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Los secuestradores, como zorros que regresan a esconderse en su madriguera, se habían confinado en su cuartel general provisional, la propiedad arrendada al sur de Hackensack, Nueva Jersey.
Se trataba de una colección de construcciones viejas, arruinadas —la casa principal y tres dependencias—, que llevaban varios años sin habitar hasta que Miguel, después de estudiar los anuncios de alquiler de otras fincas, firmó un contrato por un año, pagándolo por adelantado. Un año era el tiempo mínimo de arrendamiento que le sugirieron los agentes inmobiliarios. Miguel, que no quería revelar que usarían la casa durante menos de un mes, aceptó las condiciones sin objeciones.
El tipo de propiedad y su ubicación —en una zona muy poco poblada— eran ideales por varios motivos. La casa era grande, podían acomodarse en ella los siete componentes de la banda colombiana y su mal estado no les importaba. Las naves adyacentes les permitían cobijar sus seis vehículos bien disimulados. No había ninguna otra finca habitada en las inmediaciones y los árboles y demás vegetación que la rodeaban la aislaban convenientemente del exterior. Otra de sus ventajas era la proximidad del aeropuerto de Teterboro, a poco más de dos kilómetros. Teterboro, un aeródromo utilizado principalmente por avionetas particulares, era un eslabón importante en los planes de los secuestradores.
Desde el principio de la conspiración, Miguel había previsto el revuelo que se originaría inmediatamente después del rapto, con controles de carretera y una investigación exhaustiva. Por tanto, decidió que cualquier intento inmediato de recorrer una larga distancia sería peligroso. Por otra parte, allí tendrían un buen escondite provisional, lejos de la zona de Larchmont.
La propiedad de Hackensack estaba a unos cincuenta kilómetros escasos del lugar del secuestro. La facilidad con que habían llegado hasta allá y la ausencia de persecución demostraba que —hasta el momento— los planes de Miguel habían funcionado.
Los tres prisioneros —Jessica, Nicholas y Angus Sloane— estaban en la vivienda principal. Drogados y todavía inconscientes, les llevaron a una habitación grande del piso de arriba. A diferencia del resto de la casa, destartalada y húmeda, habían limpiado a fondo la estancia y la habían pintado de blanco. También habían instalado varios puntos de luz, enchufes y unos fluorescentes en el techo, y en el suelo un linóleo verde claro, absolutamente nuevo. El exmédico, Baudelio, había diseñado y supervisado todas las reformas, que llevó a cabo el manitas del grupo, Rafael.
Dos camas de hospital con barandilla se alzaban en el centro de la habitación. Una la ocupaba Jessica, y la otra el niño. Tenían los brazos y las piernas atados con unas correas, en previsión de que recobraran el conocimiento, aunque, de momento, ésa no era su intención.
A pesar de que la anestesiología no era una ciencia exacta, Baudelio confiaba en que sus «pacientes» —pues así los consideraba— permanecerían sedados durante otra media hora, o tal vez más.
Junto a las dos camas de hospital habían colocado precipitadamente una cama metálica con un colchón, para acomodar a Angus, cuya presencia no habían previsto. A causa de la improvisación, Angus tenía las piernas atadas con cuerdas en vez de con correas. Miguel, contemplándole desde el otro extremo del cuarto, todavía no sabía qué hacer con él. ¿Debían matarle y enterrar su cadáver en el jardín después del anochecer? ¿O debía incluirle en los planes originales? Tenía que tomar una decisión cuanto antes.
Baudelio trabajaba junto a las tres figuras yacentes, preparando unas bolsitas de suero y colgándolas de unas perchas. Sobre una mesita cubierta por un lienzo verde, había colocado su instrumental, unas bandejitas y las ampollas de fármacos. Aunque seguramente sólo necesitaría los catéteres intravenosos para administrar los calmantes mezclados con el suero fisiológico, Baudelio tenía la costumbre de prever todo lo necesario por si se presentaba una emergencia o alguna dificultad. Le asistía Socorro, la mujer vinculada tanto al cártel de Medellín como a Sendero Luminoso; durante sus años de clandestinidad en los Estados Unidos había sacado el título de ayudante sanitario.
Socorro, con el pelo negro azabache sujeto en un moño en la nuca, tenía un cuerpo menudo y ágil, la tez olivácea y unos rasgos que podrían haber sido bonitos si no ostentaran una permanente expresión de amargura. Aunque hacía todo lo que se le pedía y no esperaba privilegio alguno en razón de su sexo, Socorro apenas abría la boca y nunca revelaba lo que pensaba. También había rechazado, con francas blasfemias, las proposiciones sexuales de algunos de sus compañeros.
Por esos motivos, Miguel había utilizado a Socorro como «la inescrutable». Estaba al corriente de su doble afiliación y de que el propio Sendero Luminoso había insistido en la inclusión de Socorro en el grupo, pero no tenía ninguna razón para desconfiar de ella. Sin embargo, se preguntaba algunas veces si el prolongado roce de Socorro con la sociedad norteamericana habría minado su lealtad hacia Colombia y Perú; cuestión que la propia Socorro sería incapaz de aclarar.
Por una parte, ella siempre había sido una revolucionaria, canalizando al principio su fervor en la guerrilla colombiana del M-19 y más recientemente —y con mayor provecho— en el cártel de Medellín y Sendero Luminoso. Sus convicciones respecto a los gobiernos colombiano y peruano eran tales que estaba deseando ver muerta a la vil clase dominante y se uniría gozosa a la matanza. Al mismo tiempo, la habían adoctrinado para que considerara las estructuras del poder en los Estados Unidos como el mismo demonio. Sin embargo, después de vivir tres años en esa nación y recibir un trato amable en lugar de la hostilidad y la opresión previstas, le resultaba difícil seguir despreciando y considerando enemigos a Norteamérica y a sus habitantes.
En ese momento, hacía todo lo posible por odiar a los tres cautivos —rica escoria burguesa—, se decía sin conseguirlo del todo… lo cual era un desastre… porque la compasión era un sentimiento despreciable para un revolucionario.
Pero una vez fuera de ese país desconcertante, como estarían todos muy pronto, Socorro estaba segura de que lo haría mejor, recobraría sus fuerzas y estaría más convencida de sus odios.
Balanceándose hacia atrás en una silla, al fondo de la habitación, Miguel dijo a Baudelio:
—Explícame qué estás haciendo.
Su tono dejaba bien claro que era una orden.
—He de darme prisa, porque los efectos del Midazolam que les he administrado no tardarán en desaparecer. Entonces les pondré una inyección de Propofol, un anestésico intravenoso, de efectos más prolongados que el otro y más apropiado para la situación presente.
Mientras iba realizando su tarea y seguía hablando, Baudelio parecía transformado: su lúgubre aspecto espectral había dejado paso al experto anestesiólogo que había sido en el pasado. El mismo efecto, una chispa de dignidad perdida desde antiguo, había aparecido poco antes del secuestro. Pero no mostraba la menor preocupación, ni entonces ni nunca, por el hecho de que sus conocimientos fueran rebajados a fines criminales, ni de que las circunstancias que estaba compartiendo fueran despreciables.
—El Propofol —continuó— es una droga muy delicada. La dosis óptima para cada individuo varía, y su exceso en el torrente sanguíneo puede producir la muerte. O sea que, al principio, hay que administrar dosis experimentales y mantener una escrupulosa observación.
—¿Estás seguro de saber manejarlo? —preguntó Miguel.
—Si tienes alguna duda —respondió sarcásticamente Baudelio—, puedes llamar a otro.
Como Miguel no le contestó, el exmédico prosiguió:
—Como estas personas estarán inconscientes cuando las traslademos, debemos asegurarnos de que no se asfixien aspirando posibles vómitos. Por lo tanto, mientras esperamos, les impondremos un período de dieta rigurosa. Sin embargo, no debemos permitir que se deshidraten, así que les administraré líquido por vía intravenosa. Y al cabo de cuarenta y ocho horas, que es el tiempo que tenemos, según me has dicho, los tendremos dispuestos para meterlos ahí.
Baudelio señaló con la cabeza la pared que tenía a su espalda.
Había dos ataúdes abiertos, apoyados contra la pared, forrados de seda y de sólida construcción, uno más grande que otro. Les habían desatornillado las bisagras de las tapas, que habían retirado a un lado.
Los ataúdes recordaron una cuestión a Baudelio.
—¿Quieres que lo prepare o no? —preguntó a Miguel señalando a Angus.
—¿Tienes provisión de medicamentos para él, si nos lo llevamos?
—Sí. Hay toda clase de productos en reserva por si acaso saliera algo mal. Pero necesitaremos otro… Su mirada regresó a los ataúdes.
—No hace falta que me lo recuerdes —dijo Miguel con irritación.
Pero seguía sin decidirse. Las órdenes originales de Medellín y Sendero Luminoso especificaban el secuestro de la mujer y el niño y luego, lo antes posible, su traslado a Perú. Los ataúdes serían su medio de transporte; habían tramado una historia falsa en previsión de cualquier investigación del servicio de aduanas de los Estados Unidos. Una vez en Perú, los prisioneros se convertirían en rehenes de lujo, u objeto de negociación en pago de las exigencias de Sendero Luminoso, cuya naturaleza todavía no había sido revelada. ¿Pero sería la inesperada presencia del padre de Crawford Sloane una baza más, o más bien un riesgo y una carga innecesarios?
Si hubiera existido algún medio para ello, Miguel se lo hubiera consultado a sus superiores. Pero el único canal seguro de comunicación estaba cerrado para él en ese momento, y utilizar los teléfonos de los coches significaría dejar pistas localizables. Miguel había insistido mucho a todo el grupo operativo de Hackensack en que los teléfonos eran sólo para comunicarse entre dos vehículos o entre un coche y el cuartel general. Estaba terminantemente prohibido telefonear a otros números. Las escasas llamadas imprescindibles al exterior se habían hecho desde teléfonos públicos.
Por lo tanto, la decisión era únicamente suya. También debía considerar que la obtención de otro ataúd representaba correr riesgos adicionales. ¿Valía la pena?
Miguel razonó que sí. Sabía por experiencia que seguramente, tras dar a conocer sus exigencias, Sendero Luminoso habría de matar a alguno de los rehenes y luego dejar su cadáver en lugar visible, para demostrar la seriedad de los secuestradores. La presencia de Angus Sloane representaría la posesión de un individuo más para tal propósito, permitiéndoles ejecutar más tarde a la mujer o al niño si había que repetir tal demostración. Así que, en ese sentido, el cautivo de más era una ventaja.
—Sí —dijo Miguel—, nos llevaremos al viejo.
Baudelio asintió. Pese a su fachada de seguridad, ese día estaba nervioso en presencia de Miguel, porque la noche anterior había cometido una imprudencia, una grave falta, que podía comprometer la seguridad de todos ellos. Solo en la casa, en un momento de profunda soledad y desaliento, había telefoneado a Perú desde uno de los teléfonos de coche. Había hablado con una mujer, su desastrada compañera, su única amiga, cuya compañía de borracheras añoraba profundamente.
A causa de la ansiedad permanente de Baudelio por aquella llamada, tardó en reaccionar cuando de repente, inesperadamente, se les planteó un problema.
Jessica, durante el forcejeo en el aparcamiento del supermercado de Larchmont, sólo tuvo un momento o dos, el primero de sorpresa y el segundo de horror, para entender la enormidad del acontecimiento. Después de que acallaran sus gritos tapándole la boca con la mordaza, siguió luchando feroz y desesperadamente, consciente de que aquellos brutales desconocidos también habían cogido a Nicky y habían golpeado salvajemente a Angus. Pero un instante más tarde, el fuerte sedante que le inyectaron en la vena la sumió en la oscuridad y la inconsciencia.
Pero entonces, sin saber cuánto tiempo llevaba así, revivía, recobraba la memoria. Empezó a percibir, al principio veladamente y luego con mayor claridad, algunos sonidos en torno suyo. Intentó moverse, hablar, pero comprobó que no podía. Cuando dio la orden a sus ojos, tampoco logró abrirlos.
Se sentía como en el fondo de un pozo de oscuridad, intentando hacer algo, cualquier cosa, pero incapaz de hacer nada.
Luego, cuando fueron pasando unos minutos, las voces adquirieron nitidez y el recuerdo de lo pasado en Larchmont se agudizó.
Por fin, Jessica logró abrir los ojos.
Baudelio, Socorro y Miguel no la estaban mirando y no se dieron cuenta.
Jessica advirtió que estaba recobrando el conocimiento, pero no entendía por qué no podía mover los brazos ni las piernas más que unos milímetros. Después vio que tenía el brazo izquierdo sujeto por una correa y comprendió que estaba en lo que parecía una cama de hospital, y que su otro brazo y sus dos piernas también estaban inmovilizados.
Volvió un poco la cabeza y lo que vio la dejó helada de espanto.
Nicky estaba en otra cama, atado igual que ella. Un poco más lejos, Angus también estaba atado con cuerdas. Y más allá —¡Oh, Dios mío, no…! —vio dos ataúdes abiertos, uno más grande que el otro, claramente destinados a Nicky y a ella misma.
Al cabo de un instante empezó a chillar y a forcejear salvajemente. En su enloquecido terror, consiguió de alguna manera soltarse el brazo izquierdo. Al oír los gritos, los tres terroristas se volvieron hacia ella. De momento, Baudelio, que debía haber intervenido al instante, se quedó demasiado pasmado para reaccionar. Jessica ya les había visto.
Debatiéndose con furia, alargó el brazo izquierdo, en una búsqueda desesperada de algo que le sirviera de arma para defenderse ella misma y a Nicky. La mesa con el instrumental estaba junto a ella. Tanteando frenética con la mano, agarró lo que le pareció un pequeño cuchillo. Era un escalpelo.
Baudelio, recobrando el sentido, se abalanzó hacia ella. Al ver que Jessica había liberado un brazo, intentó amarrárselo con ayuda de Socorro.
Pero Jessica fue más rápida. En su desesperación, se puso a agitar el objeto afilado, asestando unos tajos salvajes, que acertaron en la cara de Baudelio y en la mano de Socorro. Al principio aparecieron unas finas listas rojas sobre la piel, pero al momento empezó a manarles la sangre abundantemente.
Baudelio ignoró el dolor e intentó inmovilizar aquel brazo enloquecido. Miguel se precipitó hacia ellos, sacudió un tremendo puñetazo en la cara de Jessica y luego ayudó a Baudelio. Entre los dos lograron sujetarle el brazo, mientras las heridas de Baudelio chorreaban sangre sobre ella y toda su cama.
Miguel recuperó el escalpelo. Jessica seguía luchando, pero inútilmente. Derrotada e impotente, se echó a llorar.
Entonces surgió otra complicación. La sedación de Nicky también estaba perdiendo efecto. Percibiendo los gritos de su madre a su lado, recobró la conciencia rápidamente. Él también se puso a gritar, pero sin lograr soltarse de las correas que le atenazaban, a pesar de sus esfuerzos.
Angus, que había sido medicado después que ellos dos, no se movió.
Por entonces los ruidos y la confusión eran tremendos, pero Baudelio y Socorro sabían que debían ocuparse de sus heridas antes que nada. Socorro, cuyas heridas eran más leves, se puso unas tiritas sobre los cortes de la mano y luego fue a auxiliar a Baudelio. Le taponó las heridas de la cara con unos apósitos de gasa, aunque en seguida se le empaparon de sangre.
Recobrándose de la primera impresión, hizo un gesto de agradecimiento y luego señaló el material quirúrgico murmurando:
—Échame una mano.
Socorro apretó la correa del brazo izquierdo de Jessica. Luego Baudelio le insertó una aguja hipodérmica en la vena y le inyectó el Propofol que ya tenía preparado. Jessica, observándole sin dejar de chillar, forcejeó hasta que se le cerraron los ojos y volvió a quedarse inconsciente.
Baudelio y Socorro se acercaron a Nicky y repitieron la operación. También el niño dejó de proferir sus dolorosos gritos y se desmayó, poniendo fin al período de lucidez que apenas había durado unos instantes.
Después, antes de dar al anciano la oportunidad de recobrar el conocimiento y armar más alboroto, le administraron otra dosis de Propofol.
Miguel, sin intervenir en las últimas operaciones, les había estado observando, furioso.
—¡Maricón incompetente! —acusó a Baudelio echando chispas por los ojos—. ¡Pinche cabrón!* Podías haberlo echado todo a rodar. ¿Es que no sabes lo que haces?
—Claro que lo sé —repuso Baudelio, con la sangre corriéndole por la cara a pesar de las gasas—. He cometido un error de cálculo. Te prometo que no volverá a suceder.
Sin contestarle, Miguel salió con paso airado y la cara encendida por la ira.
Cuando el otro salió, Baudelio se inspeccionó las heridas con un espejito de mano. En seguida tuvo conciencia de dos cosas: primera, que tendría la cara marcada por una cicatriz durante el resto de su vida. Y segunda, y más importante, que el corte abierto en su mejilla debía ser cerrado y suturado de inmediato. En esas circunstancias no podía ir a un hospital ni recurrir a otro facultativo. Baudelio comprendió que no tenía más remedio que cosérselo él mismo, por más difícil y doloroso que resultara. Socorro le ayudaría lo mejor que pudiera. Durante los primeros años de carrera, Baudelio, como todos los estudiantes de medicina, había aprendido a suturar heridas leves. Más tarde, como anestesista, había presenciado cientos de operaciones y sus respectivas suturas. Después, cuando trabajó para el cártel de Medellín, había puesto puntos en varias ocasiones y sabía cómo proceder.
Se sintió debilitado y se sentó frente al espejo, pidiendo a Socorro que le llevara su maletín. De él extrajo varias agujas quirúrgicas, hilo de seda y un anestésico local: Lidocaína.
Explicó a Socorro lo que podían hacer entre los dos. Como siempre, ella le contestó escuetamente: «Sí» o «Está bien». Después, sin más preámbulos, Baudelio empezó a inyectarse Lidocaína por los bordes de la herida.
La operación duró casi dos horas y, a pesar de la anestesia local, el dolor era irresistible. Varias veces Baudelio estuvo a punto de desmayarse. Le temblaban mucho las manos, lo que entorpecía su tarea. Y para colmo, estaban las incómodas consecuencias de trabajar ante un espejo que invertía sus gestos. Socorro le iba tendiendo lo que él le pedía, y un par de veces que estuvo a punto de desmayarse, le sujetó. Por fin logró aguantar y, aunque algunos puntos le quedaron fatal, augurándole una cicatriz peor de lo previsto en un principio, el corte de la mejilla estaba cosido y él supo que se le cerraría la herida.
Después, sabiendo que todavía le quedaba por realizar la parte más difícil de su misión y que necesitaba descanso, Baudelio ingirió doscientos miligramos de Seconal y se durmió.