted que fuera confidencial, antes de esta entrevista, la información respecto al precio de esos tres ataúdes, a saber la módica suma de diez mil dólares; ¿no era un precio exagerado para esa clase de ataúdes?

—El comprador no se quejó. ¿Por qué se queja usted?

—Tal vez no se quejara porque tenía sus razones. —La voz de Kettering se hizo glacial y acusadora—. ¿No será que pidió usted esa elevada suma porque sabía perfectamente que el hombre se la pagaría, y se aprovechó de aquella situación tan irregular y tan sospechosa para sacar tajada?

—Mire, no tengo por qué aguantar todo esto. ¡Olvídense! ¡Se acabó!

Furioso, Godoy se levantó de su asiento y se alejó, tirando del hilo del micrófono. Su dirección le obligó a acercarse a la Betacam, y Minh, enfocándole por acción refleja, tomó un primer plano de su cara plenamente iluminada, con lo cual Godoy violó su propia confidencialidad. Más tarde se planteó la discusión de si debían utilizar esa secuencia o no.

—¡Hijo de tu madre! —espetó Godoy a Kettering.

—A mí tampoco me cae usted demasiado bien —replicó el comentarista económico.

—Oiga —Godoy se dirigió a Partridge—, anulo el trato. No usen ustedes esto, ¿entendido? —dijo señalando la Betacam.

—Le he entendido perfectamente —le contestó Partridge—. Pero no puedo garantizarle que no lo usemos. Es una decisión de la emisora.

—¡Fuera de aquí ahora mismo!

Alberto Godoy echaba chispas mientras el cuarteto de la CBA desmontaba los trastos de filmación y salía a toda prisa de su establecimiento.

Durante el trayecto de vuelta, Don Kettering anunció:

—Me dejaréis en cuanto lleguemos a Manhattan. Quiero empezar a rastrear los billetes marcados y puedo telefonear desde el despacho de Lex.

—¿Puedo acompañarle? —preguntó Jonathan Mony mirando a Partridge—. Me encantaría ver cómo acaba la segunda parte de lo que hemos hecho hoy.

—Por mí, encantado —le aseguró Kettering—. Si Harry está de acuerdo, te enseñaré algunos trucos del oficio.

Partridge aceptó y se separaron en cuanto cruzaron el puente Queensboro. Mientras el Jeep Wagoneer seguía su camino hacia la sede de la CBA-News, Kettering y Mony tomaron un taxi hasta el despacho de unos corredores de bolsa de Lexington Avenue, cerca del hotel Summit.

Penetraron en una espaciosa sala donde unas dos docenas de personas —unas sentadas y otras de pie— estaban observando una pantalla sobreelevada que iba ofreciendo velozmente las cotizaciones de bolsa. El suelo estaba enmoquetado de verde oscuro, contrastando con las paredes, pintadas de verde claro; había varias filas de butacas tapizadas de mezclilla verde y naranja. Algunos de los que observaban las cifras bursátiles tomaban notas en sus cuadernos; otros parecían menos interesados. Un joven asiático estaba estudiando unas partituras; otros leían el periódico e incluso algunos sesteaban.

En una de las paredes había una formación de ordenadores y extensiones telefónicas, con letreros que indicaban: DESCOLGAR PARA OPERAR. Algunos estaban funcionando; pese al tono moderado de las voces, se podían oír retazos de sus conversaciones:

—¿Has comprado dos mil? Vende.

—¿Puedes conseguir quinientas a dieciocho? Adelante.

—De acuerdo, sácalas a quince veinticinco.

La recepcionista que estaba al fondo de la sala vio entrar a los dos periodistas y, con una sonrisa de bienvenida a Kettering, descolgó un teléfono. A su espalda había varias puertas, algunas de ellas abiertas, que conducían a los despachos interiores.

—Echa un vistazo —dijo Kettering a Mony—. Esta clase de negocio pronto pasará a la historia; éste es uno de los últimos que quedan. La mayor parte ha desaparecido, igual que los despachos de bebidas clandestinos cuando se levantó la prohibición.

—Pero el mercado de valores no ha desaparecido.

—Cierto. Pero los corredores de bolsa han hecho cuentas y han descubierto que los negocios como éste no son rentables. Viene demasiada gente a pasar el rato, o sólo por curiosidad. Y luego se les sumaron los vagabundos en invierno. ¿No es un sitio estupendo para pasar el día tranquilo y calentito? Pero por desgracia, los vagabundos no generan demasiados corretajes de bolsa.

—Podrías hacer un reportaje —dijo Mony—. En plan nostálgico, antes de que muera el último.

Kettering le miró con vivacidad:

—Es una idea fantástica, amiguito. ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí? Lo propondré en la Herradura la semana que viene.

Se abrió una de las puertas detrás de recepción, por la que salió un hombre cejijunto y fornido, que recibió calurosamente a Kettering.

—Don, me alegro de verte. Hacía mucho tiempo que no venías por aquí, aunque nosotros somos fieles seguidores de tus crónicas. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Gracias, Kevin. —Kettering presentó a Mony—. Mi joven colega, Jonathan, querría averiguar qué acciones puede comprar hoy para que mañana se hayan cuadruplicado. Bueno, aparte de eso, ¿podría utilizar una mesa y un teléfono durante una media hora?

—Respecto a la mesa y el teléfono, no hay problema. Pasa a mi despacho y usa los míos, estarás más tranquilo. Y en cuanto a lo otro… lo siento, Jonathan, pero nuestra bola de cristal no funciona. Si la cosa se arregla antes de que os vayáis, ya te avisaré.

Les condujo a un pequeño despacho, muy confortable, con una mesa de caoba, dos butacas de cuero, el inevitable ordenador y un teléfono. El rótulo de la puerta indicaba su nombre: «Kevin Fane».

—Sin cumplidos —dijo Fane—, voy a pediros café y unos bocadillos.

Cuando se quedaron solos, Kettering dijo a Mony:

—Cuando Kevin y yo estábamos en la Universidad, en verano trabajamos juntos como mensajeros en la bolsa de Nueva York y hemos seguido siendo amigos desde entonces. ¿Quieres un consejo profesional?

—Claro —repuso Mony.

—Cuando seas reportero, lo cual no es una suposición tan descabellada, mantén siempre vivos los contactos, no sólo a alto nivel, sino a todos los niveles, aliméntalos como estamos haciendo ahora. Es una forma de conseguir información, a veces donde o cuando menos te lo esperas. Recuerda también que a la gente le gusta colaborar con los periodistas de televisión; el mero hecho de prestarte un teléfono les hace sentirse partícipes, y en cierto modo te lo agradecen.

Mientras hablaban, Kettering se había sacado del bolsillo interior de la americana los billetes de cien dólares de Alberto Godoy, y los diseminó por encima de la mesa. Abrió un cajón y sacó una hoja de papel para ir tomando notas.

—Primero probaremos suerte con los que llevan inscrito un nombre. Después, si hace falta, nos centraremos en los que sólo llevan un número de cuenta.

Cogió un billete y leyó en voz alta:

—James W. Mortell. Estos cien han pasado por sus manos en alguna ocasión. Jonathan, búscalo en el listín de teléfonos de Manhattan, a ver si lo encuentras.

A los pocos segundos, Mony anunció:

—Ya está.

Leyó el número en voz alta, mientras Kettering pulsaba las teclas del teléfono.

A la segunda llamada, contestó una voz femenina:

—Mortell, instalaciones de fontanería.

—Buenos días, ¿está el señor Mortell, por favor?

—Está trabajando. Soy su mujer. ¿Quiere algún recado?

No sólo amable, sino joven y encantadora, pensó Kettering.

—Gracias, señora Mortell. Soy Don Kettering, el comentarista económico de la CBA-News.

Se produjo una pausa y luego una respuesta vacilante:

—¿Es una broma?

—No, señora, no es una broma. —Kettering hablaba afablemente, con naturalidad—. La CBA está haciendo una encuesta y hemos pensado que el señor Mortell podía ayudarnos. En su ausencia, tal vez pueda hacerlo usted misma.

—¡Es usted Don Kettering! He reconocido su voz. ¿En qué puedo ayudarle? —Risita—. A menos que tenga un escape de agua…

—Bueno, en este momento no, pero lo tendré en cuenta cuando me ocurra. En realidad, se trata de un billete de banco que lleva inscrito el nombre de su marido.

—No habremos hecho nada malo, supongo.

—En absoluto, señora Mortell. Es sólo que ese billete ha pasado por las manos de su marido y yo estoy intentando descubrir su procedencia.

—Bueno —dijo la mujer vacilando un poco—, algunos de nuestros clientes nos pagan al contado, incluso con billetes de cien. Pero nunca les hacemos preguntas.

—No tienen motivos, tampoco.

—Luego, cuando ingresamos los billetes en el banco, a veces el cajero escribe el nombre en ellos. Creo que no se puede, pero lo hacen. —Una pausa—. Una vez se lo pregunté. El cajero me dijo que hay tantas falsificaciones que lo hacen por precaución, para protegerse.

—¡Ajá! Precisamente lo que yo imaginaba, y de ahí seguramente procede la marca de este billete. —Mientras hablaba, Kettering miró a Mony, con el pulgar en alto—. ¿Tiene inconveniente, señora Mortell, en darme el nombre de su banco?

—Pues no, ninguno. Es el Citybank.

Y le dio la dirección de una agencia de la parte alta de la ciudad.

—Muchas gracias, es justo la información que necesitaba.

—Un momento, señor Kettering. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

—¿Va a salir esto en el noticiario? Y en tal caso, ¿cómo enterarme, para no perdérmelo?

—Facilísimo. Señora Mortell, ha sido usted tan amable que le prometo que el día que salga la llamaré personalmente para avisarla.

Cuando Kettering colgó el teléfono, Jonathan Mony dijo:

—Pensaba que aprendería algo. Y así ha sido.

—¿El qué?

—Cómo camelarse a la gente.

Kettering sonrió. Ya había decidido que, puesto que la señora Mortell tenía una voz tan encantadora con aquel deje de invitación, en lugar de telefonearla, iría a verla personalmente. Anotó su dirección, era en la parte alta de la ciudad, no muy lejos de allí. Podía salir decepcionado, por supuesto. Las voces podían engañar, y cabía la posibilidad de que fuera gorda y vieja, aunque su instinto le decía lo contrario. Otra de las cosas que aprendería indudablemente Jonathan en su momento, era una de las ventajas complementarias de trabajar en la televisión: las frecuentes oportunidades que, si uno se lo proponía, podían desembocar en aventuras eróticas muy agradables.

Cogió otro billete de cien.

—Probemos con éste —dijo a Mony, señalando el listín de teléfonos—. Dice Hermanos Nicolini.

Resultó ser una panadería y pastelería, en la Tercera Avenida. El hombre que contestó dio prueba de suspicacia al principio, y al cabo de un par de preguntas pareció inclinado a colgar. Pero Kettering insistió muy cortésmente y le convenció. Al final, consiguió el nombre del banco donde ingresaban regularmente las ganancias de la tienda, billetes de cien incluidos. Se trataba del American-Amazonas Bank, en Dag Hammarskjöld Plaza.

Los dos nombres siguientes no venían en la guía de teléfonos de Manhattan.

El siguiente billete dio mejor resultado, en el sentido de la voluntad de cooperar del director de una tienda de ropa masculina. Les reveló que la tienda trabajaba con el banco Leumi, en la sucursal de la Tercera Avenida con la calle Sesenta y siete.

Hubo otro nombre ilocalizable. El siguiente les condujo a una mujer desconfiada e insultante, a la que Kettering no logró convencer, dándose por vencido.

La quinta llamada les puso en contacto con un anciano de ochenta y seis años, que vivía en un apartamento de la East End Avenue. Estaba demasiado débil para hablar por teléfono, y era su enfermera la que transmitía los recados, aunque se notaba que él estaba perfectamente lúcido. Se le oía cuchichear animadamente que su hijo, que era dueño de varios clubes nocturnos, solía ir muy a menudo a verle y le daba algún billete de cien dólares, que él ingresaba en una cuenta bancaria donde, declaró el octogenario con un cloqueo, metía sus ahorrillos para la vejez. Ah, sí, la cuenta la tenía en el American-Amazonas Bank de Dag Hammarskjöld Plaza.

La siguiente llamada desembocó en un restaurante de especialidades de pescado, cerca de Grand Central, donde Kettering habló largo y tendido con varias personas, ninguna de las cuales quiso asumir la responsabilidad de revelarle nada importante. Al final se puso el dueño del negocio, que declaró con cierta impaciencia:

—¡Qué demonios! Claro que puedo decirle con qué banco trabajo; a cambio, espero que nos cite usted en el telediario. Bueno, la agencia está en esa maldita plaza que nunca sé cómo se pronuncia… Dag Hammarskjöld, y es el American-Amazonas.

Cuando colgó, Kettering recogió los billetes de cien, diciendo a Mony:

—Jonathan, hemos dado en el blanco. No hace falta telefonear más. Ya tenemos la respuesta.

En contestación a la inquisitiva mirada del otro, añadió:

—Mira, que tres de cinco personas citen el mismo banco es demasiada coincidencia. En cuanto a los otros nombres, los que han pasado por el Citybank y el Leumi, los escribirían anteriormente y luego, vueltos a la circulación, probablemente también llegarían al American-Amazonas.

—Entonces, de allí es de donde salió el dinero con el que Novack Rodríguez pagó a Godoy sus ataúdes.

—¡Exacto! —La voz de Kettering se endureció—. Y también apuesto a que esos sinvergüenzas de secuestradores sacaron el dinero de ese mismo banco, donde tenían —y acaso todavía tengan— una cuenta.

—Así que —exclamó Mony—, a Dag Hammarskjöld Plaza.

Kettering apartó su silla de la mesa y se levantó.

—¿Adónde si no? Vamos.