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Las consecuencias del boletín especial de la CBA sobre el secuestro de la familia de Sloane fueron instantáneas y amplísimas.

La NBC-News, cuyo gesto de generosidad y cortesía de informar a la CBA le había robado el liderazgo, emitió su boletín un minuto más tarde, cambiando sus planes de dar la noticia en el informativo de las doce.

La CBS, la ABC y la CNN, alertadas por el teletipo de la Associated Press y la agencia Reuter, empezaron a transmitir a los pocos minutos. Y también las cadenas locales de televisión de todo el país que no conectaban con ninguna emisora y producían su propio servicio de noticias.

La televisión canadiense también presentó el secuestro de los Sloane en cabecera de los noticiarios de mediodía.

Las emisoras de radio, mucho más veloces en la difusión, dieron la noticia antes que las cadenas de televisión.

De costa a costa del país, los periódicos vespertinos cambiaron los formatos de la primera plana con grandes titulares. Los principales diarios de difusión nacional encargaron a sus corresponsales en Nueva York que elaboraran la historia por su cuenta.

Las agencias de fotografías de prensa iniciaron una frenética búsqueda de fotos de Jessica, Nicholas y Angus Sloane. De Crawford Sloane no faltaban.

La centralita de la CBA quedó colapsada con las llamadas para Crawford Sloane. Cuando se les contestaba que el señor Sloane no podía ponerse, la mayoría dejaban mensajes de solidaridad.

Los reporteros de prensa y los demás medios de comunicación usaron las líneas directas de la CBA-News. Por ese motivo, algunos teléfonos se quedaron bloqueados, dificultando la comunicación con el exterior. Los periodistas que consiguieron línea y querían entrevistar a Sloane fueron informados de que estaba deshecho y no podía hablar con nadie y que, en cualquier caso, no había más información que la que se había dado en el boletín.

La llamada que sí llegó hasta Sloane fue la del presidente de los Estados Unidos.

—Crawf, me acabo de enterar de la espantosa noticia —dijo el presidente—. Sé que tiene demasiadas preocupaciones para decir nada en este momento, pero quiero que sepa que Barbara y yo estamos con usted y su familia, esperando que lleguen buenas noticias muy pronto. Los dos deseamos que este sufrimiento concluya.

—Gracias, señor presidente —contestó Sloane—. Esto significa mucho para mí.

—He dado orden al departamento de justicia —siguió el presidente— de que la investigación del FBI para encontrar a sus familiares tenga prioridad, y de que se utilice cualquier otro recurso de la administración que sea necesario.

Sloane reiteró su agradecimiento.

El contenido de la llamada presidencial fue hecho público de inmediato por el portavoz de la Casa Blanca, sumándose al torrente de información que, evidentemente, dominaría los noticiarios de la noche de todas las emisoras.

Los equipos de cámaras de las emisoras neoyorquinas y las grandes cadenas llegaron a Larchmont poco después de los primeros boletines, y entrevistaron —como dijo un observador— «a casi todo bicho viviente», incluso a algunos con escasa conexión con lo sucedido. La antigua maestra Priscilla Rhea, emocionada por la atención que se le dispensaba, demostró ser la entrevistada favorita, con el comisario de policía de Larchmont en segundo lugar.

Fue tomando cuerpo una asombrosa constatación: varios vecinos de los Sloane notificaron que su domicilio familiar llevaba varias semanas, acaso un mes, bajo vigilancia. Habían visto llegar varios coches distintos, y algunas veces un camión, que permanecían largo tiempo aparcados junto a la casa, con sus ocupantes discretamente ocultos en el interior de los vehículos. Mencionaron algunas marcas y modelos, aunque había cierta confusión acerca de los detalles. Los testigos coincidían en que algunos automóviles estaban matriculados en Nueva York, y otros en Nueva Jersey. No obstante, nadie recordaba la numeración. Uno de los coches descritos por un vecino coincidía con la descripción de Florence, la mujer de la limpieza: el coche que había seguido al Volvo de Jessica Sloane cuando ésta, Nicky y Angus salieron a la compra.

Los periodistas se formularon una pregunta evidente: ¿Por qué nadie había comunicado a la policía la aparente vigilancia?

La respuesta fue siempre la misma: suponían que el famoso señor Sloane disponía de algún tipo de protección… ¿por qué iban a entrometerse los vecinos en una cosa así?

La información acerca de los diversos vehículos llegaba demasiado tarde a la policía.

Los medios de comunicación extranjeros también mostraron un notable interés por la historia del secuestro. Aunque el rostro de Crawford Sloane no resultaba tan familiar fuera del país, la agresión a una figura importante de la televisión parecía revestir consecuencias internacionales.

Esa reacción arrolladora demostraba que el moderno personaje de presentador —la especie Homo promulgare ancora, como lo denominó el Wall Street Journal del día siguiente— se había convertido en un espécimen que competía, en idolatría pública, con reyes, estrellas de cine y de rock, papas, presidentes y príncipes.

La mente de Crawford Sloane era un tumulto de emociones.

Vivió las siguientes horas en una especie de trance, esperando ser informado en cualquier momento de que todo el asunto había sido un malentendido, un error fácilmente explicable. Pero fueron pasando las horas, y el Volvo de Jessica, aparcado en el supermercado de Larchmont sin que nadie lo reclamara, hacía que esta esperanza fuera cada vez menos probable.

Lo que más preocupaba a Sloane en ese momento era el recuerdo de su conversación con Jessica la noche anterior. Era él quien había mencionado la posibilidad de un secuestro, y no era la coincidencia lo que le turbaba: sabía por experiencia que la vida real y las noticias estaban llenas de coincidencias, algunas veces increíbles. Pero en ese momento comprendía que su egoísmo y su presunción le habían hecho pensar que sólo él podía ser víctima de un secuestro. Jessica le había preguntado, incluso: «¿Y los familiares? ¿No podrían ser un objetivo también?». Pero él había rechazado la idea, creyendo que eso era imposible y no hacía falta proteger a Jessica y a Nicky. Y ahora, acusándose de indiferencia y negligencia, su sentimiento de culpabilidad era abrumador.

Naturalmente, estaba muy preocupado por su padre, aunque era evidente que la inclusión de Angus en el suceso era accidental. Había llegado inesperadamente y, por desgracia, había caído en la trampa de los secuestradores.

En otros momentos a lo largo del día, Sloane se reconcomía de impaciencia, anhelando hacer algo, cualquier cosa, aun a sabiendas de que era poco lo que podía hacer. Pensó en irse a Larchmont, pero luego comprendió que no ganaría nada con ello y encima estaría ilocalizable si se producían novedades. Otra de las razones para quedarse allí fue la llegada de tres agentes del FBI que iniciaron una frenética actividad en torno a Sloane.

El agente especial Otis Havelock, el veterano del trío, demostró inmediatamente que era «un tipo responsable», según la expresión de uno de los realizadores de la Herradura. Insistió en que se le condujera directamente al despacho de Crawford Sloane y una vez allí, después de presentarse, requirió la presencia del jefe de seguridad de la compañía. A continuación, el agente del FBI pidió ayuda por teléfono al departamento de policía municipal de Nueva York.

Havelock, bajito, atildado y calvo, tenía los ojos verdes, bastante hundidos y una mirada directa que nunca desviaba de la persona con la que estaba hablando. Su expresión de suspicacia permanente parecía decir: «Todo esto ya lo he visto y lo he oído muchas veces». Más adelante, Sloane y los demás constataron que su muda declaración era cierta. Con veintiún años de servicio en el FBI, Otis Havelock se había pasado la mayor parte de su vida tratando con las peores infamias humanas.

El jefe de seguridad de la CBA, un detective de la policía neoyorquina retirado, con el pelo entrecano, llegó rápidamente.

—Quiero vigilancia en toda esta planta —le dijo Havelock—, de inmediato. Las personas que han secuestrado a los familiares del señor Sloane pueden volver a intentarlo con él. Sitúe a dos guardias de seguridad junto a los ascensores y a otros dos en todas las escaleras. Deben verificar, y verificar minuciosamente, la identidad de todas las personas que entren o salgan de esta planta. En cuanto lo tenga organizado, emprenda un recuento exhaustivo de toda persona que se halle en esta planta. ¿Está claro?

—Clarísimo —protestó el otro—, y todos lamentamos mucho lo sucedido al señor Sloane. Pero no dispongo de efectivos ilimitados y lo que me está pidiendo es excesivo. Tengo otras responsabilidades de seguridad que no puedo desatender.

—Ya las ha desatendido —respondió con brusquedad Havelock, al tiempo que le enseñaba una tarjeta de identificación plastificada—. ¡Mire! La he utilizado para penetrar en el edificio. Se la mostré al guardia de la entrada y me dejó pasar.

El encargado de seguridad observó el carnet, que ostentaba la foto de un hombre de uniforme.

—¿Quién es este hombre?

—Pregúnteselo al señor Sloane —dijo Havelock tendiendo la tarjeta a Crawford Sloane.

Éste la miró y, a pesar de su angustia, soltó una carcajada:

—¡Es el coronel Gaddafi!

—La he encargado a propósito —explicó el agente federal—, y la utilizo algunas veces para demostrar a las empresas lo mal que funciona su servicio de seguridad. —Luego, dirigiéndose al alicaído jefe de seguridad—: Ahora, haga lo que le he dicho. Refuerce la vigilancia en esta planta y ordene a su gente que compruebe atentamente la documentación, incluidas las fotos.

Cuando el empleado salió, Havelock dijo a Sloane:

—La razón de que la seguridad sea deficiente en la mayor parte de las grandes compañías es que no es un departamento rentable; por tanto, los encargados de administración recortan ese presupuesto hasta la médula. Si hubiera habido un servicio de seguridad adecuado, se hubiera procurado protección para usted y su familia.

—Ojalá hubiera estado usted aquí para sugerirlo —dijo Sloane apesadumbrado.

Unos minutos antes, Havelock había telefoneado al departamento de policía de Nueva York y había hablado con el jefe de detectives, explicándole que se había producido un secuestro y pidiéndole protección para Crawford Sloane. En ese momento se oyó desde el exterior el sonido de varias sirenas que se acercaban y luego enmudecieron. A los pocos minutos entraron un teniente y un sargento de policía uniformados.

Tras las presentaciones, Havelock dijo al teniente:

—Quiero dos coches patrulla con radio ante la puerta, para señalar la presencia de la policía, un oficial apostado en cada puerta y otro en el vestíbulo principal. Diga a sus hombres que detengan e interroguen a cualquier sospechoso.

—Bien —respondió el teniente; y luego, dirigiéndose a Sloane, casi con reverencia—: le protegeremos, señor. En casa, mi mujer y yo siempre le vemos en el telediario. Nos gusta cómo lo hace usted.

—Gracias —dijo Sloane, con una inclinación de cabeza.

Los policías miraron a su alrededor, como con ganas de rezagarse por allí, pero Havelock lo tenía todo pensado:

—Pueden hacer un registro completo y mandar a alguien a la azotea. Echen un vistazo desde arriba a todo el edificio. Comprueben que no queda ninguna puerta sin cubrir.

Asegurándole que se haría todo lo posible, el teniente y el sargento salieron.

—Me temo, señor Sloane, que se va a hartar de verme —dijo el agente especial cuando se quedaron solos—. Me han ordenado que no me separe de usted. Ya ha oído que pensamos que puede ser usted el siguiente objetivo de los secuestradores.

—Yo también lo había pensado algunas veces —dijo Sloane, y luego, expresando el sentimiento de culpabilidad que sentía—: Pero nunca se me ocurrió que mi familia pudiera correr peligro.

—Porque usted pensaba racionalmente. Pero los criminales inteligentes son impredecibles.

—¿Cree usted que tendremos que habérnoslas con esa clase de gente? —preguntó el presentador con nerviosismo.

La expresión del agente federal no cambió; él no solía perder el tiempo en frases de consuelo.

—No sabemos todavía qué clase de gente son. Pero he descubierto que conviene no subestimar nunca al enemigo. Si más adelante resulta que se ha sobrevalorado, mejor.

»No tardarán en llegar otros colegas míos —prosiguió Havelock—, aquí y a su casa, con artilugios electrónicos. Queremos grabar sus llamadas telefónicas, así que, mientras esté aquí, atienda todas las llamadas por su línea personal. —Señaló la mesa de Sloane—: Si los secuestradores se ponen en contacto con usted, haga lo de siempre: alargue la conversación todo lo posible, aunque hoy día se localizan las llamadas mucho más de prisa que antes, y los delincuentes también lo saben.

—¿Sabe que el teléfono de mi casa no está en la guía?

—Sí, pero supongo que los secuestradores lo habrán conseguido. Lo conocen bastantes personas. —Havelock sacó un cuaderno—: Ahora, señor Sloane, necesito que me conteste a unas preguntas.

—Adelante.

—¿Han recibido, usted o algún miembro de su familia, alguna amenaza, que usted recuerde? Piénselo con detenimiento, por favor.

—Que yo sepa, no.

—¿Cree usted que puede haber hecho algún comentario en los informativos que haya originado alguna enemistad especial por parte de alguna persona o grupo?

—Una vez al día, por lo menos —repuso Sloane levantando las manos en un gesto de impotencia.

—Ya me lo suponía —asintió el agente del FBI—, así que dos de mis colegas van a visionar las grabaciones de sus noticiarios, retrocediendo hasta abarcar los dos últimos años, por si surge alguna idea. ¿Qué me dice del correo? Recibirá usted mucha correspondencia.

—Nunca la leo. El personal de informativos de la emisora no recibe el correo directamente. Es una decisión de la dirección.

Havelock enarcó las cejas y Sloane continuó:

—Todo lo que difundimos genera una enorme cantidad de correspondencia. Leer todo lo que recibimos nos llevaría mucho tiempo. Y si además quisiéramos responder, el proceso sería interminable. La dirección opina que si estamos protegidos de las reacciones individuales ante las noticias podemos mantener mejor nuestra perspectiva e imparcialidad. —Sloane se encogió de hombros—. Quizás algunos no estén de acuerdo, pero así es como se hace.

—Entonces, ¿qué pasa con la correspondencia?

—La filtra un departamento denominado servicio de audiencia. Todas las cartas son contestadas y todo lo que se considera importante se envía al director de la sección de informativos.

—Supongo que conservan todo el correo.

—Creo que sí.

Havelock tomó nota.

—Encargaremos que lo repase alguien.

Durante una pausa Chuck Insen llamó a la puerta y entró.

—¿Puedo interrumpirles…?

Los otros dos asintieron, y el director de realización dijo:

—Crawf, sabes que vamos a hacer todo lo posible por ti, por Jessica, Nicky…

—Sí, lo sé —le agradeció Sloane.

—Creemos que no debes presentar tú las noticias esta noche. Por una parte porque van a hablar mucho de ti. Y por otra, si presentaras el resto, produciría un efecto de normalidad, casi como si la emisora no le diera importancia, lo cual no es cierto.

Sloane lo consideró y luego dijo, pensativo:

—Supongo que tienes razón.

—¿Te sentirías capaz de ser entrevistado… en directo?

—¿Crees que debo hacerlo?

—Ahora que ha saltado la noticia —dijo Insen—, creo que cuanta más publicidad se le dé, mejor. Siempre existe la posibilidad de que algún espectador aporte información.

—Entonces acepto.

Insen asintió y después continuó:

—Sabes que las demás emisoras y la prensa quieren entrevistarte. ¿Darías una conferencia de prensa esta tarde?

—De acuerdo, sí —cedió Sloane, con un gesto de impotencia.

—Cuando termines, Crawf, ¿quieres venir a hablar conmigo y con Les en mi despacho? Queremos que nos des tu opinión respecto a los planes que tenemos.

—Preferiría que, dentro de lo posible —intervino Havelock—, el señor Sloane permaneciera en este despacho, junto a este teléfono.

—No se preocupe, no estaré muy lejos —le tranquilizó Sloane.

Leslie Chippingham ya había telefoneado a Rita Abrams a Minnesota con la ingrata noticia de que debían abandonar sus planes de un fin de semana romántico. Le explicó qué le resultaba imposible salir de Nueva York en medio de esta terrible historia.

Pese a su decepción, Rita fue comprensiva. Los periodistas de televisión estaban acostumbrados a que acontecimientos inesperados trastornaran su vida, incluso sus aventuras amorosas.

—¿Me necesitas ahí? —le había preguntado ella.

—En caso afirmativo, no tardarás en enterarte —le dijo él.

Por lo visto, el agente especial Havelock, habiéndose convertido en la sombra de Crawford Sloane, pretendía acompañar al presentador a la reunión del despacho de Insen. Pero éste le cerró el paso.

—Vamos a discutir temas privados de la emisora. Puede usted recuperar al señor Sloane en cuanto terminemos. Entretanto, si se produce algo urgente, tiene usted libertad absoluta para interrumpirnos.

—Si no le importa —dijo Havelock—, les interrumpo ahora mismo para ver dónde va a estar el señor Sloane.

Se deslizó con determinación por la puerta e inspeccionó la estancia.

Detrás de la mesa de Insen había dos puertas. Havelock las abrió. Una de ellas daba a un armario de material: después de examinar su interior, la cerró. La otra daba a un lavabo. El agente federal entró en él, echó un vistazo y volvió a salir.

—Sólo quería asegurarme —le dijo a Insen— de que no había ninguna otra salida.

—Se lo podía haber dicho yo mismo —contestó éste.

—Algunas cosas prefiero comprobarlas por mí mismo —sonrió levemente Havelock, saliendo del despacho y sentándose ante la puerta.

Cuando el agente realizó su inspección, Leslie Chippingham ya estaba en el despacho, y mientras Sloane e Insen se instalaban dijo:

—Chuck, explícaselo tú.

—El hecho —empezó Insen mirando a Sloane a los ojos— es que no confiamos en las agencias gubernamentales ni en su capacidad para resolver esta situación. Ahora bien, Les y yo no queremos desmoralizarte, pero recordamos muy bien cuánto tiempo tardaron los del FBI en encontrar a Patricia Hearst… más de año y medio. Y otra cosa más…

Insen rebuscó entre los papeles de su mesa y cogió lo que Sloane reconoció enseguida como un ejemplar de su propio libro La cámara y la verdad. Insen lo abrió por una página señalada con un punto.

—Tú mismo has escrito, Crawf: «Los ciudadanos de los Estados Unidos no nos veremos libres del terrorismo en nuestro propio territorio durante mucho tiempo más. Pero no estamos preparados, ni en el aspecto mental ni en ningún otro, para esta clase de guerra despiadada que todo lo impregna». —Insen cerró el libro—. Les y yo estamos completamente de acuerdo.

Hubo un silencio. El recuerdo de sus propias palabras asombró y chocó a Sloane. En lo más hondo, había empezado a preguntarse si había algún motivo terrorista, acaso relacionado con él, detrás del secuestro de Jessica, Nicky y su padre. ¿O era una idea demasiado ridícula para ser considerada siquiera? Al parecer no, puesto que dos expertos veteranos del periodismo apuntaban claramente en la misma dirección.

—¿Creéis en serio que los terroristas…? —preguntó Sloane por fin.

—Es una posibilidad, ¿no? —respondió Insen.

—Sí. —Sloane asintió—. Yo también empezaba a preguntármelo.

—Recuerda —intervino Chippingham— que en este momento no tenemos ni idea de quiénes son los que han raptado a tus familiares, ni lo que quieren. Cabe la posibilidad de que sea un secuestro convencional, a cambio de un rescate económico, y Dios sabe que eso ya sería bastante horrible. Pero estamos considerando otras posibilidades de mayor alcance, por ser tú quien eres.

Insen recogió el hilo de lo que hablaban antes:

—Hemos mencionado al FBI. No queremos preocuparte, pero si consiguen sacarles del país, lo cual entra dentro de lo posible, entonces el gobierno tendrá que recurrir a la CIA. Y bueno, en todos estos años en que ha habido ciudadanos norteamericanos retenidos en el Líbano, la CIA, con todo su poder y sus recursos, sus satélites de espionaje, inteligencia e infiltración, nunca ha logrado descubrir dónde les tenía escondidos una banda de terroristas compuesta por gentuza semianalfabeta. Y eso en un país pequeño, poco mayor que el estado de Delaware. Así que, ¿quién puede afirmar que la misma CIA de siempre será capaz de hacerlo mejor en otra parte del mundo?

El director del departamento expuso sus conclusiones:

—Eso es lo que queremos decir, Crawf, cuando afirmamos que no nos merecen confianza las agencias gubernamentales. En cambio, creemos que nosotros, con nuestra experimentada organización de noticias, acostumbrada al periodismo de investigación, tenemos más oportunidades de descubrir dónde tienen secuestrados a los tuyos.

Por primera vez en todo el día, Sloane se animó.

—Así pues —prosiguió Chippingham—, hemos decidido organizar nuestro propio equipo de investigación interno de la CBA-News. Nuestro esfuerzo se hará a nivel nacional, en primer lugar, y, si fuera necesario, a nivel internacional. Utilizaremos todos nuestros recursos, además de las técnicas de investigación que han funcionado en el pasado. Y vamos a designar a los mejores profesionales, los de mayor talento, desde ahora mismo.

Sloane sintió que le embargaba una oleada de gratitud y alivio.

—Les… Chuck… —empezó.

—No digas nada —le interrumpió Chippingham—. No hace falta. Por supuesto, lo hacemos por ti, pero sólo en parte… También nos concierne a nosotros.

—Ahora queremos preguntarte una cosa, Crawf. —Insen se inclinó hacia delante—. El equipo de investigación necesita un jefe, un corresponsal o un realizador experimentado, que se haga cargo de la dirección, que sepa moverse con soltura en ese campo y que goce de tu confianza. ¿Tienes alguna preferencia en especial?

Crawford Sloane vaciló apenas un instante, sopesando sus sentimientos personales frente a lo que estaba en juego.

—Quiero que lo haga Harry Partridge —declaró con firmeza.