12

Seis días después de la llegada a Nueva Esperanza de los cautivos con su escolta, Miguel recibió una lista de órdenes de Sendero Luminoso, procedentes de Ayacucho. Se la trajo un mensajero que había tardado dos días en recorrer en un camión los tortuosos mil kilómetros de carretera salvando peligrosos puertos de montaña y embarradas sendas por la selva. También traía artículos de material especializado.

Las instrucciones más importantes consistían en la grabación de una cinta de vídeo de la prisionera. El guión ya venía redactado y no se permitía ninguna modificación del texto. Miguel debía supervisar personalmente el proyecto.

Otra de las instrucciones confirmaba el fin de las obligaciones de Baudelio. Éste acompañaría al mensajero en su viaje de vuelta hasta Ayacucho, desde donde tomaría un avión a Lima. El camión regresaría a Nueva Esperanza a los pocos días para llevarles más provisiones y recoger la película de vídeo.

La noticia de que Baudelio regresaba a Lima, aunque prevista, disgustó a Miguel, por varias razones: primera, el exmédico sabía demasiado; segunda, estaba seguro de que recuperaría sus antiguos hábitos alcohólicos, y el alcohol desataba la lengua. Por lo tanto, Baudelio suelto era una amenaza no sólo para la seguridad de la pequeña guarnición sino también —y, en opinión de Miguel, más grave— para la suya propia.

En otras circunstancias habría obligado a Baudelio a acompañarle a un paseíto por la jungla del que nunca habría regresado. Pero Sendero Luminoso, despiadado en muchos aspectos, se enfadaba de veras si alguien de fuera mataba a algún miembro de su organización, por las razones que fuesen.

Lo que hizo Miguel fue enviarles una nota muy explicativa a través del mensajero, señalando los peligros de dejar a Baudelio en circulación. Sendero no tardaría en tomar alguna determinación y Miguel tenía escasas dudas de cuál sería ésta.

Había un detalle que le agradó. Una de las instrucciones generales recibidas ordenaba «mantener a los tres rehenes en buen estado de salud hasta que recibieran órdenes en sentido contrario». La referencia a los «tres rehenes», cuyo número el alto mando de Sendero debía de haber averiguado a través de los medios de comunicación, implicaba su aprobación de la decisión de Miguel de incluir al viejo en el secuestro, acción no prevista en el plan inicial.

Centró la atención en el equipo de vídeo recién llegado de Ayacucho. Incluía una Camcorder Sony, cintas, un trípode, un equipo de lámparas de gran voltaje y un generador portátil de 110 voltios alimentado con gasolina. El material no representaba ninguna dificultad para Miguel, que ya había realizado otras sesiones de grabación con rehenes.

Sin embargo, pensó que necesitaría ayuda y ciertas medidas coercitivas para asegurar la obediencia de la mujer, que sin lugar a dudas opondría resistencia. Eligió como colaboradores a Gustavo y Ramón: había observado que ambos eran duros con los prisioneros y no era probable que se andarán con remilgos si tenían que infligir algún tipo de castigo.

Miguel decidió realizar la filmación a la mañana siguiente.

En cuanto hubo luz suficiente, Jessica puso manos a la obra.

Cuando Angus, Nicky y ella recobraron el conocimiento en Perú, los tres descubrieron que en un momento dado les habían vaciado los bolsillos, incluyendo el dinero. El bolso que llevaba Jessica en Larchmont también había desaparecido, lo cual no era sorprendente. Entre los escasos objetos que les habían dejado había unos cuantos pañuelos de papel, un peine de Jessica y una libretita que Angus llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, que evidentemente les había pasado inadvertida. En el dobladillo de la chaqueta de Nicky habían encontrado un bolígrafo, que se le había colado por un agujero del forro del bolsillo.

A instancias de Jessica, escondieron celosamente el bolígrafo y la libreta, que sólo utilizaban cuando el guarda de servicio era alguno de los más condescendientes. El día anterior, Jessica había reunido la libretita de Angus y el bolígrafo de Nicky. Aunque las mamparas que dividían las jaulas de los prisioneros impedían el intercambio de cualquier objeto, mientras estaba Vicente de guardia, éste se encargó amablemente de pasárselos.

Jessica pretendía dibujar a las personas que había visto mientras aún conservaba fresca su imagen en la memoria. Aun sin ser una artista consumada, era muy aficionada al dibujo y estaba segura de que las caras de sus retratos serían reconocibles si algún día era capaz de utilizarlos para identificar a los implicados en el secuestro y su cautiverio.

El primer dibujo, que había iniciado el día anterior y que todavía no había concluido, mostraba a un hombre alto, con una calvicie incipiente y expresión de autoridad, el primer ser humano que había visto Jessica cuando recobró el conocimiento en la choza a oscuras. Aunque no despierta del todo, recordaba su súplica desesperada: «Por favor, ayúdeme… avise a alguien…». Su siguiente impresión, nítida y firme, era la reacción de ese hombre, su expresión de asombro, pero que no le había impulsado a intervenir, como era evidente.

¿Quién sería? ¿Por qué estaría allí? Si estaba allí, debía de tener alguna implicación. Jessica creía que ese hombre era norteamericano. Pero lo fuera o no, esperaba que algún día su dibujo sirviera para encontrarle.

Cuando terminó, Jessica había logrado una imagen reconocible del piloto del Learjet, el capitán Denis Underhill.

Un crujido de pisadas en el exterior la hizo doblar apresuradamente el dibujo y esconderlo en el sujetador, el primer lugar que se le ocurrió. Y metió el bolígrafo y la libreta debajo de la colchoneta de su cama.

Casi al instante aparecieron Miguel, Gustavo y Ramón. Llevaban un equipo que Jessica reconoció de inmediato.

—¡Ah, no! —exclamó—. No se molesten en prepararlo. No pensamos ayudarles a grabar nada.

Miguel la ignoró. Con toda tranquilidad instaló la Camcorder en el trípode y colocó las lámparas, que enchufó a un cable que venía de fuera. Poco después se oyó el petardeo de un generador y la zona de acceso a las celdas se iluminó con los focos dirigidos hacia una silla vacía situada justo delante de la cámara.

Sin prisas, Miguel se acercó a la jaula de Jessica. Su voz sonó fría y dura.

—Vas a hacer exactamente lo que yo diga, cuando yo diga, zorra. —Le tendió tres folios manuscritos—. Esto es lo que vas a decir. Esto exactamente y no más, sin cambiar una sola palabra.

Jessica cogió las hojas, las leyó rápidamente y luego las rompió en pedazos, que tiró a través de las cañas de bambú.

—He dicho que no y no pienso hacerlo.

Miguel no se inmutó. Miró a Gustavo, que estaba a su lado, y le dijo:

—Coge al niño.

Pese a su determinación, Jessica se estremeció de aprensión. Ante sus ojos, Gustavo abrió el candado de la puerta de Nicky. Penetró en la celda, agarró al niño por el hombro y el brazo; luego, retorciéndole el brazo, le sacó y se plantó frente a la celda de Jessica. Nicky, a pesar del miedo, no pronunció palabra. Frenética y empezando a sudar, Jessica preguntó a los hombres:

—¿Qué le vais a hacer?

No hubo respuesta.

Ramón trajo de la otra parte de la cabaña la silla de los vigilantes. Gustavo empujó a Nicky, que se sentó en ella, y los dos hombres le ataron con una cuerda. Antes de atarle los brazos, Gustavo le desabrochó la camisa, descubriéndole el pecho. Mientras tanto, Ramón encendió un cigarrillo. Jessica comprendió lo que se avecinaba y gritó a Miguel:

—¡Espere! Me he precipitado. ¡Por favor, espere! ¡Hablemos!

Miguel no le contestó. Se agachó y recogió varios de los pedacitos de papel que había tirado Jessica.

—Eran tres páginas —dijo—. Por fortuna, se me ocurrió que podías hacer alguna tontería y te di una copia. Pero tres es el número que nos has indicado tú misma.

Ordenó a Ramón, levantando tres dedos:

Quémelo bien… tres veces*

Ramón inhaló el humo, y la brasa del cigarrillo que tenía entre los labios despidió un resplandor rojizo. Luego, deliberadamente, con gesto decidido, se quitó el cigarrillo de los labios y lo aplastó contra la piel de Nicky. De momento, el niño se quedó tan pasmado que no profirió sonido alguno. Luego, al sentir la ardiente y dolorosa tortura, chilló.

Jessica también chillaba como una loca, incoherentemente, suplicando con lágrimas en los ojos que pusieran fin a ese tormento, asegurando a Miguel que haría todo lo que él quisiera:

—¡Todo! ¡Todo! ¡Lo que tú quieras! ¡Para! ¡Para, por favor!

Desde la otra celda, Angus sacudía la puerta gritando. Sus voces se perdían en la confusión imperante, aunque algunas se entendieron con claridad:

—¡Sucios bastardos! ¡Cobardes! ¡Sois unos animales! ¡No sois hombres!

Ramón le miraba y le escuchaba con una sonrisita en los labios. Luego recuperó el cigarrillo y aspiró varias veces para avivar la brasa. Cuando ésta volvió a brillar, la aplicó una vez más sobre el pecho de Nicky. Los gritos del niño se intensificaron cuando, por tercera vez, Ramón retiró el cigarrillo encendido y repitió la operación. Un olor a carne chamuscada acompañó los aullidos del muchacho, que sollozaba desesperadamente.

Miguel permaneció frío, impasible, indiferente a todo aquello.

Después de la tercera quemadura, esperó a que remitiera un poco el barullo y luego anunció a Jessica:

—Te sentarás delante de la cámara y hablarás cuando yo te diga. He escrito lo que tienes que decir en unas pancartas. Es lo mismo que acabas de leer. Hazlo con exactitud. ¿Entendido?

—Sí —repuso Jessica, aturdida—, entendido.

Al oír su voz áspera y dolida, Miguel ordenó a Gustavo:

—Dale un poco de agua.

—No… —protestó Jessica—, es mi hijo el que necesita que le atiendan. Esas quemaduras. Socorro sabrá…

—¡Cállate! —exclamó Miguel—. Si nos causas más problemas, torturaremos al niño. Se quedará como está. ¡Y tú vas a obedecer! —Miró a Nicky, que seguía gimiendo—: ¡Y tú cállate también, mocoso!

Miguel se dirigió a Ramón:

—Ramón, prepara la brasa.

Ramón asintió:

Sí, jefe* —dijo, inhalando hasta poner al rojo el extremo de su cigarrillo.

Jessica cerró los ojos. Su propia obstinación, pensó, había conducido a aquello. Tal vez su hijo llegara a perdonárselo algún día. Ahora, para protegerle, debía concentrarse en lo que iba a hacer y llevarlo a cabo sin la menor equivocación. Pero incluso en esas circunstancias, se le ocurrió una idea.

En su casa de Larchmont, la víspera del secuestro, Jessica y Crawf habían estado charlando precisamente de ese tema. Crawf le había hablado de unas señales que el rehén podía introducir subrepticiamente en la grabación de vídeo. Se trataba de que los receptores del mensaje fueran capaces de reconocer esas señales. Crawf pensaba que podía darse el caso de que le secuestraran y le obligaran a grabar un mensaje. Pero en cambio, la víctima había sido Jessica —eventualidad que ninguno de los dos se había imaginado— y ahora ella intentaba desesperadamente recordar esas señales, porque Crawf vería esa película… ¿Cómo eran?

Recordó la conversación con su marido… ella siempre había tenido buena memoria… Crawf había dicho: «Pasarse la lengua por los labios significa: "Hago esto contra mi voluntad, no creas una palabra de lo que estoy diciendo"… Rascarse o tocarse la oreja derecha: "Mis secuestradores están bien organizados y armados hasta los dientes"… Y la oreja izquierda: "Las medidas de seguridad son un poco laxas. Una acometida desde el exterior tendría ciertas posibilidades de éxito"…». Crawf le había comentado que había otras señales, pero no se las había descrito. Así que tendría que conformarse con esas tres. No, con dos, puesto que no podía utilizar los mensajes contradictorios de las dos orejas.

Gustavo abrió la celda de Jessica y la empujó hacia fuera.

Su primer impulso fue abalanzarse sobre Nicky, pero Miguel la observaba resplandeciente y Ramón había encendido otro cigarrillo. Jessica se detuvo y miró a su hijo; en su mirada vio que Nicky la había entendido. Guiada por Gustavo, se sentó en la silla ante la Camcorder y los focos. Obedientemente, sorbió el agua que le ofrecieron.

El mensaje que debía grabar estaba escrito en grandes caracteres en dos pancartas que Gustavo levantó en vilo. Miguel se dirigió a la cámara y aplicó un ojo al visor.

—Cuando baje la mano, empiezas —le ordenó.

Cuando le dio la señal, Jessica empezó a hablar, intentando que su voz sonara tranquila.

—Nos han tratado bien a los tres. Ahora que nos han explicado sus razones para traernos aquí, comprendemos que era necesario. También nos han dicho que será muy fácil volver a casa. Amigos americanos, para que nos suelten, sólo debéis…

—¡Basta!

Miguel tenía la cara roja de furia.

—¡Guarra! Lo estás leyendo como si fuera la lista de la lavandería, sin expresión. Eres muy lista, para que no resulte convincente, como si te obligaran…

—¡Es que me estáis obligando!

Fue una reacción instintiva, que Jessica lamentó de inmediato. Miguel hizo un ademán a Ramón, que pegó la brasa de su cigarrillo contra el pecho de Nicky, que soltó otro aullido.

Jessica, casi fuera de sí, se levantó a suplicar:

—¡No…! ¡Más no! ¡Lo haré mejor! ¡Como usted quiera!

Advirtió aliviada que esa vez no hubo segunda quemadura. Miguel cambió la cinta de la cámara y le indicó por señas que se sentara. Gustavo le dio más agua. Poco después, empezaban de nuevo.

Jessica se propuso hacer todo lo posible por que las primeras frases sonaran convincentes. Luego continuó:

—… para que nos suelten, sólo debéis seguir, a la mayor brevedad posible y con toda exactitud, las instrucciones que acompañan esta grabación…

Inmediatamente después de pronunciar la palabra «grabación», Jessica se humedeció los labios con la lengua. Sabía que se la jugaba, tanto ella como Nicky, pero pensó que su gesto parecería natural y pasaría inadvertido. La ausencia de objeciones le demostró que estaba en lo cierto; había confirmado a Crawf y los demás que el sentido de esas palabras le era ajeno. A pesar de todo lo que había sucedido, sintió un estremecimiento de satisfacción mientras seguía leyendo el texto de las pancartas que sostenía Gustavo.

—… pero tened bien presente una cosa: si no obedecéis estas instrucciones, no volveréis a vernos a ninguno de nosotros, nunca. Os suplicamos que no lo permitáis…

¿Qué instrucciones serían ésas… el precio que pedían sus secuestradores a cambio de su liberación? Jessica se lo preguntaba en silencio, sabiendo que era mejor no intentar averiguar nada. Entretanto, le quedaba poco tiempo para el otro mensaje. Debía elegir: ¿La oreja derecha o la izquierda? ¿Cuál?

Desde luego, aquella gente estaba armada, y quizás bien organizada, pero algunas veces se relajaba la seguridad y muchas noches sus guardianes se quedaban dormidos… algunas veces les oían roncar. Jessica tomó una decisión y se rascó la oreja derecha. ¡Ya estaba! ¡No se habían dado cuenta! Acabó de recitar su texto.

—Esperaremos, contamos con vosotros, deseamos desesperadamente que toméis la decisión acertada y…

Segundos más tarde todo había concluido. Jessica cerró con alivio los ojos, Miguel apagó los focos y retrocedió, con una sonrisita de satisfacción en la cara.

Socorro tardó una hora en acudir, una hora de dolor para Nicky y de angustia para Jessica y Angus, que oían los gemidos del niño desde su cama, pero no podían acercarse a él. Jessica había pedido al guardián —con palabras y gestos— que la dejara entrar en la celda de su hijo. Pero el hombre, aun sin saber su lengua, la había entendido y le había contestado, negando con la cabeza:

No se permite*

Un arrollador sentimiento de culpabilidad embargó a Jessica.

—Oh, cariño —le gritó a través de los barrotes—, lo siento, lo siento muchísimo… De haber sabido lo que pensaban hacerte, habría grabado el vídeo en seguida. Nunca llegué a imaginarme…

—No te preocupes, mamá. —Nicky, con todo su dolor, intentaba consolarla—. No ha sido culpa tuya.

—Quién se iba a figurar que esos salvajes harían algo así, Jessie… —le dijo Angus desde su celda—. ¿Todavía te duele, valiente?

—Sí, bastante.

Se le quebró la voz.

—¡Llame a Socorro! —gritó Jessica al guardia una vez más—. ¡La enfermera! ¿Me entiende? ¡Socorro!

El hombre no se dio por aludido. Estaba sentado, leyendo una especie de tebeo, y no levantó la mirada.

Por fin se presentó Socorro, al parecer por propia iniciativa.

—Por favor, atienda a Nicky —le rogó Jessica—. Sus amigos le han quemado.

—Probablemente se lo merecía.

Socorro indicó al guardián que abriera la puerta de la celda de Nicky y luego se coló dentro. Cuando vio las cuatro quemaduras profirió un chasquido con la lengua. Luego se levantó y salió de la celda; el vigilante cerró el candado.

—¿Piensa volver? —llamó Jessica.

Por un momento, pareció que Socorro iba a soltarle otra de sus bruscas respuestas. Pero asintió con la cabeza antes de salir. A los pocos minutos regresó con una palangana, una jarra de agua y un paquete, del que sacó unas gasas y unas vendas de tela.

Observándola a través de los barrotes, Jessica vio cómo Socorro lavaba con delicadeza las quemaduras del niño con agua. Nicky se encogía, pero no profirió una queja. Después de secarlas, Socorro taponó las heridas con unas gasas que sujetó con esparadrapo.

—Gracias —le dijo Jessica con cautela—. Es usted experta. ¿Podría decirme…?

—Son quemaduras de segundo grado. Se le curarán. Le quitaré los vendajes dentro de unos días.

—¿No tiene nada para el dolor?

—Esto no es un hospital. Tendrá que aguantarse. —Luego se volvió hacia Nicky, seria y con voz cortante—: Quédate en la cama, niño. Mañana te dolerá menos.

Jessica decidió hacer otro intento:

—Por favor… ¿puedo estar un poco con él? Tiene once años y soy su madre. ¿Me deja estar un poquito con él, sólo estas primeras horas?

—Ya se lo he preguntado a Miguel y me ha dicho que no.

Y Socorro se fue.

Se produjo un silencio y luego Angus dijo, bajito:

—Me gustaría poder hacer algo por ti, Nicky. La vida no es justa. No te merecías todo esto.

Silencio.

—Abuelo…

—¿Sí, nieto?

—Sí que puedes hacer algo

—¿En serio? Pídemelo.

—Cuéntame cosas de tus viejas canciones. Y cántame una, si puede ser.

A Angus se le cuajaron los ojos de lágrimas. Su petición no necesitaba más explicaciones.

Las canciones fascinaban a Nicky. Algunas noches de verano, en la casa que tenían los Sloane a orillas del lago, en Johnstown, al norte del estado de Nueva York, abuelo y nieto charlaban y escuchaban las canciones de la Segunda Guerra Mundial que, dos generaciones atrás habían sostenido a Angus y a muchos otros como él. Nicky no parecía cansarse nunca de ellas y Angus se esforzó en recordar las palabras y las frases que había empleado en el pasado.

—Todos los pilotos de las Fuerzas Aéreas, Nicky, teníamos un cariño tremendo a nuestras colecciones de discos de setenta y ocho revoluciones por minuto. Estos discos desaparecieron hace mucho tiempo. Apuesto a que tú nunca has visto ninguno.

—Sí, una vez. El padre de un amigo mío tenía varios.

Angus sonrió. Como Nicky sabía muy bien, habían mantenido un diálogo idéntico hacía tan sólo unos meses.

—Bueno, en cualquier caso, llevábamos aquellos discos personalmente de base en base, ya que, como eran tan frágiles, nadie dejaba que otro se encargara de transportarlos. Y todas las residencias de oficiales vivían al son de las bandas de Benny Goodman, Tommy Dorsey, Glenn Miller, y los solistas eran los jóvenes Frank Sinatra, Ray Eberle, Dick Haymes. Escuchábamos sus canciones y luego las cantábamos en la ducha.

—Cántame alguna, abuelo.

—Dios mío, no sé si… con los años me estoy quedando sin voz.

—¡Inténtalo, Angus! —le pidió Jessica—. Si puedo, te haré coro.

El anciano buceó en su memoria. ¿Tenía Nicky alguna preferida? Sí, recordó, la tenía. Tomó aliento y empezó, tras echar un vistazo al guardián, preguntándose si le permitiría infringir las estrictas normas de silencio. Pero el hombre no pareció preocuparse de que estuvieran hablando y siguió pasando las páginas de su tebeo.

En sus buenos tiempos, Angus tenía buena voz; ahora, como el resto de su persona, estaba gastada e insegura. Pero tenía la letra muy clara en la cabeza, su recuerdo persistía…

I’ll be seing you
In all the familiar places
That this heart of mine embraces all day thru…

Jessica le acompañó, sin saber muy bien de dónde recordaba la canción. Poco después, la vocecita de tenor de Nicky se les sumaba.

In that small cafe,
The park across the way,
The children’s carousel,
The chestnut trees, the wishing well.
I’ll be seing you
In every lovely summer’s day,
In everything that’s light and gay.
I’ll always think of you that way,
I’ll find you in the morning sun;
And when the night is new,
I’ll be looking at the moon
But I’ll be seeing you!

Angus se quitó un montón de años de encima. Jessica se animó. Y a Nicky se le atenuó momentáneamente el escozor de sus quemaduras.