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El equipo especial de investigación de la CBA-News logró un importante triunfo en menos de tres días.
En Larchmont, Nueva York, el infame terrorista colombiano Ulises Rodríguez fue identificado como uno de los secuestradores de los Sloane y, tal vez, como dirigente de la banda.
El domingo por la mañana —como les prometieron la víspera— llegó a la sede de la CBA-News una copia de un dibujo al carboncillo de Rodríguez, realizado hacia veinte años por un compañero suyo de la Universidad de Berkeley de California. El realizador Karl Owens, que había descubierto el nombre de Rodríguez a través de sus contactos en Bogotá y el departamento de Inmigración de los Estados Unidos, recibió personalmente el dibujo y se encargó de llevarlo a Larchmont. Le acompañaron un equipo de cámaras y sonido y un corresponsal de Nueva York convocado apresuradamente.
Con la cámara en acción, Owens mandó al corresponsal enseñar seis fotos a la señorita Rhea, la maestra de escuela retirada que había presenciado el secuestro en el aparcamiento del supermercado. Una de las fotos era el retrato de Rodríguez y las otras cinco procedían de sus archivos y representaban a hombres de cierta semejanza con Rodríguez. Priscilla Rhea señaló instantáneamente el dibujo de Rodríguez.
—Es él. Es el que me gritó que estaban rodando una película. Está más joven en el retrato, pero es el mismo hombre. Le habría reconocido en cualquier parte —añadió—: cuando le vi, parecía el jefe.
En ese punto, la CBA-News tenía la información en exclusiva.
(Desde luego, no sabían que Ulises Rodríguez estuviera utilizando el nombre de Miguel, ni que para salir del país empleara el alias de Pedro Palacios. Pero teniendo en cuenta que los terroristas utilizaban diversos nombres, eso no tenía ninguna importancia).
Cuatro miembros del equipo especial —Harry Partridge, Rita Abrams, Karl Owens e Iris Everly— discutieron sobre el descubrimiento ese mismo domingo a última hora de la tarde, en una sesión informal. Owens, justamente complacido por su hallazgo, quería dar la noticia en el boletín nacional del lunes por la noche.
Pero Partridge vacilaba y Owens insistió enérgicamente:
—Mira, Harry, no lo tiene nadie. Somos los primeros. Si lo comunicamos mañana, daremos el golpe y nos llevaremos todos los honores, incluyendo, por más que les duela, el New York Times y el Washington Post. Pero si lo callamos y esperamos demasiado tiempo, puede haber una filtración y perdemos la exclusiva. Sabes tan bien como yo que la gente acaba hablando. La misma señorita Rhea de Larchmont puede decírselo a alguien y que se corra la voz. También se le puede escapar a alguien de la casa y cabe la posibilidad de que se entere la competencia.
—Yo estoy de acuerdo con él —dijo Iris Everly—. Harry, si quieres que mañana salgamos al aire, sin Rodríguez, no tengo nada nuevo que decir.
—Ya lo sé —dijo Partridge—. Yo también lo estoy considerando, pero hay buenas razones para esperar. No tomaré ninguna determinación hasta mañana.
Con eso conformó a los demás.
Partridge decidió por su cuenta que debía informar a Crawford Sloane de su reciente descubrimiento. Crawf estaba sufriendo una tortura mental tan agobiante que cualquier paso hacia delante, aunque fuera poco concluyente, sería bien recibido. Aunque era tarde —cerca de las diez de la noche—, Partridge decidió ir a visitar a Sloane. Evidentemente no podía telefonearle. El FBI tenía intervenido el teléfono de la casa de Larchmont, y Partridge no estaba dispuesto a comunicar todavía la nueva información al FBI.
Utilizando el teléfono de su despacho personal, pidió que un coche de la compañía con chófer le esperara ante la puerta principal.
—Te agradezco que hayas venido, Harry —le dijo Crawford Sloane cuando Partridge terminó su relato—. ¿Pensáis difundirlo mañana?
—No estoy seguro. —Partridge le describió sus reflexiones en los dos sentidos, y añadió—: Quiero consultarlo con la almohada.
Estaban tomando una copa en el cuarto de estar, en el mismo sitio en que, hacía cuatro días, pensó Sloane con tristeza, había estado charlando con Jessica y Nicholas al volver del trabajo.
Cuando Partridge llegó, un agente del FBI le había mirado inquisitivamente. El agente sustituía a Otis Havelock, que se había ido a su casa a ver a su familia. Pero Sloane había cerrado con determinación la puerta de comunicación con el vestíbulo, y los dos periodistas hablaron en voz baja.
—Cualquiera que sea tu decisión —dijo Sloane—, te apoyaré. En cualquier caso, ¿crees que es razón suficiente para irte a Colombia?
Partridge meneó la cabeza:
—Todavía no. Rodríguez es un asesino a sueldo. Ha actuado en toda América Latina y también en Europa. Por lo tanto, necesito saber más; concretamente, de dónde procede esta operación. Mañana volveré a usar a fondo el teléfono. Y los demás harán lo mismo.
Una de las llamadas que quería repetir Partridge era al abogado criminalista con quien había hablado el viernes, y que todavía no le había contestado. Su instinto le decía que cualquiera que operara en los Estados Unidos como parecía haber hecho Rodríguez necesitaría algún contacto con las organizaciones criminales.
Cuando Partridge se iba a marchar, Sloane le pasó un brazo por los hombros.
—Harry —le dijo, con emoción en la voz—, creo que la única posibilidad que tengo de recuperar a Jessica, Nicky y mi padre eres tú. —Vaciló un momento y luego continuó—: Supongo que en algunos momentos tú y yo no hemos sido grandes amigos, ni siquiera compañeros, y reconozco la parte de culpa que me corresponde. Pero aparte de eso, sólo quiero que sepas que todo lo mejor que tengo y más valoro en este mundo depende de ti.
Partridge intentó encontrar las palabras apropiadas para responderle, pero no pudo. Entonces asintió varias veces, apretó también el hombro de Sloane y le dijo:
—Buenas noches.
—¿Adónde, señor Partridge? —le preguntó el chófer de la CBA.
Era cerca de medianoche y Partridge le respondió cansado:
—Al hotel Intercontinental, por favor.
Se recostó en el asiento del coche, recordando la despedida de Sloane, y pensó que él también sabía lo que significaba perder, o enfrentarse a la posibilidad de perder a un ser querido. En su caso, hacía mucho tiempo, había sido Jessica en primer lugar, aunque aquellas circunstancias no tenían nada que ver con la desesperada situación de Crawford. Y más tarde, había sido Gemma…
«¡No!», se dijo. No se permitiría volver a pensar en ella esa noche. El recuerdo de Gemma le perseguía tan a menudo últimamente… siempre le ocurría cuando estaba cansado… y con sus recuerdos siempre se mezclaba el dolor.
Partridge se obligó a pensar en Crawf, que, a la terrible circunstancia que afectaba a Jessica, debía añadir la pérdida de un niño, su hijo. Partridge no había tenido hijos. Sin embargo, se imaginaba que la pérdida de un hijo debía de ser terrible, tal vez una de las desgracias más insoportables. Gemma y él querían tener hijos…
—Ay, querida Gemma… —suspiró.
Se abandonó, relajándose mientras el automóvil, deslizándose con suavidad, cubría la distancia hasta Manhattan, y dejó vagar sus pensamientos libremente.
Después de su sencilla boda en Panamá, cuando pronunciaron sus breves votos ante el juez* municipal con su guayabera* de algodón, Partridge siempre había albergado la convicción de que las ceremonias sencillas producían los mejores matrimonios, y que los circos lujosos y los banquetes daban un más alto índice de divorcios.
Admitía que era un prejuicio, basado sobre todo en su propia experiencia. Su primer matrimonio, en Canadá, había empezado con una «boda de blanco» completa, con damas de honor, varios cientos de invitados y los ritos de la iglesia —por insistencia de la madre de la novia—, precedida por los teatrales ensayos que arrebataron a la ceremonia todo su significado. Más tarde, el matrimonio sencillamente no funcionó y Partridge reconocía su parte de culpa, y el retórico compromiso de «hasta que la muerte nos separe» se limitó a un año, por mutuo consentimiento, esta vez ante un juez. Sin embargo, su matrimonio con Gemma, desde sus irregulares inicios a bordo del avión papal, se había fortalecido a medida que su amor iba creciendo. Partridge no había sido más feliz en toda su vida.
Continuó su labor de corresponsal de la emisora en Roma, donde los periodistas extranjeros «vivían como reyes», según la expresión de un colega de la CBS. Casi inmediatamente después del viaje pontificio, Partridge y Gemma encontraron un apartamento en un palazzo del siglo XVI. A mitad de camino entre la Piazza di Spagna y la Fontana di Trevi, tenía ocho dormitorios y tres balcones. En aquella época, en que las cadenas de televisión gastaban el dinero como si no fuera a existir el mañana, pagaban el alojamiento a sus corresponsales, que elegían personalmente su vivienda. Después, con el recorte de presupuestos y la estrecha supervisión de los contables, era la emisora la que se encargaba de proporcionarles alojamiento: más económico y de peor calidad. En cualquier caso, cuando vio la que sería su primera casa, Gemma declaró:
—Harry, mio amore, esto es el cielo. Pero yo lo convertiré en el séptimo cielo. Y lo hizo.
Gemma tenía el don de transmitir la risa, la alegría y el amor a la vida. Además, llevaba la casa con maestría y era una cocinera excelente. Lo que era incapaz de hacer, como Partridge averiguó en seguida, era administrar el dinero o llevar un talonario de cheques. Cuando Gemma firmaba un talón, solía olvidarse de anotarlo, así que el saldo de su cuenta era invariablemente más bajo de lo que ella creía. Y encima, incluso cuando se acordaba de anotar sus gastos, su aritmética era un desastre —a veces sumaba en lugar de restar—, así que Gemma y el banco estaban siempre en desacuerdo.
—Harry, tesoro —se quejaba ella un día, después de una severa amonestación del director de su banco—, los banqueros no tienen sentimientos. Son… ¿cómo se dice en inglés?
—¿Te parece bien pragmáticos? —le propuso él, divertido.
—Oh, Harry, eres tan inteligente… Sí —repitió Gemma muy decidida—, los banqueros son demasiado pragmáticos.
Partridge no tardó en encontrar una solución. Simplemente, llevaba él las cuentas de la casa, lo cual le parecía una contribución bastante insignificante a cambio de la multitud de elementos agradables que ella había puesto en su vida. Otro de los problemas de Gemma requería más mano izquierda. Le encantaban los coches. Tenía un destartalado Alfa Romeo que conducía, como todos los italianos, como un diablo enloquecido. Algunas veces Partridge, sentado a su lado en el Alfa Romeo o en su BMW, cerraba los ojos convencido de que estaba a punto de ocurrir alguna desgracia. Cuando no pasaba nada, se comparaba a un gato que había perdido otra de sus siete vidas.
No le quedaban más que cuatro cuando se atrevió por fin a preguntar a Gemma si estaba dispuesta a considerar la idea de dejar de conducir.
—Es que te quiero tanto —le aseguró—. Cuando estoy fuera tengo pesadillas, me horroriza que te pase algo con el coche y encontrarte herida a la vuelta.
—Pero Harry —protestó ella, sin entender nada—, soy una conductora prudente. Por el momento Partridge lo dejó ahí, aunque sacaba el tema a relucir de vez en cuando, con otra estrategia: Gemma era realmente una conductora segura, pero él estaba neurótico y se ponía nerviosísimo. Lo más que consiguió, sin embargo, fue una promesa condicional.
—Mio amore, en cuanto me quede embarazada dejaré de conducir. Eso te lo juro. Era un recordatorio de sus deseos de tener hijos.
—Por lo menos tres —le anunció Gemma poco después de casarse, y Partridge no tenía razón para discrepar. Entretanto, él seguía viajando periódicamente, atendiendo a su trabajo en la CBA-News, y al principio Gemma también continuó su trabajo de azafata. Pero comprendieron en seguida que de ese modo se iban a ver muy poco, porque cuando Partridge regresaba de sus misiones, a veces Gemma estaba volando; y al revés. Fue Gemma la que decidió dejar de trabajar como azafata de vuelo para ajustar sus horarios.
Por suerte, cuando comunicó a Alitalia que pensaba marcharse, la compañía le asignó un destino fijo en tierra, en la misma Roma. Gemma y Partridge estuvieron mucho más tiempo juntos.
Emplearon sus ratos libres explorando y disfrutando Roma, buceando en sus milenios de historia, y Partridge descubrió que su mujer sabía montones de cosas interesantísimas.
—El emperador Augusto, Harry, que era hijo adoptivo de Julio César, organizó un servicio de bomberos con esclavos. Pero hubo un gran incendio que no consiguieron apagar, así que descartó a los esclavos y los sustituyó por hombres libres, los vigiles, que lo hicieron mejor. Eso se debe a que los hombres libres desean de veras apagar los incendios.
—¿De verdad? —le dijo Partridge, incrédulo.
Gemma se limitó a sonreírle, aunque más tarde él averiguó que era cierto, y que tal hecho aconteció el año 6 después de Cristo. Más adelante, en ocasión de un Simposio sobre la Libertad organizado por las Naciones Unidas en Roma, que Partridge se encargó de cubrir, incluyó astutamente la historia de la antigua brigada de bomberos en su reportaje para la CBA.
Y en otra ocasión:
—La Capilla Sixtina, Harry, donde se elige cada vez al nuevo Papa, debe su nombre al Papa Sixto IV. Autorizó los burdeles en Roma y tuvo hijos, uno de ellos incluso con su propia hermana. Y a tres de sus hijos los nombró cardenales.
Y de nuevo:
… La Scala di Spagna, de la famosa plaza, debería llamarse Scala di Francia. Fueron los franceses quienes sugirieron la idea de la escalinata, un ciudadano francés legó el dinero para su construcción. Pero resulta que… ¡paf!, estaba justo al lado la Embajada española. España no tuvo nada que ver, absolutamente nada, Harry, con la famosa escalinata.
Cuando su trabajo y su tiempo libre se lo permitían, Harry y Gemma recorrían la campiña italiana, hasta Florencia, Venecia o Pisa. Un día, a la vuelta de un viaje a Florencia en tren, Gemma se puso muy pálida y tuvo que ir varias veces al lavabo. Cuando Partridge le expresó su preocupación, ella quitó importancia a su malestar.
—Ha debido de sentarme mal algo que he comido. No te inquietes.
En Roma, al bajarse del tren, Gemma pareció recuperarse y al día siguiente Partridge acudió a trabajar como todos los días a las oficinas de la CBA. Sin embargo, cuando llegó a casa por la tarde, le sorprendió encontrar en la mesa del comedor, junto a su cubierto de la cena, un platito con las llaves del Alfa Romeo de Gemma. Cuando le preguntó qué era aquello, Gemma le contestó con una sonrisa:
—Hay que cumplir las promesas.
De momento se quedó desconcertado, pero luego recordó, con una oleada de cariño y una exclamación de alegría, la promesa de Gemma: «En cuanto me quede embarazada, dejaré de conducir».
Gemma tenía los ojos húmedos de felicidad mientras se besaban y se abrazaban tiernamente.
Una semana más tarde, Partridge recibió la comunicación de la CBA-News de que su corresponsalía en Roma había terminado y le iban a mandar a un destino más importante: la corresponsalía en Londres.
Su primera reacción fue preguntarse cómo se lo tomaría Gemma. No tenía por qué preocuparse.
—¡Qué maravillosa noticia, Harry caro! —le dijo—. Me encanta Londres. He estado allí muchas veces cuando volaba en Alitalia. Haremos allí una vida maravillosa juntos.
—Ya hemos llegado, señor Partridge.
Partridge, que había cerrado un rato los ojos en el coche de la compañía —momentáneamente, mientras recordaba—, descubrió al abrirlos que ya estaban en Manhattan, detenidos en la calle Cuarenta y ocho, frente al hotel Intercontinental. Dio las gracias al chófer, se despidió y penetró en el hotel. Mientras subía a su habitación en el ascensor, se dijo que ya era lunes y que probablemente la semana que tenía por delante sería crucial.