5

A veces, cuando reina la tranquilidad, los servicios informativos de una cadena de televisión son como un gigante dormido.

Funcionan a un rendimiento considerablemente menor del ciento por ciento y una parte importante de su talentudo personal funciona «al ralentí», como se conoce en la jerga del ramo, queriendo decir que no están trabajando activamente.

Por eso mismo, cuando se presenta un acontecimiento informativo de primer orden, se dispone de personas expertas de las que se puede echar mano.

El viernes por la mañana, menos de veinticuatro horas después del secuestro de la familia de Sloane, el proceso de contratación comenzó cuando el equipo especial encabezado por Harry Partridge, con Rita Abrams como realizadora, empezó a reunirse en la sede de la CBA-News.

Rita, que había salido de Minnesota con destino a Nueva York a última hora de la víspera, llegó a los recién asignados despachos del equipo a las ocho de la mañana. Harry Partridge, que había pasado la noche en una suite de lujo del hotel Intercontinental, a cargo de la emisora, se reunió con ella poco después.

—¿Hay alguna novedad? —preguntó sin pérdida de tiempo.

—Del secuestro, nada —respondió Rita—, pero hay un follón de gente delante de la casa de Crawf.

—¿Qué clase de follón?

Estaban en lo que sería la sala de conferencias del grupo y Rita se recostó en su silla giratoria. Pese a la brevedad de sus vacaciones, parecía fresca, había recuperado su vitalidad y su energía habituales. Pero no había perdido el peculiar cinismo que tanto divertía a los que trabajaban con ella.

—Hoy día, todo el mundo quiere tocarle los faldones a los presentadores de televisión. Ahora que se ha hecho pública su dirección, todos los fans de Crawf están acudiendo en tropel a Larchmont. Por cientos, y tal vez por miles. La policía tiene problemas para controlar la situación y ha cortado la calle.

—¿Tenemos una unidad móvil sobre el terreno?

—Claro, el equipo ha pasado la noche allí. Les he dicho que no se muevan hasta que Crawf se venga a trabajar. Entonces irá otro equipo a sustituirles. Partridge asintió, dándole su aprobación.

—Es de suponer que los secuestradores, y por lo tanto la acción, ya no estarán en Larchmont —dijo Rita—, pero creo que debemos guardarnos las espaldas permaneciendo por los alrededores durante un par de días, por si surge alguna novedad. Bueno, a menos que hayas pensado otra cosa.

—No, no, todavía no —dijo él—. ¿Sabes que nos han dado carta blanca para elegir talentos?

—Me lo dijeron anoche. Así que ya he mandado llamar a tres realizadores: Norman Jaeger, Iris Everly y Karl Owens. No tardarán.

—Buena elección.

Partridge conocía bien a los tres. Eran expertos profesionales de la CBA-News.

—Ah, ya he asignado los despachos. ¿Quieres ver el tuyo?

Rita le enseñó los cinco despachos contiguos que constituirían la base de operaciones del grupo especial. Los departamentos de noticias de las cadenas de televisión estaban en permanente estado de cambio, creando y abandonando proyectos temporales, así que cuando surgía una necesidad, solía ser fácil encontrar alojamiento.

Partridge tendría un despacho propio, lo mismo que Rita. Otros dos despachos, atestados de mesas, serían compartidos por los demás realizadores, cámaras y personal auxiliar, que ya estaban empezando a instalarse. Partridge y Rita les fueron saludando, antes de dirigirse al quinto despacho, el más amplio, destinado a sala de juntas, a proseguir la planificación.

—Me gustaría —dijo Partridge— tener una reunión cuanto antes con todos los que van a colaborar con nosotros. Asignaremos responsabilidades y luego empezaremos a trabajar en el reportaje para el telediario de esta noche.

Rita consultó su reloj: las 8.45.

—La haremos a las diez —dijo—. Ahora mismo prefiero averiguar qué está pasando en Larchmont.

—En los años que llevo aquí —dijo el sargento de policía de Larchmont— nunca había visto nada semejante.

Estaba hablando con el agente especial Havelock del FBI, que había salido de la casa de Sloane hacía unos minutos para contemplar a la muchedumbre de curiosos. La multitud había ido creciendo desde el alba y en ese momento atestaba las aceras de la parte delantera de la casa. En algunos puntos, la gente rebosaba sobre la calzada, y los oficiales de policía intentaban, sin demasiado éxito, controlar a la masa y permitir la circulación rodada. Otis Havelock, que había pasado la noche en casa de Sloane, temía que éste, que estaba en el interior de la casa disponiéndose a salir para el trabajo, fuera atropellado.

Los equipos de televisión y demás miembros de la prensa estaban agrupados ante la puerta principal. Cuando apareció Havelock, las cámaras de televisión le enfocaron y los reporteros le acribillaron a preguntas:

—¿Sabe algo de los secuestradores?

—¿Qué tal ha reaccionado Sloane?

—¿Podemos hablar con Crawford?

—¿Quién es usted?

En respuesta, Havelock meneó la cabeza y levantó las manos como quitándoselos de encima.

Detrás del grupo de prensa, la multitud parecía bajo control, aunque la aparición de Havelock había agudizado el rumor de las conversaciones.

—¿No puede usted despejar la calle? —se quejó el agente federal al sargento de policía.

—Lo estamos intentando. El comisario ha ordenado que levantemos barreras. Cortaremos el tráfico rodado y el paso de peatones, excepto para los vecinos de la calle, y luego intentaremos que vayan saliendo los curiosos. Pero tardaremos una hora, como mínimo. El comisario no quiere que se arme alboroto, y menos con todas esas cámaras por aquí.

—¿Tiene alguna idea de dónde ha salido toda esta gente?

—He preguntado a unos cuantos —respondió el sargento—. La mayor parte viene de fuera de Larchmont. Supongo que ha sido por toda la publicidad de la tele… quieren ver de cerca al señor Sloane. Todas las calles del barrio están atestadas de coches.

Había empezado a llover, pero eso no pareció desalentar a los mirones. Abrían sus paraguas o se arrebujaban en sus abrigos.

Havelock regresó al interior de la casa y dijo a Crawford Sloane, que parecía cansado y demacrado:

—Nos marcharemos en dos coches del FBI sin distintivo. Usted irá en el segundo, agachado en la parte posterior, y saldremos de estampida.

—Ni hablar —protestó Sloane—. Todos esos chicos son compañeros míos de los medios de comunicación. Yo no puedo escabullirme como si fuera un delincuente.

—Pero ahí fuera también puede estar alguno de los secuestradores de su familia. —Havelock endureció la voz—. ¿Quién sabe lo que pueden haber planeado? ¡Incluso pegarle un tiro! Así que no sea insensato, señor Sloane. Y recuerde que yo soy el responsable de su seguridad.

Al final acordaron invitar a los cámaras y los reporteros al interior del vestíbulo de la casa para una improvisada rueda de prensa dirigida por Sloane. Los periodistas se apretujaron, observando con curiosidad la casa, algunos de ellos con envidia no disimulada. Las preguntas y respuestas que se sucedieron fueron más o menos una repetición de las del día anterior, con la única variante de que no había habido comunicación alguna de los secuestradores durante la noche.

—No puedo deciros nada más —terminó Sloane—. Sencillamente, no hay nada más. Me gustaría que lo hubiera.

Havelock, presente y atento, declinó su participación y por último los reporteros, algunos con aspecto resentido por la falta de noticias, salieron igual que habían entrado.

—Ahora, señor Sloane —dijo Havelock—, vamos a salir de aquí como le dije antes: usted en la parte trasera del coche, bien agachado y escondido.

Sloane aceptó a regañadientes.

Pero se presentó un desgraciado imprevisto en la ejecución del plan.

Crawford Sloane se metió en el coche del FBI tan deprisa que sólo lo vieron algunos de los curiosos que se apiñaban en la calle. Sin embargo, éstos no tardaron en proclamarlo a gritos y la noticia corrió como la pólvora.

—¡Sloane va en el segundo coche!

En ese mismo vehículo iban Havelock y otro agente del FBI, en los asientos posteriores, con Sloane a cuatro patas entre ellos, incomodísimo. Y llevaba el volante otro agente federal.

En el coche de delante iban otros dos agentes del FBI. Los dos automóviles arrancaron inmediatamente.

Una vez la muchedumbre al tanto de la salida de Sloane, los de más atrás empujaron a los que tenían delante, tirándoles a la calzada. En ese instante se sucedieron velozmente varias cosas.

El primer coche salió del jardín de Sloane, dirigido por un agente de policía, a bastante velocidad. El segundo coche le seguía a escasa distancia. De repente, los curiosos de la otra acera salieron despedidos hasta el centro de la calzada, interponiéndose en el paso del primer coche. El conductor, que no esperaba tropezar con una barrera humana, frenó bruscamente.

En otras circunstancias, el automóvil habría logrado frenar a tiempo. Pero la superficie mojada y resbaladiza de la calzada le hizo derrapar. Con un chirrido de neumáticos seguido por varios golpes sordos contra los cuerpos que se le atravesaban y diversas exclamaciones de espanto, el coche abrió una brecha en la primera línea de curiosos.

Los ocupantes del segundo automóvil —salvo Sloane, que no podía ver nada— se estremecieron de horror, preparándose para una colisión similar. Pero la gente ganó a toda prisa la otra acera, despejando la calzada. Havelock, sin alterar la expresión de su cara, ordenó inflexible al conductor:

—¡No te pares! ¡Vámonos!

Más tarde, Havelock justificó su gesto aparentemente inhumano explicando:

—Sucedió todo tan deprisa, que temía que fuera una emboscada.

Crawford Sloane, advirtiendo que pasaba algo inesperado, levantó la cabeza para echar un vistazo. En ese preciso instante una cámara de televisión que estaba enfocando el coche captó un primer plano de la cara de Sloane, y luego siguió el recorrido del automóvil mientras abandonaba el lugar del accidente. Los espectadores que vieron ese vídeo más tarde en sus televisores no podían saber que Sloane estaba rogando que se detuvieran, pero Havelock insistió:

—Está ahí la policía. Hará todo lo que haga falta.

La policía de Larchmont logró, efectivamente, controlar la situación y en seguida llegaron varias ambulancias. El balance total fue de ocho heridos: seis leves y dos más graves. Uno de los heridos graves tenía un brazo y varias costillas fracturados y una joven tenía una pierna tan destrozada que habría que amputársela.

El accidente, aunque trágico, no habría llamado tanto la atención en otras circunstancias. Pero, sumado al secuestro de la familia Sloane, recibió cobertura nacional y se achacó parte de la culpa, por implicación, a Crawford Sloane.

El investigador de las oficinas de la CBA en Londres, Teddy Cooper, embarcó en el Concorde de la mañana, como se había prometido. Se presentó directamente en los despachos del equipo especial poco antes de las diez de la mañana, primero a Harry Partridge y luego a Rita. Después se dirigieron los tres a la sala de juntas, donde se estaba reuniendo todo el grupo.

Por el camino le presentaron a Crawford Sloane, que acababa de llegar hacía unos minutos, todavía bajo el shock de su experiencia en Larchmont.

Cooper, delgadísimo, irradiaba energía y seguridad. Llevaba el pelo, castaño y lacio, más largo de lo que imperaba en ese momento, enmarcando una cara pálida con rastros de acné adolescente. Ello daba un aspecto aún más juvenil a sus veinticinco años. Pese a haber nacido y haberse criado en Londres, había estado varias veces en los Estados Unidos y conocía bien Nueva York.

—Lamento lo de su mujer y su familia, señor S. —le dijo a Crawford Sloane—, ¡pero anímese! ¡Ya estoy yo aquí! Agarraremos a esos sinvergüenzas antes de que cante un gallo. ¡Es mi especialidad!

Sloane miró a Partridge enarcando las cejas, como preguntándole: ¿Estás seguro de que necesitamos a este pájaro?

—La modestia nunca ha sido la principal virtud de Teddy —repuso Partridge con sequedad—. Le daremos un poco de cuerda y a ver qué pasa.

Sus palabras no parecieron molestar a Cooper lo más mínimo.

—Lo primero, Harry —dijo éste a Partridge—, es comprobar toda la información. Luego iré a husmear personalmente por los contornos. Quiero hablar con los tíos que lo vieron… con todos absolutamente. No podemos descuidar nada. Si voy a intervenir en esto, lo voy a hacer a conciencia.

—Tú, a tu aire.

Partridge recordaba perfectamente cómo trabajaba Cooper.

—Vas a estar al mando de toda la investigación, con dos ayudantes.

Los ayudantes de investigación, una pareja de jóvenes procedentes de otro proyecto de la CBA, ya estaban en la sala de juntas. Mientras esperaban a que se iniciase la reunión, Partridge los presentó a todos.

Cooper les estrechó la mano y les dijo:

—Trabajar conmigo será una gran experiencia para vosotros, chicos. Pero no os pongáis nerviosos… soy muy informal. No tenéis más que llamarme «Excelencia» y hacerme una reverencia todas las mañanas.

Los investigadores parecieron muy divertidos con Cooper y los tres empezaron a discutir ante el tablón de «Secuencia de acontecimientos» que ya estaba instalado en la sala de juntas, de lado a lado de una pared. Era un procedimiento habitual en las misiones especiales, donde se recogerían todos los detalles conocidos sobre el secuestro de la familia Sloane, en su debido orden. En otra de las paredes había otro tablón titulado «Varios», que reuniría toda la información incidental, algunas especulaciones e incluso rumores, cuyo orden era intrascendente o desconocido. Cuando los datos de «Varios» se desarrollaban, se transferían al otro tablón, todo ello bajo la supervisión del equipo de investigación.

Los tablones tenían dos propósitos: primero, tener al corriente a todos los miembros del equipo especial de toda la información disponible y las sucesivas novedades; y segundo, proporcionar una base de análisis con perspectiva para las frenéticas sesiones que podían, y solían, desembocar en la inspiración de nuevas ideas.

A las diez en punto, Rita Abrams levantó la voz, interrumpiendo el murmullo general de conversaciones.

—Muy bien, escuchadme todos, por favor. Vamos a empezar.

Ocupaba la presidencia de una larga mesa, con Harry Partridge a su lado. Leslie Chippingham llegó y se sentó a la mesa. Cuando su mirada tropezó con la de Rita, intercambiaron una imperceptible sonrisa.

Crawford Sloane se sentó en el otro extremo. No esperaba intervenir en la discusión y acababa de confiar a Partridge:

—Me siento completamente inútil, como una cáscara vacía.

También se sentaron en torno a la mesa los tres realizadores requeridos por Rita. Norman Jaeger, el mayor de los tres, era un veterano de la CBA que había trabajado en todos los departamentos de noticias. De voz pausada, imaginativo y culto, era el realizador de uno de los programas más populares de la emisora, el magazine «Detrás de los titulares». Su súbita cesión temporal al equipo especial daba prueba de los recursos excepcionales concedidos al grupo.

Junto a Jaeger estaba Iris Everly, de veintitantos años, que estaba empezando a brillar con luz propia en el terreno de la realización de informativos. Menuda y bonita, graduada por la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia, tenía una mente aguda que funcionaba a increíble velocidad. Cuando iba en pos de alguna noticia especialmente evasiva, su reputación de inflexibilidad e ingenio era comparable a la de Rasputín.

Karl Owens, el tercero de los realizadores, era un trabajador infatigable, cuya reputación se debía a su perseverancia y su laboriosidad; algunas veces su trabajo en colaboración con los reporteros daba fruto después de que la competencia se retirara del caso. De edad intermedia entre Jaeger e Iris Everly, y menos imaginativo que ellos, se podía contar con Owens por la solidez y el completo conocimiento de su oficio.

En los demás asientos de la mesa e inmediatamente detrás se hallaban Teddy Cooper y sus dos ayudantes de investigación, un redactor del boletín nacional de Últimas Noticias, Minh Van Canh, que sería el jefe de los equipos de cámaras, y una secretaria.

—Bueno, todos sabemos para qué estamos aquí —dijo Rita abriendo la sesión en tono imperativo—. Ahora vamos a discutir nuestros métodos de trabajo. En primer lugar, os expondré la organización. Después, Harry se hará cargo de la dirección editorial.

Rita hizo una pausa y miró a Crawford Sloane, al otro extremo de la mesa.

—Crawf, no vamos a hacer discursitos. Creo que nadie lograría decir nada sin emocionarse, y tú ya tienes bastante aflicción que soportar para cargar con la nuestra. Pero quiero decirte, muy sencillamente y de parte de todos nosotros, por ti, por tu familia y por nosotros, porque os apreciamos… ¡que nos vamos a entregar sin reservas!

El resto de destacados especialistas profirió un rumor de aprobación y simpatía.

Sloane asintió dos veces y después logró articular:

—Gracias —aunque se le quebró la voz.

—De ahora en adelante —prosiguió Rita— vamos a operar a dos niveles: el proyecto a largo plazo y la evolución diaria. Norm —se dirigió al mayor de los realizadores—, tú te harás cargo del primero.

—Bien.

—Iris, tú te ocuparás de la información diaria, empezando con la cuña del boletín de esta noche, que discutiremos brevemente.

—De acuerdo —replicó Iris con vivacidad—. Lo primero que necesito es el vídeo del follón de esta mañana delante de casa de Crawf.

Sloane hizo una mueca ante la mención del incidente y miró a Iris con ojos casi de súplica, aunque ella no se dio por aludida.

—En seguida lo tendrás —dijo Rita—. Ya lo traen para acá.

Luego Rita se dirigió al tercero de los realizadores, Karl Owens:

—Karl, tú trabajarás a caballo entre los dos proyectos, según las necesidades. Y yo trabajaré codo con codo con vosotros tres.

—Teddy —prosiguió Rita volviendo su atención hacia Cooper—, creo que quieres ir a Larchmont.

—Sí, señora —respondió Cooper con una sonrisa—. A escarbar por ahí e imitar al famoso Sherlock H. —Luego dirigió una mirada en torno—: Tarea en la que soy excepcional.

—Teddy —dijo Partridge tomando la palabra por vez primera—, todas las personas de esta sala son excepcionales. Por eso están aquí.

—Entonces, me voy a encontrar en mi propia salsa —replicó Cooper, imperturbable y radiante.

—En cuanto concluya esta reunión —le comunicó Rita—, Minh se irá a Larchmont con un equipo de refresco. Puedes ir con él, Teddy, y hablar con Bert Fisher, el colaborador de nuestra emisora local. Ya está avisado. Fisher fue quien descubrió la historia ayer. Te acompañará a todas partes y te presentará a cuantas personas quieras conocer.

—¡Fenómeno! Tomo nota: ir de pesca con Fisher.

—Posiblemente, acabaré estrangulando a ese inglés antes de que termine el proyecto —comentó Norm Jaeger a Karl Owens en voz baja.

—Minh —dijo Iris Everly—, tengo que hablar contigo antes de que te vayas a Larchmont.

El cámara Minh Van Canh asintió, con su cetrina cara impasible, como siempre.

—De momento, hemos concluido —terminó Rita—. Ahora, lo más importante, la dirección editorial: Harry, es toda tuya.

—Nuestro primer objetivo, creo yo —empezó éste—, es averiguar más cosas acerca de los secuestradores. ¿Quiénes son? ¿De dónde proceden? ¿Qué se proponen? Desde luego, es probable que nos lo digan ellos mismos muy pronto; sin embargo, no vamos a quedarnos esperando a que llamen. En este momento, no puedo deciros cómo encontraremos respuesta a todos estos interrogantes, excepto que concentraremos todos nuestros cerebros en lo que ha ido sucediendo hasta ahora, más cada dato nuevo que vaya llegando. Hoy quiero que todos los que estáis aquí estudiéis todo lo que tenemos, memorizando los detalles. Los tablones ayudarán —señaló el de «Secuencia de acontecimientos» y el de «Varios», añadiendo—: Esta misma mañana acabaremos de ponerlos al día.

»Cuando estéis bien al corriente, quiero que todos y cada uno, por separado y colectivamente, sigáis atando cabos y desmenuzando la información. Si lo hacemos bien, y basándonos en anteriores experiencias, acabará apareciendo algo.

Todo el grupo congregado alrededor de la mesa escuchaba atentamente a Partridge, que prosiguió:

—Os aseguro una cosa: esos tipos, los secuestradores, habrán dejado alguna pista en alguna parte. Todo el mundo deja pistas, por más cuidado que ponga en borrarlas. El truco está en encontrar la primera. —Dedicó una inclinación de cabeza a Jaeger—: Tu tarea consistirá en concentrarte en esto, Norman.

—Conforme —dijo Jaeger.

—Ahora lo más inmediato. Iris, en cuanto a tu reportaje para el boletín de la noche… sé que ya habrás estado pensando. ¿Cómo lo ves? ¿Se te ha ocurrido algún esquema?

—Si no hay más noticias relevantes, como alguna comunicación de los secuestradores —respondió ella con vivacidad—, después de decir que no las hay, podemos pasar al follón de esta mañana frente a la casa de Crawf. Luego, como éste sería el primer día sin novedades, un resumen de los sucesos de ayer. He visto la cinta: está todo muy embarullado. Hoy lo haremos mejor, más ordenadamente. También me gustaría volver a entrevistar a algunos testigos de Larchmont… —Iris consultó sus notas— sobre todo a la señora mayor, Priscilla Rhea, que es un filón. Es posible que ella o los otros hayan recordado algo más.

—¿Y sobre las reacciones? —preguntó Jaeger—. Como la de Washington…

—Sólo un pellizco —repuso Partridge—, la del presidente, tal vez. Y alguna entrevista a los ciudadanos, si hay tiempo.

—¿Pero nada del Capitolio?

—Acaso mañana —dijo Partridge—. O tal vez nunca. En el Capitolio todo el mundo quiere meter baza —continuó, e indicó a Iris con un gesto que continuara.

—Para rematar —dijo ésta—, podríamos hacer un pequeño análisis al final… entrevistar a algún experto en secuestros.

—¿Se te ocurre alguien? —preguntó Partridge.

—Pues todavía no.

—Yo conozco a uno —intervino Karl Owens—. Se llama Ralph Salerno, un expolicía de Nueva York que vive en Naples, Florida. Da conferencias sobre la delincuencia en las escuelas de Policía de todo el mundo y es autor de varios libros. Sabe mucho sobre secuestros. Le he visto por televisión. Es fantástico.

—Llamémosle —dijo Iris mirando a Partridge, que asintió.

—Karl —intervino Les Chippingham—, tenemos una filial en la zona de Naples. Si quieres, conecta con ellos; si no, manda a Salerno a Miami en avión.

—Y en cualquier caso —añadió Iris—, reserva hora en el satélite para que Harry le entreviste.

—Marchando —dijo Owens tomando nota.

Tras otros quince minutos de discusión, Rita dio una palmada en la mesa.

—Se acabó —anunció—. Se levanta la sesión. ¡A trabajar!

Y en medio del trabajo serio, una pequeña tormenta marginal.

Con fines de investigación, Harry Partridge había decidido entrevistar a Crawford Sloane. Partridge creía que Sloane, como la mayor parte de las personas involucradas en un episodio complejo, sabía más cosas de las que imaginaba y que un interrogatorio hábil y bien encauzado podía sacar a la luz nuevos datos. Sloane ya había aceptado someterse a ello.

Cuando Partridge recordó a Sloane su compromiso en la misma sala de juntas, después de la reunión, les interrumpió una voz a su espalda:

—Si no les importa, me gustaría quedarme a escucharles. Yo también puedo averiguar algo.

Sorprendidos, se volvieron. Allí estaba Otis Havelock, el agente especial del FBI, que había entrado al finalizar la reunión.

—Bueno —respondió Partridge—, ya que lo pregunta, sí que me importa.

—¿Usted no es míster FBI? —inquirió Rita Abrams.

—¿Quiere decir como «Miss América»? No creo que mis colegas estén de acuerdo… —bromeó él.

—Lo que quiero decir exactamente —prosiguió ella— es que no debería usted estar aquí. Ésta es un área restringida a los que trabajamos en este grupo.

Havelock parecía sorprendido.

—Parte de mi cometido consiste en proteger al señor Sloane. Además, están ustedes investigando el secuestro, ¿verdad?

—Sí.

—En tal caso, tenemos el mismo objetivo, localizar a la familia del señor Sloane. Por lo tanto, todo lo que ustedes descubran, como lo de ese tablón —dijo señalando el de «Secuencia de acontecimientos»—, también tiene que saberlo el FBI.

Varios de los presentes, y entre ellos Leslie Chippingham, habían guardado silencio.

—Entonces —saltó Rita—, debe haber reciprocidad. ¿Puedo enviar, ahora mismo, a un corresponsal de la CBA a las oficinas del FBI en Nueva York para que examine todos los informes que poseen?

—Me temo que eso es imposible —dijo Havelock mientras negaba con la cabeza—. Algunos son confidenciales.

—¡Exacto!

—Mirad, muchachos…

Havelock, consciente de que estaban llamando cada vez más la atención en la sala, intentaba contenerse a ojos vistas.

—… No sé si se dan ustedes cuenta de que estamos tratando con criminales. Cualquier persona que se halle en conocimiento de alguna información tiene la obligación legal de comunicarla, en este caso, al FBI. Lo contrario podría incurrir en delito.

Rita, cuya paciencia no solía durar demasiado, objetó:

—¡Por los clavos de Cristo, no somos niños! Hemos realizado multitud de investigaciones y sabemos de qué va.

—Señor Havelock —dijo Partridge—, he de advertirle que he trabajado en varias ocasiones al lado del FBI, y su gente tiene fama de conseguir toda la información que puede sin dar nada a cambio.

—El FBI —exclamó Havelock— no está obligado a dar nada a cambio de nada. —Se le había acabado el comedimiento—. Somos una agencia gubernamental con el respaldo del presidente y el Congreso. Ustedes parecen considerarnos como unos competidores. Bueno, pues déjenme avisarles de que si alguien pone trabas a la investigación oficial ocultando información, es muy probable que tenga que hacer frente a serias responsabilidades.

Chippingham decidió que había llegado el momento de intervenir:

—Señor Havelock, le aseguro que ninguno de nosotros desea infringir la ley. Sin embargo, tenemos absoluta libertad para realizar todas las investigaciones que nos dé la gana y, algunas veces, con más éxito que lo que usted llama la «investigación oficial».

»Y aquí, de lo que se trata —prosiguió el director de los servicios informativos— es de una cosa llamada «secreto profesional». Aunque admito que existen algunas zonas intermedias, lo importante es que los periodistas puedan investigar y luego proteger sus fuentes, a menos que lo especifique un mandamiento judicial en contra. O sea, que sería una violación de nuestra libertad el permitirle a usted el libre acceso, parcial o total, a la información que obtengamos. Por lo tanto, debo decirle que, aunque agradecemos su presencia, existe un límite a su acreditación y una frontera que no podrá usted franquear: ésta —dijo señalando con un dedo la puerta de la sala de juntas.

—Muy bien, señor —dijo Havelock—. Pero no pienso darme por vencido, y supongo que no pondrá objeción a que lo discuta con mis superiores.

—En absoluto. Estoy seguro de que le confirmarán a usted que estamos en nuestro derecho.

Chippingham no le dijo, en cambio, que la CBA, como todas las cadenas de informativos, tomaba sus propias decisiones acerca de lo que se podía revelar o no, y cuándo, aunque ello tocara un poco las narices al FBI. Sabía que la mayor parte de los profesionales de la sección de informativos pensaba igual que él. Y en cuanto a las posibles consecuencias, la emisora tendría que atenerse a ellas cuando y como se presentaran.

Cuando Havelock salió a telefonear, Chippingham dijo a Rita:

—Llama a mantenimiento. Pídeles las llaves de estos despachos y ciérralos.

En la intimidad del despacho de Partridge, éste y Sloane comenzaron la entrevista, junto a una grabadora en marcha. Partridge retomó el tema con el que ya se había familiarizado, repitiendo algunas preguntas anteriores desde otros ángulos y con detalle, pero no emergió nada nuevo. Al final, preguntó a Sloane:

—¿Se te ocurre algo, Crawf, aun en lo más hondo del subconsciente, donde puedas bucear, algo que pueda tener relación, aunque sea vagamente, con lo que ha ocurrido? ¿Algún pequeño incidente que te haya llamado la atención y después se te haya olvidado?

—Ya me lo preguntaste ayer… —contestó Sloane pensativo.

Su actitud hacia Partridge había cambiado notablemente en las últimas veinticuatro horas. En cierto sentido, era más amigable. En otro, Sloane sentía menos recelos hacia Partridge, incluso confiaba mentalmente en él de un modo distinto. Curiosamente, Sloane sentía casi deferencia, como si considerara a Harry Partridge su última esperanza para recuperar a Jessica, Nicky y su padre.

—Ya lo sé —repuso Partridge—, y me prometiste meditarlo.

—Bueno, anoche lo estuve pensando y tal vez haya algo, aunque no estoy seguro, y no es más que una sensación imperceptible.

Sloane hablaba un poco cohibido; nunca se había sentido cómodo con las ideas vagas e informes.

—Sigue, sigue —le apremió Partridge.

—Creo que, antes de que pasara esto, he tenido una vaga sensación de que me seguían. Por supuesto, tal vez sea una falsa impresión, formada después de descubrir que vigilaban nuestra casa.

—Olvídalo. Así que crees que te seguían. ¿Dónde y cuándo?

—Ése es el problema. Es una impresión tan vaga que a lo mejor me lo estoy inventando, quizá porque creo que debo acordarme de algo.

—¿Crees que pueden ser imaginaciones tuyas? —Sloane vaciló:

—No, creo que no.

—Dame más detalles.

—Tengo la sensación de que es posible que me siguieran algunas veces, al volver a casa. También he tenido el presentimiento, aunque condenadamente elusivo, de que alguien me observaba aquí, desde dentro de la CBA-News… alguien que no debía estar aquí.

—Y todo esto, ¿duró mucho tiempo?

—Quizá un mes. —Sloane levantó las palmas de las manos—. Es que no estoy seguro de no estar inventándolo. En cualquier caso, ¿qué más da?

—No lo sé —dijo Partridge—, pero lo comentaré con los demás.

Después, Partridge mecanografió un resumen de la entrevista de Sloane y lo clavó en el tablón de «Varios» de la sala de juntas. A continuación, regresó a su despacho a iniciar el «trabajo telefónico», según la jerga periodística.

Abrió ante él su «cuaderno azul»: una agenda que reunía a un montón de personas del mundo entero, que le habían sido de utilidad alguna vez y podían volver a serlo. También incluía a otras personas a las que él había ayudado suministrándoles información cuando éstas, a su vez, la habían necesitado. La profesión periodística estaba llena de deudores y acreedores; y en ocasiones como aquélla, se exigía el pago de las deudas. También se podía sacar provecho del halago que sentía mucha gente al saberse buscados por los medios de comunicación.

En cuanto al cuaderno azul, la noche anterior Partridge había hecho una lista de números de teléfono. Los nombres que se alineaban ante él abarcaban contactos en el Departamento de Justicia, la Casa Blanca, el Departamento de Estado, la CIA, Inmigración, el Congreso, varias embajadas extranjeras, el Departamento de Policía de Nueva York, la Policía Montada del Canadá en Ottawa, la Policía Judicial de Méjico, un autor de libros sobre crímenes históricos y un abogado con clientes en organizaciones criminales.

Las siguientes conversaciones telefónicas empezaron generalmente en tono informal:

—Hola, soy Harry Partridge. Hacía mucho tiempo que no nos poníamos en contacto. Llamo para ver cómo te va la vida…

La tónica personal continuaba con preguntas acerca de la familia: esposas, maridos, amores o hijos —Partridge tomaba nota de los nombres de todos— y luego pasaba a la actualidad:

—Estoy trabajando en el secuestro de los Sloane. Me pregunto si habrás oído algún rumor, o si te has hecho tu propia opinión…

A veces las preguntas eran más específicas: ¿Has oído alguna especulación respecto a quiénes pueden ser responsables de ello? ¿Crees en la posibilidad de una trama terrorista, y en tal caso, de dónde? ¿Circula algún rumor, aun el más insensato? ¿Podrías intentar averiguar por tu cuenta, y avisarme si te enteras de algo?

Era una práctica corriente, bastante aburrida y que solía requerir mucha paciencia. En ocasiones daba algún resultado, de vez en cuando a largo plazo, y muchas veces, ninguno. De esas llamadas en concreto no emergió nada específico, aunque la conversación más interesante, pensó Partridge más adelante, fue la que mantuvo con el abogado criminalista.

El año anterior, Partridge le había hecho un favor… o eso creía el abogado. Su hija, de viaje por Venezuela con otras estudiantes universitarias, había tomado parte en una turbia orgía de drogas que salió a la luz pública en los Estados Unidos. Hubo ocho chicas involucradas; dos de ellas murieron. A través de una agencia de Caracas, la CBA-News había obtenido la exclusiva de las imágenes sobre el terreno, con primeros planos de las participantes —entre ellas, la hija del abogado en cuestión— arrestadas por la policía. Partridge, que estaba en Argentina, se desplazó a Venezuela para cubrir la noticia.

En Nueva York, el padre de la chica averiguó de algún modo que había imágenes del asunto y que se le iba a dar publicidad, y logró localizar a Partridge por teléfono. Le suplicó que no utilizara el nombre o las imágenes de su hija, argumentando que era la más joven del grupo, que hasta entonces nunca se había metido en líos y que esa publicidad a nivel nacional arruinaría su vida.

Partridge, a esas horas, ya había visto las imágenes; se había informado acerca de la chica y había decidido no utilizarla en su reportaje. Pero, a pesar de todo, para dejar la puerta abierta a cualquier opción, prometió al abogado que haría todo lo posible.

Más tarde, al ver que la CBA no había hecho referencia directa a la chica, el abogado mandó a Partridge un cheque por mil dólares. Partridge le devolvió el cheque con una nota, y desde entonces no habían vuelto a ponerse en contacto.

—Estoy en deuda con usted —le dijo sin rodeos el abogado, tras escuchar la introducción de Partridge—. Ahora quiere algo de mí. Dígame qué es.

Partridge se lo explicó.

—No he oído nada, fuera de las noticias de la televisión —le dijo el abogado—. Y estoy completamente seguro de que ninguno de mis clientes tiene nada que ver. No es la clase de temas que tocan ellos. No obstante, algunas veces se enteran de cosas. Durante los próximos días haré discretas indagaciones por ahí. Si averiguo algo le telefonearé.

Partridge tuvo el presentimiento de que lo haría.

Al cabo de una hora, cuando había tachado la mitad de los nombres de la lista, Partridge se dio un respiro y fue a la sala de conferencias a tomarse un café. A la vuelta, hizo lo que hacía cada día casi todo el mundo del sector de la información: hojear el New York Times y el Washington Post. Siempre sorprendía a los visitantes de los centros de noticias de las emisoras de televisión el número de ejemplares de esos diarios que corrían por sus despachos. El hecho era que, pese al éxito de los informativos televisados, persistía sutilmente arraigada la opinión de que nada constituía una verdadera noticia hasta que aparecía impreso en el Times o el Post.

El vozarrón de Chuck Insen interrumpió la lectura de Partridge.

—Harry, traigo la alineación de esta noche —dijo el director de realización entrando en su despacho—. Será una presentación al alimón. Tú serás uno de los dos interesados.

—¿Cabeza de ratón o cola de león?

—¿Quién sabe? —Insen sonrió levemente—. En cualquier caso, desde esta noche, tú presentarás todo lo que se refiera al secuestro de la familia Sloane, que va a salir una vez más en cabecera… a menos que le peguen un tiro al presidente antes de la hora de emisión. Crawf presentará el resto de las noticias como de costumbre. Porque si esa pandilla de criminales, sean quienes sean, se creen que van a dictar a su antojo cómo funciona la CBA, lo tienen claro.

—Por mí, estupendo —dijo Partridge—. Y supongo que por Crawf, también.

—Con sinceridad, ha sido idea suya. Como los reyes, se siente inseguro si se le mantiene demasiado tiempo lejos del trono. Además, su ausencia de las pantallas no arreglará nada. Ah… otra cosa: al final del boletín, Crawf dirá espontáneamente unas palabras dando las gracias a quienes han mandado mensajes solidarizándose con su familia y esas cosas.

—¿Espontáneamente?

—Pues claro. Se lo están escribiendo entre tres redactores en este mismo momento.

Divertido a pesar de las circunstancias, Partridge añadió:

—Parece que habéis firmado las paces de momento.

—Hemos declarado un armisticio tácito —asintió Insen— hasta que termine todo esto.

—¿Y después?

—Ya veremos.