16

Con la gracia de una gaviota, el Learjet 55 LR descendió en la noche, aminorando momentáneamente la propulsión de sus potentes reactores. Se situó entre dos franjas paralelas de luces que señalaban la pista uno-ocho del aeropuerto de Opa Locka. Más allá del aeropuerto brillaba la miríada de luces de Miami, que reflejaban un extenso halo en el cielo.

Desde su asiento de la cabina de pasajeros, Miguel atisbaba por la ventanilla, esperando dejar atrás cuanto antes las luces americanas y todo lo que éstas representaban. Consultó su reloj: las 23.18. El vuelo desde Teterboro había durado algo más de dos horas y cuarto. Rafael, en el asiento de delante, contemplaba cómo se iban acercando las luces. A su lado, Socorro parecía dormitar.

Miguel se volvió hacia Baudelio, que, a escasa distancia, seguía observando por la pantalla sus tres ataúdes, mediante los terminales externos que había conectado. Baudelio le dedicó una inclinación de cabeza, indicando que todo iba bien, y Miguel centró sus pensamientos en otro problema que acababa de presentársele.

Hacía escasos minutos se había acercado al puesto de pilotaje a hablar con los pilotos.

—¿Cuánto tiempo tardaremos en liquidar los trámites necesarios y volver a despegar de Opa Locka?

—No más de media hora, en principio —le había contestado Underhill, el piloto—. Lo justo para llenar los depósitos de combustible y firmar el plan de vuelo. —Luego añadió, tras vacilar un poco—: Aunque si a los de Aduanas les da por registrarnos la carga, tardaremos más.

—Pero aquí no tenemos que pasar la aduana —repuso Miguel con acritud.

El piloto asintió:

—Normalmente, no. No se entretienen con los vuelos de salida. Pero últimamente, según tengo entendido, hacen registros ocasionales, a veces por la noche.

Aunque deseaba quitarle importancia, su voz reflejaba preocupación.

Miguel se quedó de piedra con la noticia. Tanto sus propias indagaciones como las del cártel de Medellín respecto a las normas y las rutinas de aduanas estadounidenses habían aconsejado la elección de Opa Locka como aeropuerto de salida.

Igual que el de Teterboro, Opa Locka, en Florida, se utilizaba únicamente para vuelos particulares. A causa de los aviones que llegaban del extranjero, había un pequeño despacho de aduanas que se albergaba provisionalmente en un remolque y con una dotación de personal mínima. Comparados con los departamentos de aduanas de aeropuertos tan importantes como los de Miami, Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, el de Opa Locka estaba mal dotado y obligado a usar procedimientos menos estrictos. En general, no había más de dos oficiales de aduanas de servicio, y aun así, sólo desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde los días laborables, y de diez a seis los festivos. El vuelo del Learjet se había planificado precisamente a esa hora, calculando que la aduana estaría cerrada y los funcionarios en sus casas.

—Si queda alguien en el despacho —añadió Underhill— y tiene la radio puesta, oirá nuestra comunicación con la torre. Después, tal vez quiera molestarse en hacernos una inspección, o tal vez no.

Miguel comprendió que no podía hacer nada más que regresar a su asiento y esperar. Una vez allí, fue barajando en mente todas las posibilidades.

Si realmente tropezaban esa noche con los funcionarios de aduanas norteamericanos, cosa poco probable al parecer, tenían su historia a punto y podían utilizarla. Socorro, Rafael y Baudelio interpretarían sus papeles. Y Miguel el suyo. Baudelio podría desconectar rápidamente sus controles y sus monitores de los ataúdes. No, el problema no residía en la coartada y todo lo que la sustentaba, sino en las normas que un funcionario de Aduanas debía exigir, en principio, para permitir la salida del país de un cadáver.

Miguel había estudiado la normativa legal y se la sabía de memoria. Cada cuerpo necesitaba sus documentos específicos: su certificado de defunción, un permiso de traslado del departamento de sanidad del estado, y el permiso de entrada del país de destino. No hacía falta el pasaporte del difunto, pero —lo más crítico— se podía mandar abrir el ataúd para inspeccionar su contenido y luego volverlo a sellar.

Con esmerada previsión, Miguel había obtenido todos los documentos requeridos; eran falsificaciones, pero bien hechas. Además, llevaba las fotografías del supuesto accidente de tráfico, sin identificar pero adecuadas a su historia, y los recortes de prensa, estos últimos con la información de que los cadáveres estaban tan achicharrados y deshechos que eran irreconocibles.

Así pues, si había algún funcionario de aduanas de servicio en Opa Locka y se entrometía en su camino, tenían los papeles en regla… pero ¿se empeñaría en dar un vistazo al contenido de los ataúdes? O a la inversa: tras leer sus descripciones, ¿se atrevería a hacerlo?

Una vez más, Miguel se sentía en tensión mientras el Learjet tomaba tierra con suavidad y rodaba por la pista hasta el hangar Uno.

El inspector de aduanas Wally Amsler se imaginaba que la «Operación Salida» se le debía de haber ocurrido a algún burócrata de Washington con ganas de incordiar. Quienquiera que fuera, él (o ella, quizás) en ese momento probablemente estaría en la cama, durmiendo, que era donde Wally quisiera estar, en lugar de encontrarse vagando por aquel aeropuerto de Opa Locka, perdido de la mano de Dios, que durante el día estaba apartado del mundo y de noche más solitario que la boca del lobo. Eran las once y media de la noche y hasta dentro de un par de horas él y los otros dos compañeros de aduanas de servicio especial no podrían echar el cierre a la «Operación Salida» y marcharse a dormir.

Amsler no solía estar de mal humor, básicamente era alegre y amigable, excepto con quienes infringían las leyes que él garantizaba. Entonces podía ser frío y duro, y su sentido del deber, inflexible. En general, le gustaba su trabajo, y aunque nunca le había preocupado trabajar de noche, procuraba eludir ese servicio siempre que le era posible. Pero la semana anterior había estado un poco griposo y todavía no se encontraba del todo bien; esa noche había considerado incluso la idea de decir que estaba enfermo, pero luego había desistido. Y además había otra cosa que le tenía preocupado últimamente: su estatus en el servicio de Aduanas.

A pesar de llevar más de veinte años realizando su trabajo a conciencia, no había alcanzado la promoción que él creía merecer a su edad, a punto de cumplir los cincuenta años. Era un inspector GS-9, que en realidad no era más que una graduación de oficial. Había muchos otros más jóvenes que él, con mucha menos experiencia, que ya eran inspectores jefe GS-II. Amsler tenía que obedecer sus órdenes.

Siempre había pensado que algún día ascendería a inspector jefe, pero en ese momento, si quería ser realista, sabía que sus posibilidades eran remotas. Le parecía una injusticia. Tenía un buen historial y siempre había prevalecido su obligación con el servicio ante otras consideraciones, incluyendo algunas de índole personal. Al mismo tiempo, nunca se había empeñado en ser un líder y ninguna de sus actuaciones en el servicio había sido espectacular; tal vez fuera ése el problema. Desde luego, aun como GS-9, el sueldo no era malo. Con las horas extras, trabajando seis días por semana, ganaba unos cincuenta mil dólares al año, y dentro de quince años le quedaría una buena pensión.

Pero el sueldo y la pensión, por sí solos, no le bastaban. Necesitaba reactivar su vida, hacer algo para que se le recordara, aun modestamente. Deseaba que ocurriera y creía merecerlo. Pero trabajando por la noche en Opa Locka, en la «Operación Salida», no era demasiado probable.

La «Operación Salida» consistía en la inspección aleatoria de algunos aviones a punto de salir de los Estados Unidos con destino a otros países. Era imposible controlarlos todos; el servicio de aduanas no contaba con suficiente personal. Así que había puesto en marcha una operación itinerante, que consistía en que un equipo de inspectores se presentara sin previo aviso en un aeropuerto y se pasara varias horas registrando los aparatos con destino al extranjero, más que nada los aviones particulares. El programa solía realizarse de noche.

Oficialmente, su objetivo era impedir la exportación ilegal de equipos de alta tecnología. Pero oficiosamente, también se perseguía la salida de divisas en cantidades no autorizadas, en particular las grandes sumas del dinero procedente del tráfico de drogas. Este segundo motivo debía ser oficioso, porque legalmente, según la Cuarta Enmienda, no se podía buscar dinero sin una «causa probable». No obstante, si se descubría dinero durante una investigación con otros fines, el servicio de Aduanas podía encargarse del caso.

Algunas veces, la «Operación Salida» daba fruto, y en ocasiones, resultados espectaculares. Pero nunca había ocurrido nada semejante cuando Amsler estaba de servicio, razón por la cual éste no apreciaba demasiado el programa. En cualquier caso, eso era la causa de que él y otros dos inspectores estuvieran esa noche en Opa Locka, a pesar de que los vuelos internacionales habían sido menos numerosos de lo habitual, y parecía poco probable que hubiera muchos más.

Había uno preparándose para despegar dentro de poco tiempo, un Learjet recién llegado de Teterboro y que unos minutos antes había presentado su hoja de vuelo con destino a Bogotá, Colombia. Amsler se dirigía al hangar Uno para echarle un vistazo.

En contraste con casi toda la zona sur de Florida, la pequeña ciudad de Opa Locka tenía pocos atractivos. Su nombre derivaba de una palabra semínola, opatishawockalocka, que significa «montículo alto y seco». La descripción era apropiada, como también otra, más reciente, del escritor T. D. Allman, que la calificaba de «gueto empobrecido parecido a un parque de atracciones abandonado y destrozado». Su aeropuerto, aún activo, contaba con escasas edificaciones, y el paisaje árido de la seca meseta natural le confería el aspecto de un desierto.

En medio de aquel desierto, el hangar Uno era un oasis.

Se trataba de un moderno edificio blanco y hermoso; en uno de sus extremos estaba el hangar propiamente dicho, y el resto albergaba una lujosa terminal de abastecimiento para los pasajeros y la tripulación de los aviones particulares.

En el hangar Uno trabajaban setenta personas, cuyos cometidos abarcaban desde pasar el aspirador por los aparatos y recoger la basura, hasta el aprovisionamiento de comida y bebida, pasando por el mantenimiento mecánico, desde pequeñas reparaciones hasta revisiones generales. Otros empleados atendían los salones de personalidades, los servicios de aseo y una sala de conferencias equipada con audiovisuales, fax, télex y fotocopiadoras diversas.

Al otro lado de una línea divisoria casi invisible aunque no del todo, existían las mismas instalaciones para los pilotos, además de la amplia zona de planificación de vuelos. Allí fue donde el inspector de aduanas Wally Amsler se acercó al piloto del Learjet, Underhill, que estaba estudiando el parte meteorológico.

—Buenas noches, capitán. Creo que se dirigen a Bogotá.

Underhill levantó la cabeza, sin llegar a sorprenderse del todo de la visión de un uniforme.

—Sí, exactamente.

De hecho, tanto su respuesta como su hoja de vuelo eran falsas. El destino del Learjet era una polvorienta pista de aterrizaje de los Andes peruanos, cerca de Sión, y no harían escalas. Pero las concisas instrucciones de Underhill, que cobraría una suma magnífica, especificaban que su destino en la hoja de vuelo debía ser Bogotá. En cualquier caso, daba igual. En cuanto saliera del espacio aéreo estadounidense, poco después de despegar, podría dirigirse adonde quisiera sin que nadie le importunara.

—Si no tiene inconveniente —dijo cortésmente Amsler—, me gustaría inspeccionar su carga y sus pasajeros.

Underhill sí tenía inconveniente, pero sabía que no arreglaría nada diciéndoselo. Sólo esperaba que su pintoresco cuarteto de pasajeros supiera satisfacer al tío de aduanas lo suficiente para que éste abandonara el avión y les dejara proseguir su viaje. Estaba incómodo, pero no por sus pasajeros, sino por su propia responsabilidad en lo que se traían entre manos, fuera lo que fuera.

Denis Underhill sospechaba que había algo especial, acaso ilegal, en aquellos ataúdes. Sus figuraciones menos graves era que no contenían cuerpos, sino algún otro objeto que querían sacar clandestinamente del país; o, si eran efectivamente cuerpos, serían las víctimas de alguna banda colombiana o peruana que querían sacar del país sin que las autoridades norteamericanas se dieran cuenta. No se creyó ni por un momento la historia que le contaron, cuando contrataron el vuelo desde Bogotá, acerca de un accidente automovilístico y una desconsolada familia. Si fuera verdad, ¿para qué todo aquel secreto de novela de espías? Además, Underhill estaba seguro de que por lo menos dos de sus pasajeros iban armados. Si no era así, ¿por qué intentaban eludir lo que les iba a suceder en breve: la visita de un funcionario de aduanas?

Aunque el Learjet no era propiedad de Underhill —pertenecía a un rico inversor colombiano y estaba matriculado en ese país—, él lo explotaba personalmente y recibía, además de un salario y el pago de los gastos, una generosa comisión sobre sus beneficios. Estaba seguro de que su jefe sabía que los viajes de esa clase andaban rozando la frontera de la legalidad o eran francamente ilegales, pero el hombre confiaba en la capacidad de Underhill para manejar tales situaciones y proteger su inversión y su aparato.

Recordando esa confianza y su propio interés personal, Underhill decidió utilizar la argucia de los accidentados, para guardarse las espaldas, y esperaba también exonerar al Learjet, pasara lo que pasase.

—Es un asunto muy lamentable —confió al funcionario de aduanas antes de ponerle al corriente de la historia que le habían contado en Bogotá y que, aunque Underhill no lo sabía, corroboraban los documentos que portaba Miguel.

Amsler le escuchó sin comprometerse y luego le dijo:

—Vamos, capitán.

Ya había tropezado otras veces con tipos como Underhill, y no se dejó impresionar. Amsler ya había catalogado al piloto como un soldado de fortuna que volaba a cualquier parte con cualquier clase de carga, por dinero, y luego, si surgían problemas, se erigía en víctima inocente engañada por sus clientes. Y en opinión de Amsler, esos tipos eran unos flagrantes infractores de la ley que se salían con la suya en demasiadas ocasiones.

Caminaron juntos desde el edificio principal del hangar Uno hasta el Learjet 55 LR, estacionado bajo techado. La escotilla del Learjet estaba abierta y Underhill precedió al inspector Amsler por la escalerilla hasta la cabina de pasaje, anunciando:

—Señora y señores, tenemos una visita de cumplido de la aduana de los Estados Unidos.

Durante los quince minutos transcurridos desde que habían aterrizado, los cuatro miembros del grupo de Medellín habían permanecido a bordo del Learjet, siguiendo las órdenes de Miguel. Después, cuando se callaron los motores y los dos tripulantes salieron —Underhill a llenar la hoja de vuelo y Faulkner a supervisar la carga de combustible—, Miguel estuvo hablando muy seriamente con los tres.

Les advirtió de la posibilidad de una inspección de aduanas para que se prepararan a representar sus respectivos papeles. Se produjo una reacción de tensión, una ansiedad evidente, pero todos le indicaron que estaban dispuestos. Socorro, utilizando el espejo de su polvera, se metió un par de granos de pimienta debajo de los párpados. Casi al instante se le llenaron los ojos de lágrimas. Rafael se negó a que se le aplicaran a él y Miguel no protestó. Baudelio ya había desconectado los monitores de seguimiento de los tres ataúdes, después de asegurarse de que sus ocupantes seguían profundamente sedados y no se moverían durante una hora como mínimo si quedaban desatendidos.

Miguel especificó que él llevaría la voz cantante. Los demás sólo tenían que corroborar sus argumentos.

En consecuencia, no se produjo demasiada conmoción cuando Underhill dio la noticia y apareció el funcionario de aduanas.

—Buenas noches a todos —dijo Amsler empleando el mismo tono educado que había usado con Underhill.

Al mismo tiempo echó un vistazo en derredor, advirtiendo los ataúdes estibados a un lado de la cabina y los pasajeros al otro, tres de ellos sentados, y Miguel de pie.

—Buenas noches, inspector —respondió Miguel.

Sostenía un fajo de papeles y cuatro pasaportes. Tendió los pasaportes en primer término.

Amsler los cogió pero, sin mirarlos, le preguntó:

—¿Adónde se dirigen ustedes y cuál es el motivo de su viaje?

Amsler ya había visto el plan de vuelo y conocía el destino declarado, y Underhill le había contado el motivo del viaje. Pero los servicios de Aduanas y de Inmigración tenían su propia técnica, que consistía en hacer hablar a la gente. A veces su conducta o algún signo de nerviosismo revelaban más que las preguntas concretas.

—Es un viaje trágico, oficial, de una familia, antes feliz y ahora embargada de duelo.

—Y usted, señor, ¿cómo se llama?

—Me llamo Pedro Palacios, y no pertenezco a la desdichada familia, sino que soy un amigo íntimo que ha venido a este país a ayudarla en un momento de necesidad.

Miguel usaba el nuevo alias que ostentaba su pasaporte colombiano. El pasaporte era auténtico y llevaba su foto, aunque el nombre y otros detalles, incluido el visado de entrada en los Estados Unidos, fechado pocos días antes, eran una hábil falsificación.

—Mis amigos me han pedido que hable por ellos porque no se expresan bien en inglés —añadió.

Amsler hojeó los pasaportes, encontró el de Miguel y, levantando la vista, le comparó con la foto que tenía delante.

—Habla usted muy bien inglés, señor Palacios.

Miguel pensó rápidamente y después le contestó con determinación:

—Estudié en la Universidad de Berkeley. Aprecio mucho este país. Si no fuera por estas trágicas circunstancias, me alegraría mucho de estar aquí.

Amsler abrió los demás pasaportes y comparó sus fotos con los otros tres viajeros. Después se dirigió a Socorro:

—Señora, ¿ha entendido usted lo que decíamos?

Socorro levantó la cara, surcada de lágrimas; el corazón se le salía del pecho. Vacilante y disimulando su perfecto dominio del inglés, respondió:

—Sí… un poco.

Amsler asintió y volvió a dirigirse a Miguel:

—A ver… explíquemelo usted —le dijo señalando los ataúdes.

—Tengo todos los documentos necesarios…

—Ya me los enseñará después. Primero cuénteme.

Miguel dejó que le temblara un poco la voz:

—Fue un accidente terrible. La hermana de esta señora y su hijo, un adolescente, más un viejo caballero, también de la familia, vinieron a América de vacaciones. Al salir de Filadelfia por la carretera, un camión perdió el control, pasó el peaje y se les echó encima a toda velocidad… Chocó de frente con el coche de la familia, matándolos a todos. Había mucho tráfico… Hubo otros ocho vehículos en el siniestro, con más muertos… se produjo un gran incendio y los cuerpos… ¡Ay, Dios mío, los cuerpos!

Cuando Miguel mencionó los cuerpos, Socorro gimió y suspiró. Rafael tenía la cara entre las manos y sacudía los hombros como si sollozara; Miguel le concedió mentalmente que eso era más convincente que las lágrimas. Baudelio sólo ostentaba una expresión muy triste.

Mientras hablaba, Miguel examinaba atentamente al inspector de aduanas. Pero su rostro no revelaba nada y el hombre se limitaba a escucharle, inescrutable. Miguel le tendió los demás documentos.

—Está todo aquí. Por favor, oficial, le ruego que lo lea usted mismo.

Esa vez, Amsler cogió los papeles y los hojeó. Los certificados de defunción parecían en orden; también los permisos de traslado y los de entrada en Colombia. Empezó a leer los recortes de prensa y al llegar a las palabras «cuerpos abrasados… mutilados e irreconocibles», se le revolvió el estómago. A continuación venían las fotos. Le bastó con una ojeada, y las tapó en seguida. Recordó que poco antes había considerado la posibilidad de decir que estaba enfermo. ¿Por qué demonios no lo habría hecho? En ese momento sentía auténticas náuseas, completamente mareado ante la idea de lo que tendría que hacer poco después.

Miguel miraba al funcionario sin tener ni idea de las preocupaciones que acuciaban, por otros motivos, a su interlocutor.

Wally Amsler se creía lo que le habían contado. La documentación estaba en regla, los otros papeles corroboraban la historia y decidió que nadie podría fingir la clase de desconsuelo que acababa de presenciar hacía unos minutos. Él mismo era un honrado padre de familia y se compadeció de esas pobres personas, deseando dejarles marcharse de inmediato. Pero no podía. La ley le exigía abrir e inspeccionar todos los ataúdes, y ésa era la causa de su aflicción.

Porque Wally tenía una manía: no podía soportar la visión de un cadáver. Y le horrorizaba la idea de ver los restos mutilados descritos en primer lugar por Palacios, y después por los recortes de prensa que había leído.

Todo aquello procedía de cuando sus padres obligaron a Wally, a los ocho años, a besar a su abuela muerta, metida en su ataúd. El recuerdo del contacto de aquella carne cerúlea e inerte en sus labios, mientras se debatía y chillaba protestando, le produjo un espantoso escalofrío y Wally se propuso no volver a ver a un muerto en su vida. De adulto se enteró de que la psiquiatría tenía un nombre para esa repugnancia: necrofobia. A Wally le importaba un rábano. Lo único que pedía era no acercarse a los muertos.

Una sola vez, en su larga carrera en el servicio de aduanas, había visto a un muerto por obligaciones profesionales. Fue una ocasión en que llegó el cadáver de un americano, a altas horas de la noche, desde un país extranjero, y Amsler estaba solo de servicio. El pasaporte del difunto indicaba un peso de setenta y cinco kilos, pero la carga pesaba ciento cincuenta. Aun para un ataúd y su embalaje, la diferencia le pareció sospechosa, y Amsler exigió, de muy mala gana, que abrieran el ataúd. El resultado fue horripilante.

El muerto era un obeso, había engordado tremendamente desde la expedición del pasaporte. Además, el cuerpo se había hinchado enormemente a causa de la muerte y un embalsamamiento defectuoso, estaba putrefacto y apestaba de un modo increíble. Al oler ese hedor repugnante, Amsler mandó cerrar de inmediato el ataúd. Salió corriendo y se puso malísimo. Esa sensación de mareo y el hedor insoportable le persiguieron durante varios días y su recuerdo, nunca eclipsado del todo, le invadió de nuevo.

Sin embargo, más fuerte que su recuerdo, más fuerte que sus temores, era su inflexible sentido del deber.

—Lo lamento muchísimo —dijo a Miguel—, pero las normas exigen que se abran los ataúdes para ser inspeccionados.

Eso era lo que más temía Miguel. Hizo un último intento por convencerle.

—Oh, por favor, oficial… ¡Se lo ruego! Hemos pasado tantas angustias, tanta pena… Somos amigos de su país. Seguramente se podrá hacer alguna excepción, por pura compasión… —se dirigió en español a Socorro—: El hombre quiere abrir los ataúdes*.

—¡Ay, no! —gritó ella, horrorizada—. ¡Madre de Dios, no!

Le suplicamos, señor —intervino Rafael—. ¡En el nombre de la decencia, por favor, no!

—¡Por favor, no lo haga, señor! ¡No lo haga! —susurró Baudelio, con la cara desencajada.

Aun sin comprender todas sus palabras. Amsler entendió el significado de lo que le decían.

—Le ruego —dijo a Miguel— que informe a sus amigos que yo no he redactado las normas. A veces no es nada agradable acatarlas, pero es mi trabajo y mi obligación.

A Miguel le daba igual. Era inútil prolongar esa charada. Había llegado el momento de tomar una decisión.

—Sugiero que traslademos los ataúdes a un lugar retirado —prosiguió aquel funcionario imbécil—. El piloto puede encargarse de ello. También le mandaremos ayuda del hangar Uno.

Miguel sabía que no podía permitirlo. Los ataúdes no debían salir del avión. Por lo tanto, no le quedaba más que un recurso: las armas. No habían llegado hasta allí para que un aduanero cabrón* les derrotara él solito, y tenía la posibilidad de matarle allí mismo o llevárselo a Perú y ejecutarlo luego allí. A los pilotos también habría que convencerles a punta de pistola; si no, se negarían a despegar por miedo a las posibles consecuencias. Miguel metió la mano dentro de su abrigo. Alcanzó su pistola Makarov de nueve milímetros y le quitó el seguro. Miró a Rafael, y el hombretón inclinó la cabeza en señal de complicidad. Socorro había abierto su bolso.

—No —dijo Miguel—, los ataúdes no se mueven de aquí.

Se desplazó ligeramente, colocándose entre el funcionario de aduanas, los dos pilotos y la portezuela del avión. Empuñó con fuerza la pistola. Era el momento. ¡Ahora!

En ese mismo instante se oyó una voz:

—Llamando a Eco uno siete dos. Sector…

Todos se asustaron excepto Amsler, que estaba acostumbrado a oír el radiotransmisor que llevaba en la cintura. Sin darse cuenta de que la situación había cambiado, se acercó la radio a la boca:

—Sector, aquí Eco uno siete dos.

—Eco uno siete dos —repuso la voz masculina—, Alfa dos seis ocho ordena que termine la misión en curso y se ponga en contacto con él inmediatamente en el cuatro seis siete, veinticuatro, veinticuatro. No use la radio, repito, no use la radio.

—Sector. Diez cuatro. Eco uno siete dos. Corto y cierro.

Al transmitir la confirmación, Amsler apenas podía disimular la alegría de su voz. En el último momento, justo antes de abrir los ataúdes, le habían proporcionado una salida honorable: una orden tajante que no podía desobedecer. Alfa dos seis ocho era el código de su jefe de sector de la zona de Miami e «inmediatamente», en la jerga de su superior, significaba «cagando leches». Amsler también reconoció el número de teléfono: era el de la sección de mercancías del aeropuerto internacional de Miami.

Lo que significaba probablemente el mensaje era que habían recibido un soplo acerca de la llegada de algún vuelo con contrabando a bordo —la mayor parte de los alijos que se capturaban era por ese método— y necesitaban la ayuda de Amsler. La razón para no utilizar la radio era por evitar las filtraciones. Debía dirigirse a toda prisa al teléfono más próximo.

—Señor Palacios, me necesitan con urgencia en otra parte —dijo—. Por lo tanto, despacharé ahora mismo su salida para que se marchen cuando quieran.

Mientras ponía sus garabatos en los papeles, Amsler no tuvo conciencia de la repentina relajación de la tensión, ni del alivio, no tan sólo de los pasajeros, sino de la tripulación. Underhill y Miguel se miraron de reojo. El piloto, que había notado que estaban a punto de sacar las armas, se preguntó si debía exigirles que se las entregaran antes del despegue. Luego, valorando la mirada glacial de Miguel, decidió dejar las cosas como estaban. No quería más retrasos ni complicaciones. Recogerían sus papeles y se irían.

Poco después, mientras Amsler se precipitaba al interior del hangar Uno a llamar por teléfono, oyó cerrarse la escotilla del Learjet y el rugido de sus motores. Se alegró de haber superado ese pequeño episodio y se preguntó qué le estaría esperando en el aeropuerto internacional de Miami. ¿Sería la gran oportunidad de su vida que llevaba tantos años esperando?

El Learjet 55 LR dejó el espacio aéreo de los Estados Unidos y puso rumbo a Sión, en Perú, y ascendió, ascendió… más… más… en la noche.