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La sede de la CBA en Nueva York se encontraba en un edificio de ladrillo, de ocho plantas, sencillo y poco impresionante, en la zona este del alto Manhattan. De la antigua fábrica de muebles sólo quedaba la carcasa de la estructura original, y su interior había sido remodelado y restaurado en multitud de ocasiones por diversos contratistas. Ese trabajo poco sistemático y hecho por partes había dado pie a un laberinto de corredores por donde se perdían los visitantes no acompañados.

Pese al lúgubre emplazamiento de la CBA-News, las oficinas contenían una fortuna en prodigios electrónicos, en su mayor parte en territorio del personal técnico, en el segundo sótano, al que a veces se referían como las catacumbas. Y allí, entre una multitud de servicios, había un departamento vital de nombre prosaico: la sala de «cintas de una pulgada».

Todos los reportajes de los equipos de la CBA del mundo entero llegaban vía satélite y, ocasionalmente, por vía terrestre, a la sala de cintas de una pulgada. Y desde allí se enviaban todas las noticias grabadas, a través de una sala de control y de nuevo vía satélite, hasta los espectadores.

Esta sala padecía varios males endémicos: enormes tensiones, nervios a flor de piel, toma de decisiones al instante, órdenes urgentes, sobre todo justo antes y durante las emisiones de Últimas Noticias.

En esos momentos, una persona no familiarizada podría considerar lo que sucedía allí dentro como una escena de un desorganizado manicomio o una pesadilla tecnológica. La impresión era más intensa debido a la semipenumbra, necesaria para observar aquel bosque de pantallas de televisión.

Sin embargo, la operación funcionaba sin tropiezos, deprisa y con precisión. Allí, cualquier error podía ser desastroso, aunque rara vez ocurría alguno.

Media docena de aparatos de montaje de vídeo, inmensos y sofisticados, con consolas y pantallas de televisión incorporadas dominaban la actividad. Tales aparatos utilizaban cintas magnéticas de una pulgada de anchura, de la más alta calidad, y las más fiables. Ante cada consola se sentaba un experto que recibía, montaba y transmitía las cintas a gran velocidad, según las instrucciones. Los montadores, de mayor edad que la media de los profesionales del edificio, formaban un grupo abigarrado que parecía alardear de vestirse descuidadamente y de un comportamiento tumultuoso. Por tales razones, un comentarista les describió como los «pilotos de combate» de la televisión.

Todas las tardes, una hora antes de la edición nacional de Últimas Noticias, un productor de informativos abandonaba su puesto en la Herradura y bajaba cinco pisos para dirigir a los montadores de la sala de cintas de una pulgada. Una vez allí, ejercía de maestro, dando instrucciones a voz en grito y gesticulando con los brazos; visionaba todo el material que llegaba para el noticiario de esa noche, y decidía modificaciones en el montaje si las consideraba necesarias, al mismo tiempo que mantenía informados a sus colegas de la Herradura de las noticias de que disponía y de lo que le parecían a primera vista.

Siempre parecía que todo llegaba a la sala de cintas de una pulgada a toda prisa y con retraso. Era tradicional que los realizadores, los corresponsales y los montadores que trabajaban en la calle pulieran y revisaran su material hasta el último momento, así que la mayor parte llegaba durante la media hora previa al inicio de la emisión, e incluso con la edición en antena. Algunas veces, la primera parte de una crónica salía del vídeo para ser emitida mientras la segunda parte todavía se estaba grabando en otro aparato paralelo. Durante esos momentos, los montadores, nerviosos y sudorosos, se esforzaban al máximo.

El productor ejecutivo que solía asumir esa tarea era Will Kazazis, nacido en Brooklyn, descendiente de emigrantes griegos, cuya excitabilidad había heredado. Ese rasgo, sin embargo, era muy adecuado para su cargo y, a pesar de ello, nunca perdía los estribos. Así pues, fue Kazazis quien recibió la transmisión vía satélite de Rita Abrams desde Dallas-Fort Worth: las primeras imágenes de Minh Van Canh «sin desbrozar» y la grabación de la crónica de Harry Partridge, con su primer plano final.

Eran las 18.48… Quedaban diez minutos de emisión. Acababa de empezar una cuña de publicidad.

Kazazis ordenó al montador que había recibido la transmisión:

—Móntalo rápido. Utiliza toda la grabación de Partridge, con las mejores imágenes. A tu criterio. ¡Venga, rápido!

Por mediación de un ayudante, Kazazis ya había avisado a la Herradura de que había llegado el reportaje de Dallas. Chuck Insen, que estaba en la sala de control, le preguntó por teléfono:

—¿Qué tal es?

—¡Fantástico! ¡Magnífico! —le contestó Kazazis—. Justo lo que se podría esperar de Harry y Minh.

Sabiendo que no le daba tiempo para visionar personalmente la crónica, y con absoluta confianza en Kazazis, Insen le ordenó:

—Que salga justo después de la publicidad. Preparados.

Con menos de un minuto por delante, el montador de vídeo, sudando en su cubículo climatizado, seguía montando, combinando apresuradamente imágenes, comentarios y sonido de fondo natural.

La orden de Insen fue repetida al presentador y a un redactor que se sentaba junto a él. Ya tenían preparada la entrada y el redactor le pasó una hoja a Crawford Sloane que le echó un vistazo, cambió un par de palabras y le dio las gracias con una inclinación de cabeza. Un instante después el panel electrónico del presentador, que contenía el texto de la siguiente noticia, cambió a la historia de Dallas. En el estudio, mientras estaba concluyendo el último anuncio, el realizador anunció:

—Diez segundos… cinco… cuatro… dos…

Al recibir su indicación con la mano, Sloane empezó, con expresión grave:

Hace unos minutos habíamos comunicado durante esta edición una colisión en vuelo cerca de Dallas entre un Airbus de Muskegon Airlines y un aparato particular. El avión particular se ha estrellado. No hay supervivientes. El Airbus, con fuego a bordo, ha llevado a cabo un aterrizaje forzoso en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth hace escasos minutos, con importantes daños. En el escenario de la tragedia se halla el corresponsal de esta cadena Harry Partridge, que nos acaba de enviar esta crónica.

El frenético trabajo de la sala de cintas de una pulgada acababa de terminar el montaje hacía escasos segundos tan sólo. En los monitores de todo el edificio y de millones de aparatos de televisión de toda la zona oriental y central de los Estados Unidos, e incluso de allende la frontera canadiense, la dramática imagen de un avión en llamas que se aproximaba fue creciendo progresivamente en las pantallas mientras la voz de Partridge empezaba: «Los pilotos de una antigua guerra nuestra lo llamaban aterrizar con un ala y una oración…».

El reportaje y las imágenes en exclusiva, así como el resultado del montaje, habían salido en la primera edición del informativo nacional.

Inmediatamente después de la primera emisión saldría a antena la segunda. Siempre se había hecho así: era para las cadenas filiales del este que no transmitían la primera edición, y sobre todo las emisoras del oeste y el centro-oeste del país, que grababan la segunda emisión y la retransmitían más tarde.

Desde luego, la crónica de Partridge sobre el suceso de Dallas-Fort Worth saldría en cabecera de la segunda edición. Pero mientras las cadenas de la competencia tendrían imágenes posteriores al aterrizaje para sus segundas ediciones, las imágenes de la CBA rodadas en directo constituirían una exclusiva mundial y se repetirían en muchas ocasiones en los días sucesivos.

Había dos minutos de intermedio entre el final de la primera edición y el inicio de la segunda, y Crawford Sloane los empleó para telefonear a Chuck Insen.

—Oye —le dijo Sloane—, creo que deberíamos incluir el reportaje de Arabia.

—Ya que tienes tantas influencias —repuso Insen sarcásticamente—, ¿puedes conseguir cinco minutos más de emisión?

—No estoy bromeando. Ese reportaje es importante.

—También es pesado como el petróleo. Ni hablar.

—¿Tiene alguna importancia el que yo no esté de acuerdo?

—Desde luego. Por eso hablaremos de ello mañana. Mientras tanto, aquí tengo ciertas responsabilidades.

—Que incluyen, o deberían hacerlo, opiniones sensatas sobre la información extranjera.

—Cada cual tiene su cometido —le dijo Insen—, y a ti se te está echando el tiempo encima. Ah, por cierto, has manejado muy bien la historia de Dallas, de principio a fin.

Sin contestarle, Sloane colgó el teléfono de la mesa de presentador. Luego le dijo al redactor que tenía a su lado:

—Consigue que alguien localice a Harry Partridge en el aeropuerto de Dallas. Quiero hablar con él durante el próximo intermedio, para felicitarle a él y a todos los demás.

El realizador de estudio anunció:

—¡Quince segundos!

Sí, decidió Sloane, mañana Insen y él tendrían una conversación y sería una confrontación. Tal vez Insen hubiera agotado su servicio activo y le hubiera llegado la hora de retirarse.

Chuck Insen estaba muy serio, con la boca tensa, cuando, al final de la segunda emisión y antes de marcharse a su casa, regresó a su despacho a recoger una docena de revistas para leerlas más tarde.

Leer, leer y leer, mantenerse informado en todos los frentes, era la ardua tarea de un director de informativos. Dondequiera que estuviese y fuera cual fuera la hora, Insen se sentía obligado a coger un periódico, una revista, un boletín, un ensayo —a veces oscuras publicaciones de cualquier categoría— igual que otra persona cogería una taza de café, un pañuelo o un cigarrillo. A menudo se despertaba en plena noche y se ponía a leer, o a escuchar algún programa de radio extranjero en onda corta. En su casa, a través de su ordenador personal, tenía acceso a las principales agencias de prensa y todas las mañanas, a las cinco, les daba un repaso. De camino a la oficina, escuchaba la radio del coche —sobre todo las noticias de la CBS, que para él, lo mismo que para muchos profesionales, ofrecía el mejor servicio informativo.

Según Insen, era esta visión de conjunto lo más amplia posible de los ingredientes de los informativos y de los temas que interesaban a la gente corriente, la que hacía su propia opinión sobre las noticias superior a la de Crawford Sloane, que pensaba con demasiada frecuencia en términos elitistas.

Insen tenía su filosofía acerca de los millones de espectadores que veían su edición nacional de noticias de la tarde. Para él, lo que quería la mayor parte del público era la respuesta a tres preguntas básicas: ¿Está a salvo el mundo? ¿Están a salvo mi casa y mi familia? ¿Ha ocurrido hoy algo interesante? Por encima de todo lo demás, Insen intentaba asegurarse de que su noticiario respondía a eso todas las noches.

Estaba cansado, harto, pensó Insen con rabia, de la actitud fanfarrona y los aires del presentador respecto a la selección de noticias. Al día siguiente ambos mantendrían un acalorado enfrentamiento, en el que Insen le diría exactamente lo que estaba pensando en ese momento, y al infierno con las consecuencias.

¿Qué consecuencias podría acarrearle? Bueno, hasta entonces, en cualquier tipo de disensión entre un presentador de informativos y su director, siempre había salido vencedor el presentador, y el director de realización había tenido que buscar trabajo en otro sitio. Pero estaban cambiando muchas cosas en los noticiarios de televisión. Ahora imperaba un clima distinto, y alguna vez habría de ser la primera en que cesara un presentador y permaneciera un director.

Con tal posibilidad en mente, Insen había mantenido hacía unos días una conferencia telefónica exploratoria, estrictamente confidencial, con Harry Partridge. El director de realización quería saber si a Harry Partridge le interesaría volver del frío, instalarse en Nueva York y ser el presentador del boletín nacional de Últimas Noticias. Cuando quería, Harry sabía irradiar autoridad y valía para ese puesto: ya lo había demostrado en varias ocasiones sustituyendo a Sloane durante sus vacaciones.

La respuesta de Partridge fue una mezcla de sorpresa e incertidumbre, pero por lo menos no le había dicho que no. Crawf Sloane, por supuesto, no sabía nada de tal conversación.

En cualquier caso, en cuanto a sus relaciones con Sloane, Insen estaba convencido de que no podían seguir enfrentándose sin tomar pronto una resolución.