14
Lejos ya de la carretera en la que había aterrizado el Cheyenne II, el camino que tomaron Partridge y sus tres acompañantes hacia el interior de la jungla era lento y espinoso.
El sendero —si podía llamársele así— estaba cubierto de vegetación en muchos puntos, y a menudo desaparecía casi por completo. La densa y enmarañada vegetación hacía necesario abrirse paso con ayuda de machetes. Los grandes árboles formaban una marquesina sobre sus cabezas, bajo un cielo encapotado que presagiaba lluvia. Algunos árboles tenían el tronco retorcido grotescamente, con una gruesa corteza y las hojas correosas. Partridge recordaba haber leído en alguna parte que existían ocho mil especies de árboles conocidas en Perú. En el sotobosque, bambúes, helechos, lianas y plantas parásitas se entrelazaban, formando un «infierno verde», según la misma fuente.
La palabra «infierno» resultaba muy apropiada ese día a causa del calor bochornoso que los cuatro hombres estaban soportando. Sudaban por todos los poros, con el agravante de los enjambres de insectos. Al principio se habían rociado con un repelente para mosquitos, y se habían ido poniendo más a lo largo de la mañana, pero, como decía Ken O’Hara:
—A los malditos bichitos parece que les gusta.
Afortunadamente, cuando volvieron a encarrilarse en el camino, encontraron zonas en que la sombra de los tupidos árboles impedía la proliferación del sotobosque y podían avanzar con menos dificultades. Era evidente que, sin el sendero, hubieran sido incapaces de progresar.
—No es una ruta muy usada —señaló Fernández—. Pero eso nos beneficia.
Su objetivo era acercarse a Nueva Esperanza pero no demasiado, hasta que localizaran una posición en un lugar elevado. Desde allí, ocultos en la jungla, observarían la aldea, sobre todo durante las horas diurnas. Luego, según lo que vieran, prepararían un plan.
Toda la zona, alrededor de unos doscientos kilómetros cuadrados, era una selva cerrada sobre una llanura ondulada, quebrada sólo por el río Huallaga. Pero el mapa a gran escala que compró Fernández mostraba varias colinas en torno a su objetivo, que podían servir como punto de observación. Se hallaban a dieciocho kilómetros de Nueva Esperanza… una distancia considerable para cubrirla en esas condiciones.
Una de las cosas que Partridge había memorizado era el segundo mensaje clandestino de Jessica en la cinta de vídeo. Crawford Sloane se lo había explicado en una carta, que Rita le había entregado en mano: Jessica se había rascado la oreja izquierda, para indicar: Las medidas de segundad están un poco relajadas. Un ataque desde el exterior tendría posibilidades de éxito. Pronto tendrían ocasión de comprobar su información.
Entretanto, avanzaban penosamente por la selva.
Bien entrada la tarde, cuando todos estaban casi exhaustos, Fernández les anunció que debían de estar cerca de Nueva Esperanza.
—Creo que hemos recorrido unos catorce kilómetros. Pero no debemos delatarnos —les previno—. Al menor ruido hemos de escondernos entre la vegetación.
Mirando los espesos arbustos espinosos que les rodeaban, Minh Van Canh comentó:
—Ya, ya… pero esperemos que no haya que hacerlo.
Poco después de que Fernández le advirtiera, se aclaró un poco el camino y se cruzaron con otras sendas. Fernández les explicó que todas aquellas colinas estaban sembradas de campos de coca, y que en otras épocas del año la selva era un hervidero de gente. Durante la estación de crecimiento de la coca, que duraba de cuatro a seis meses, el cultivo requería pocos cuidados, así que muchos de los cultivadores vivían en sus pueblos y se instalaban en las chozas de la jungla durante la cosecha.
Con ayuda del mapa y la brújula, Fernández siguió guiándoles; el camino ascendía suavemente, exigiéndoles un esfuerzo adicional. Al cabo de una hora llegaron a un claro desde donde divisaron una choza entre los árboles, un poco más abajo.
Partridge comprendió que Fernández conocía la zona mucho mejor de lo que había admitido. Cuando se lo comentó, el colaborador peruano reconoció:
—La verdad es que he estado aquí varias veces.
Partridge suspiró para sus adentros. Se preguntó si Fernández sería otra más de las personas seudodecentes que se beneficiaban bajo mano del tráfico ilegal de cocaína. Los latinoamericanos, y en especial los caribeños, eran muy dados a tales engaños, muchos de ellos desde puestos importantes.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Fernández añadió:
—Estuve una vez en un «montaje teatral» que organizó el gobierno para vuestro Departamento de Estado. Fue en honor de un ilustre visitante, el Fiscal General, creo. Y se trajeron a toda la panoplia de periodistas. Yo era uno de ellos.
Pese a su anterior reacción, Partridge sonrió por la expresión «montaje teatral». La prensa se la aplicaba en son de mofa a las recreaciones de las operaciones antidroga que montaban ciertos países para impresionar a las delegaciones norteamericanas. Partridge se imaginaba la escena: una invasión de helicópteros, un puñado de soldados prendiendo fuego a cuatro plantaciones de coca o volando un laboratorio clandestino. Los visitantes elogiarían los esfuerzos oficiales, ignorando que les rodeaban miles de sembrados de coca y docenas de laboratorios semejantes, que permanecían intactos.
Al día siguiente, los periódicos norteamericanos publicaban las fotos de los visitantes, recalcando sus declaraciones de aprobación, y el proceso se repetía en la televisión. Los reporteros, conscientes de que habían participado en una charada pero incapaces de eludir la información, porque los demás la utilizaban, tenían que tragarse su indignación.
Y eso ocurría en Perú, que no era una dictadura ni un país comunista, pero pronto podría ser cualquiera de las dos cosas, se dijo Partridge.
Fernández inspeccionó el claro y la choza, comprobando que no había nadie en las inmediaciones. Luego se dirigió hacia su izquierda por la jungla, pero sólo unos cuantos metros, deteniendo a los otros de un ademán.
—¡Fenómeno, chicos! —murmuró Partridge, añadiendo aliviado—: Creo que hemos encontrado Nueva Esperanza.
Después de habérselo cedido a Fernández durante el camino, Harry Partridge asumió el mando.
—No nos queda mucha luz —dijo a los otros. El sol estaba bastante bajo y el viaje había durado más de lo previsto—. Quiero observar todo lo posible antes de que anochezca. Minh, trae los otros binoculares y acompáñame. Fernández y Ken, elegid un puesto de centinela y que uno de los dos vigile si se acerca alguien por la espalda. Decididlo vosotros mismos y, si aparece alguien, avisadme en seguida.
Aproximándose a la franja de jungla que impedía que les vieran desde abajo, Partridge y Minh se tiraron al suelo y avanzaron a rastras con los prismáticos en la mano. Ambos se detuvieron cuando tuvieron buena visibilidad, pero amparados por el escudo de vegetación.
Haciendo un lento barrido con los binoculares, Partridge estudió el panorama que se extendía a sus pies. Casi no se detectaba actividad. Había dos hombres trajinando en una barca del malecón, arreglando un motor fueraborda. Una mujer salió de una choza, vació un cubo de agua sucia casi a la puerta y volvió adentro. Un hombre emergió de la selva y se metió en una de las casas. Dos perros flacos escarbaban en un montón de basura. Toda la zona estaba sembrada de basuras. En conjunto, Nueva Esperanza parecía un tugurio de la selva.
Partridge empezó a estudiar las edificaciones una a una, rezagando los prismáticos varios minutos en cada una de ellas. Presumiblemente, los prisioneros estaban encerrados en una de ellas, pero no había ningún detalle que lo revelara. Estaba claro, pensó, que necesitarían por lo menos veinticuatro horas de observación; debían descartar toda idea de intentar el rescate esa noche para salir al día siguiente por la mañana en la avioneta. Se dispuso pues a esperar y vigilar mientras la luz iba disminuyendo.
Como ocurre en el trópico, cuando cae el sol, la oscuridad lo invade todo casi de repente. Se encendieron algunas luces en las casas y los últimos vestigios del día se consumieron. Partridge dejó los binoculares y se frotó los ojos, agotado de concentrarse durante más de una hora en el escenario de la aldea. Creía que poco más podría averiguar esa tarde.
En ese momento, Minh le tocó el brazo, señalando las chozas del valle. Partridge cogió los prismáticos y volvió a espiar. En seguida advirtió un movimiento a la mortecina luz: la silueta de un hombre bajando por el sendero entre dos grupos de casas. En contraste con otros movimientos que había observado, el paso de aquel hombre parecía decidido. Había algo distinto; Partridge aguzó la vista; ¡ya lo tenía! El hombre llevaba un rifle colgado del hombro. Partridge y Minh siguieron el recorrido del hombre con los prismáticos.
Un poco apartada de las demás construcciones se alzaba una choza aislada. Partridge ya la había visto antes, pero nada en ella le había llamado la atención. El hombre se dirigió allí y desapareció en su interior. Se colaba un poco de luz por la puerta de la fachada.
Siguieron al acecho sin que ocurriera nada durante unos minutos. Luego salió otra silueta de esa misma choza y se alejó. A pesar de la escasa luz, lograron distinguir dos cosas: se trataba de otro hombre y también llevaba un rifle.
Partridge se preguntó, nervioso, si lo que acababan de presenciar sería el cambio de guardia de los prisioneros. Debían confirmarlo y, para ello, seguir observándoles. Pero había muchas probabilidades de que en la choza apartada estuvieran encerrados Jessica y Nicky Sloane.
Procuró no pensar en que, hasta hacía un día o dos, también era probable que Angus Sloane compartiera su encierro.
Transcurrieron las horas.
—Tenemos que averiguar —había advertido Partridge a los otros— qué actividad hay en Nueva Esperanza por la noche, cuántas horas dura, a qué hora se paraliza todo y se apagan las luces. Hay que reseñarlo por escrito, anotando exactamente todas las horas.
Minh se quedó otra hora más solo en el puesto de observación, a instancias de Partridge, y más tarde le relevó Ken O’Hara.
—Hemos de descansar lo máximo posible —declaró Partridge—. Pero debe haber alguien permanentemente en el puesto de observación y en el de vigilancia del claro. Lo cual significa que sólo podremos dormir de dos en dos.
Después de discutirlo, decidieron alternar dos horas de sueño con dos de vigilancia.
Fernández ya había colgado las hamacas con sus mosquiteras en la cabaña que encontraron. Las hamacas eran incomodísimas, pero ellos estaban demasiado exhaustos por los ajetreos de la jornada para advertirlo y no tardaron en quedarse dormidos. La idea de llevar los plásticos quedó justificada por la noche, porque se puso a llover a cántaros y el agua se filtraba por el tejado de la cabaña. Fernández cubrió hábilmente las hamacas con él y pudieron dormir secos. Los de fuera se resguardaron también lo mejor que pudieron hasta que dejó de llover media hora más tarde.
No tomaron medidas especiales respecto a la comida. Cada cual llevaba su comida y su agua, aunque todos sabían que no debían desperdiciar la comida deshidratada. Habían consumido hacía varias horas la provisión de agua que llevaban de Lima y Fernández había llenado los recipientes en un arroyo de la selva, añadiendo las tabletas para esterilizarla. Les advirtió que la mayor parte del agua de la zona estaba contaminada por los productos químicos utilizados para procesar la coca. El agua de sus cantimploras sabía a rayos y todos bebían lo menos posible.
Al amanecer, Partridge tuvo la respuesta a sus preguntas de la víspera acerca de Nueva Esperanza. Había escasa actividad, aparte del rasgueo de una guitarra y, muy ocasionalmente, unas voces y unas risas estridentes de beodo en el interior de alguna casa. Tales actividades duraron hasta tres horas y media después del anochecer. A la una y media de la madrugada la aldea entera enmudeció y se apagó.
Todavía les quedaba por averiguar el horario de los turnos y los cambios de guardia, suponiendo que la hipótesis respecto a la localización de los rehenes fuera correcta. Por la mañana todavía no tenían detalles precisos. Si se había producido otro cambio de guardia durante la noche, no lo habían advertido.
Su rutina continuó a lo largo del día.
Mantuvieron la vigilancia del puesto de observación y los otros siguieron utilizando las hamacas para descansar durante todo el día. Sabían que más tarde les harían falta todas sus reservas de energía.
Por la tarde, durante su turno de descanso en la cabaña, Harry Partridge consideró lo que estaban haciendo los cuatro y se preguntó con cierta sensación de irrealidad: ¿Es verdad lo que está ocurriendo? ¿Intentarían un rescate con unas fuerzas tan limitadas? Dentro de pocas horas, no más, probablemente tendrían que matar y podían morir. ¿Sería una locura…? Como el verso de Macbeth: «… la vida es una fiebre caprichosa…».
Él era un profesional del periodismo, un corresponsal de televisión, un observador de las guerras y los conflictos, no un participante. Y de pronto, por decisión propia, se había convertido en un aventurero, en un mercenario, en un aspirante a soldado. ¿Tenía algún sentido esta transformación?
Pero había otra pregunta, independiente de ésta: Si él, Harry Partridge, fracasaba, ¿quién haría lo necesario, allí y en ese momento?
Y una idea más: un corresponsal de guerra, sobre todo de televisión, siempre estaba rozando la violencia, la mutilación, las heridas o la muerte, y a veces las padecía. Luego las llevaba todas las noches a las casas limpias y cómodas de Norteamérica, donde no eran más que imágenes en una pantalla y, por tanto, no representaban ningún peligro para quienes las veían.
Y no obstante, esas imágenes se estaban volviendo peligrosas, se iban acercando en el tiempo y el espacio, y pronto dejarían de ser unas imágenes para hacerse realidad en las ciudades y las calles americanas, donde el crimen ya se estaba abriendo paso. La violencia y el terrorismo de los países deprimidos, divididos y azotados por la guerra amenazaban cada vez más al territorio norteamericano. Era inevitable y los expertos internacionales llevaban mucho tiempo vaticinándolo.
La Doctrina Monroe, considerada en su día la protección de América, no servía; pocos se tomaban la molestia de mencionarla siquiera. El secuestro de la familia Sloane por agentes extranjeros demostraba que el terrorismo les estaba invadiendo. Podía extenderse mucho, mucho más: bombas, secuestros, tiroteos por las calles. Y no había forma de impedirlo, por desgracia. Igualmente trágico sería que muchos seres humanos ajenos al problema pronto dejarían de serlo, les gustara o no.
Así que, pensó Partridge, su implicación y la de sus tres acompañantes no era irreal. Sospechaba que Minh Van Canh sobre todo, no veía ninguna contradicción en su situación actual. Para Minh, que había vivido y sobrevivido a una terrible guerra civil en su patria, sería más fácil que para la mayoría aceptar su misión.
Y para él, a título personal, por encima de cualquier otro pensamiento y dominándolos todos, el de Jessica. Jessica, que probablemente estaba al alcance de la mano, dentro de aquella choza. Jessica-Gemma, cuyo recuerdo y cuya personalidad se entretejían en la mente de Partridge.
Luego le embargó el cansancio de pronto y se quedó dormido.
Al despertarse, minutos antes de su turno de observación, se bajó de su hamaca y salió a analizar la situación general.
En el puesto de centinela, como hasta entonces, no se había producido el menor signo de alarma o movimiento. Sin embargo, el puesto de observación había logrado informaciones y deducciones específicas.
- Se había producido el cambio regular de un hombre armado —presumiblemente un guardia— en el mismo lugar que la noche anterior, lo cual sugería que los rehenes estaban efectivamente en la choza apartada de las demás. Parecía probable que hubiera un cambio de guardia cada cuatro horas, pero el horario no era muy exacto. A veces se producía hasta con veinte minutos de retraso, y la imprecisión, pensó Partridge, demostraba la informalidad de la vigilancia, confirmándoles el mensaje de Jessica: La seguridad está un poco relajada.
- Desde esa mañana, una mujer había hecho dos viajes portando unas cajas con algo que parecía comida a la construcción donde ellos suponían que estaban encerrados los prisioneros. La misma mujer había sacado dos cubos, que había vaciado en la maleza.
- En toda la aldea sólo habían distinguido vigilancia en esa choza.
- Aunque los guardias iban armados con rifles automáticos, no tenían aspecto de soldados ni operaban como una unidad entrenada.
- Durante el día, todas las entradas y salidas de Nueva Esperanza se produjeron por el río. No vieron ningún vehículo rodado. Los motores de las embarcaciones no parecían requerir una llave. Por tanto, sería fácil robar una barca si debían huir por ese medio. Por otra parte, había muchas otras barcas con las que perseguirles. Ken O’Hara, que tenía buenas nociones de náutica, identificó las mejores.
- La opinión general de los observadores, aunque no era más que un punto de vista, era que los habitantes de la aldea estaban muy tranquilos, lo cual parecía indicar que no esperaban una incursión violenta desde el exterior.
—Si se la temieran —señaló Fernández—, habrían organizado patrullas, incluso hasta aquí arriba, en busca de posibles intrusos como nosotros.
Al atardecer, Partridge reunió a todo el grupo y les comunicó:
—Ya les hemos vigilado bastante. Esta noche bajamos. Tú nos guiarás —indicó a Fernández—. Quiero llegar a esa choza a las dos en punto. Que nadie haga el menor ruido en todo el camino. Si tenéis que decir algo, que sea en voz baja.
—¿Hay alguna orden de combate, Harry? —preguntó Minh.
—Sí. Yo me adelantaré primero, echaré un vistazo y me colaré dentro. Tú, Minh, te vienes justo detrás a cubrirme. Fernández se quedará rezagado a vigilar las otras casas por si aparece alguien, pero acudirá en nuestra ayuda si le necesitamos.
Fernández asintió.
Partridge se volvió hacia O’Hara:
—Ken, tú irás directamente al espigón. He decidido que escaparemos por el río. No sabemos en qué condiciones están Jessica y Nicholas, y es posible que no aguantaran la caminata que hicimos para llegar hasta aquí.
—¡Entiendo! —exclamó O’Hara—. Supongo que quieres que robe una barca.
—Sí, y además inutiliza todas las que puedas. Pero recuerda: ¡sin hacer ruido!
—Tendré que hacer ruido para poner el motor en marcha.
—No —dijo Partridge—. Saldremos a remo y cuando lleguemos al centro del río dejaremos que nos arrastre la corriente. Por suerte vamos en esa dirección. Ya pondremos en marcha el motor cuando no puedan oírlo.
Mientras hablaba, Partridge se dio cuenta de que sus instrucciones implicaban que todo saldría bien. Si no, improvisarían lo mejor posible, lo cual incluía el empleo de las armas.
Recordando su cita a las ocho con el Cheyenne II de AeroLibertad, Fernández inquirió:
—¿Has pensado a qué pista iremos… a Sión o la otra?
—Lo decidiremos en la barca, según salgan las cosas y el tiempo que tengamos.
Lo más importante en ese momento, concluyó Partridge, era comprobar sus armas, desembarazarse de todo lo superfluo y asegurarse de viajar lo más ligeros y deprisa posible.
Una mezcla de excitación y aprensión les embargó a todos.