7
Jessica tardó varios minutos en aceptar la posibilidad de que lo que le había dicho Nicky —que estaban realmente en Perú— fuera concebiblemente cierto.
¡Era imposible! ¡No habían tenido tiempo!
Pero gradualmente fue descartando sus primeras suposiciones, recuperó parte de la memoria y la probabilidad le pareció mayor. Reflexionó que sí, que efectivamente cabía la posibilidad de que Nicky, Angus y ella hubieran estado inconscientes mucho más tiempo de lo que ella creía, incluso cuando pensaba que se hallaban en un estado del sur.
Aunque, si aquello era Perú, ¿cómo habían llegado allí? No debía de ser tan fácil sacar a tres personas inconscientes.
Y de repente, ¡un destello de memoria! Una imagen clara y nítida, totalmente olvidada hasta ese preciso instante.
Durante aquel breve episodio, cuando había forcejeado y había logrado agredir a Caracortada, en aquellos momentos de desesperación, había visto dos ataúdes vacíos, uno más grande que otro. Aquella visión horripilante le había hecho creer que Nicky y ella estaban a punto de ser asesinados.
Pero entonces, con un estremecimiento, Jessica asumió que les habían trasladado encerrados dentro de aquellos ataúdes… ¡como si estuvieran muertos! La idea era tan espantosa que no quiso pensar en ella. En cambio, se obligó a ocuparse del presente, por más doloroso y lamentable que fuese.
Jessica, Nicky y Angus seguían caminando a trompicones, con las manos atadas a la espalda, por el estrecho sendero que zigzagueaba entre la densa vegetación y los árboles. Les precedían unos cuantos hombres armados y otros les seguían. Al menor signo de aminorar la marcha, los de detrás gritaban:
—¡Ándale! ¡Apúrense! * —empujándoles con sus fusiles para darles prisa.
Y hacía calor. Un calor increíble. Todos sudaban a mares.
Jessica se preocupaba por los otros dos. Ella padecía un intenso dolor de cabeza, náuseas y el acoso de una miríada de insectos zumbones que era incapaz de repeler. ¿Cuánto duraría todo aquello? Nicky les había dicho que se dirigían a un río. Seguramente no tardarían en llegar.
Sí, decidió Jessica, el confidente de Nicky decía la verdad. Aquello era Perú. Al comprender lo lejos que se hallaban de casa, y lo remotas que eran las posibilidades de que les rescataran, tuvo ganas de echarse a llorar.
El suelo que pisaban se volvió fangoso, dificultando cada vez más el avance. De pronto, Jessica oyó un grito a su espalda, una conmoción y un ruido sordo. Al volverse, vio que Angus se había caído. Tenía la cara metida en el barro.
El anciano intentó resueltamente levantarse, pero las manos atadas no se lo permitieron. Los pistoleros que le seguían soltaron una carcajada. Uno de ellos le apuntó con su fusil, dispuesto a clavárselo en las costillas.
—¡No, no, no! —gritó Jessica.
Su exclamación desconcertó momentáneamente al hombre y, antes de que éste reaccionara, Jessica corrió junto a Angus y se tiró de rodillas a su lado. Consiguió mantener la posición vertical aunque, con las manos atadas, no podía ayudarle a levantarse. El pistolero se dirigió furioso hacia ella, pero le detuvo la voz de Miguel. Procedente de la cabeza de la columna, Miguel apareció, seguido de Socorro y Baudelio.
Antes de que nadie abriera la boca, Jessica levantó la voz, temblorosa de emoción:
—Sí, somos vuestros prisioneros. No sabemos por qué, pero sabemos que no podemos escaparnos. Y vosotros también lo sabéis. Entonces, ¿por qué nos lleváis atados? Necesitamos las manos para no caernos. ¡Mirad lo que ha pasado! Por favor, por favor, tened un poco de compasión. ¡Os lo suplico, desatadnos las manos!
Por primera vez, Miguel vaciló, en especial cuando Socorro le susurró algo al oído:
—Si uno de ellos se rompe un brazo o una pierna, o se hace una herida, puede coger una infección, y en Nueva Esperanza no tenemos medios para curarles.
—Tiene razón —dijo Baudelio.
Miguel, con una mueca de impaciencia, dio una orden en español. Uno de los pistoleros —el hombre que había socorrido a Nicky en el camión— se adelantó. Sacó una navaja de una funda que llevaba al cinto y se acercó a Jessica. Ella notó cómo se le aflojaban las ataduras de las muñecas y luego se le caían. Nicky fue el siguiente. Angus se incorporó mientras le segaban las suyas, y luego Jessica y Nicky le ayudaron a ponerse en pie.
Entre nuevas voces y órdenes, volvieron a ponerse en marcha.
En los últimos minutos, Jessica había averiguado varias cosas. Primera, su destino era Nueva Esperanza, aunque ese nombre no le decía nada. Segunda, el hombre que había hablado con Nicky se llamaba Vicente: había oído cómo le llamaban mientras les cortaba las cuerdas. Tercera, la mujer que había intercedido por ellos, la que había abofeteado a Jessica en la choza, tenía ciertos conocimientos médicos. Y Caracortada también. Posiblemente, uno de los dos era médico, o tal vez los dos.
Tomó nota mental de todo, pensando instintivamente que cualquier información podía resultarle útil más adelante.
Poco después, al doblar una curva del sendero, apareció ante ellos un río.
Miguel recordó haber leído en sus primeros tiempos de nihilista que un terrorista que se preciara debía despojarse de sus sentimientos humanos convencionales para lograr sus fines infundiendo terror a quienes se oponían a sus deseos y su voluntad. El mismo sentimiento de odio, aun conveniente para infundir pasión psíquica a los terroristas, en exceso podía ser una desventaja que enturbiara su buen criterio.
En su carrera terrorista, Miguel había seguido escrupulosamente esos dictados, añadiéndoles uno más: la acción y el peligro eran estimulantes para los terroristas. Él los necesitaba como un adicto necesita la droga.
Y ésa era la razón de su desencanto respecto a lo que se les avecinaba.
Durante cuatro meses, desde su viaje a Londres y la adquisición del pasaporte que utilizó para penetrar en los Estados Unidos, le había alimentado una sensación permanente de peligro, la necesidad a vida o muerte de una planificación exquisita; más recientemente, el dulce sabor del éxito, y siempre, una vigilancia constante para asegurarse la supervivencia.
Pero allí, en aquel remoto rincón de la jungla peruana, los peligros eran menores. Aunque siempre existía la posibilidad de que aparecieran las fuerzas gubernamentales, que disparaban antes de preguntar, la mayor parte de las demás presiones eran reducidísimas o inexistentes. Pero Miguel se había comprometido a quedarse allí —o por lo menos en Nueva Esperanza, el pueblecito adonde se dirigían— durante un tiempo no especificado, ya que así lo había exigido Sendero Luminoso en su trato con el cártel de Medellín. ¿Por qué razón? Miguel la desconocía.
Tampoco sabía muy bien para qué habían cogido a aquellos rehenes, ni lo que sucedería ahora que ya los tenían. Sabía que debían vigilarles de cerca, lo cual sería probablemente el objeto de su permanencia, por su reputación de fiabilidad. En cuanto a todo lo demás, se suponía que estaba presumiblemente en manos de Abimael Guzmán —a quien Miguel consideraba un chiflado lunático—, el fundador de Sendero Luminoso, que se creía un inmaculado maoísta. En el supuesto de que Guzmán estuviera vivo. Los rumores acerca de su vida o su muerte corrían con la persistencia —y la inconstancia— de la lluvia en la selva.
Miguel odiaba la selva. Odiaba aquella humedad corrupta, la descomposición y el moho… la sensación de confinamiento, como si la maleza impenetrable, que crecía a increíble velocidad, se cerrara sobre él, el permanente zumbido de los insectos que hacía anhelar unos minutos de silencio y descanso, la repugnante legión de serpientes, silenciosas y resbaladizas. Y la selva inmensa, con una superficie que dobla la de California, representa las tres quintas partes de Perú, aunque sólo alberga al cinco por ciento de su población.
A los peruanos les gusta decir que hay tres Perúes: la bullente región costera, con quinientos kilómetros de ciudades, comercio y playas; la parte meridional de la cordillera de los Andes, con sus magníficas cumbres que rivalizan con el Himalaya, la zona que perpetúa la civilización incaica; y, por último, la selva amazónica india, salvaje y tribal. Bueno, Miguel estaba dispuesto a aceptar, a disfrutar incluso, de las otras dos. Y nada conseguiría quitarle su aversión por la tercera. La jungla era asquerosa*.
Sus pensamientos volvieron a Sendero Luminoso y su revolución. El nombre procedía de la obra de un filósofo marxista peruano, José Carlos Mariátegui. En 1980, Abimael Guzmán tomó ese camino, autodenominándose al poco tiempo «la cuarta espada de la revolución mundial» —sus predecesores eran, según él, Marx, Lenin y Mao Tsé-tung—. Todos los demás revolucionarios palidecían al lado de Guzmán, incluidos los soviets sucesores de Lenin y la Cuba de Castro.
Las guerrillas de Sendero Luminoso creían que derrocarían el gobierno institucional y se harían cargo del país entero. Pero no en seguida. El movimiento afirmaba medir el tiempo en décadas en lugar de años. No obstante, Sendero Luminoso era ya muy fuerte, estaba muy extendido, su poder era cada vez mayor, sus líderes más numerosos, y Miguel esperaba llegar a ver el derrocamiento con sus propios ojos. Pero no desde aquella odiosa selva.
De momento, Miguel estaba a la espera de instrucciones sobre sus prisioneros, instrucciones que probablemente procederían de Ayacucho, la histórica ciudad del altiplano andino donde Sendero ejercía un control casi absoluto. A Miguel no le importaba quién le daba las órdenes siempre que hubiera alguna actividad cuanto antes.
Pero por el momento tenía delante el río Huallaga, un tajo abierto en el agobiante paisaje de la selva. Se detuvo a contemplarlo.
Ancho, de un turbio color anaranjado por el légamo andino, el Huallaga discurría inexorablemente hacia su confluencia con el río Marañón, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, que poco más abajo desembocaba en el gigantesco Amazonas. Siglos atrás, los exploradores portugueses bautizaron la cuenca del Amazonas O Rio Mar.
Al aproximarse, Miguel advirtió dos lanchas de madera, de unos diez metros de eslora, con sendos motores fuera borda, amarradas a la orilla. Gustavo, el jefe del pequeño grupo que les había recibido en la pista de aterrizaje, estaba dando órdenes para que cargaran los bultos que traían los recién llegados. También distribuyó a los pasajeros de cada barca; los prisioneros embarcarían en la primera. Miguel observó con aprobación que Gustavo ordenaba apostar dos guardias armados mientras procedían a la carga, como precaución contra la súbita aparición de las fuerzas gubernamentales.
Satisfecho con lo que veía, Miguel no consideró oportuno intervenir. Ya recuperaría el mando en Nueva Esperanza.
Para Jessica, el río incrementó la sensación de aislamiento que sentía. Le pareció la puerta a un mundo desconocido, desconectado del que dejaban atrás. Empujados por los cañones, Nicky, Angus y ella se metieron en el agua hasta las rodillas para embarcar en una de las lanchas; una vez allí, les ordenaron que se sentaran en el húmedo fondo de la barca, una superficie plana formada por unas tablas longitudinales de proa a popa, por encima de la quilla. Si lo preferían, podían apoyar la espalda contra el borde de una tabla transversal, pero ambas posturas eran incomodísimas y no las aguantarían durante mucho tiempo.
Entonces Jessica se dio cuenta de que Nicky estaba muy pálido y empezaba a tener arcadas, aunque no vomitó más que babas. Jessica se le acercó para sujetarle, buscando desesperadamente ayuda.
En seguida vio a Caracortada, que estaba junto al bote, en el agua. Antes de que Jessica tuviera ocasión de decir nada, apareció la mujer y Caracortada le ordenó:
—Dales más agua. Al niño primero.
Socorro llenó una taza de estaño de agua y se la tendió a Nicholas, que bebió con avidez; el agua calmó sus espasmos.
—Tengo hambre —dijo en voz baja.
—Aquí no tenemos comida —dijo Baudelio—. Tendrás que esperar.
—Algo tiene que haber —protestó Jessica.
Él no le contestó, pero la forma en que había dado la orden acerca del agua le había delatado y Jessica le reprochó:
—¡Es usted médico!
—Eso no es asunto suyo.
—Y además, americano —añadió Angus—. No hay más que oírle.
El agua parecía haber reanimado a Angus, que se volvió hacia Baudelio:
—Es cierto, ¿no? Traidor, ¿no te da vergüenza?
Baudelio dio media vuelta y se fue a la otra barca.
—Por favor, tengo mucha hambre —repitió Nicky—. Mamá, tengo miedo. Jessica le abrazó.
—Yo también, cariño —reconoció.
Socorro, que había oído la conversación, pareció dudar un momento. Luego sacó de su mochila una tableta grande de chocolate Cadburys. Sin decir palabra, rasgó el papel, partió media docena de onzas y las repartió entre los prisioneros. Angus, que era el último, sacudió la cabeza, diciendo:
—Las mías, dáselas al niño.
Socorro cloqueó fastidiada y después, impulsivamente, tiró toda la tableta de chocolate al fondo de la barca, que cayó a los pies de Jessica. Al momento, Socorro se dirigió al otro bote, donde embarcó.
Varios de los hombres armados que iban en el camión y les acompañaron por el sendero de la selva embarcaron con los prisioneros, y las dos barcas iniciaron la travesía. Jessica advirtió que los hombres que les estaban esperando en el embarcadero también iban armados. Hasta los que llevaban el timón, sentados delante de los motores fuera borda, tenían un fusil atravesado sobre las piernas y parecían dispuestos a utilizarlos. Las posibilidades de escapar, suponiendo que tuvieran adónde ir, parecían nulas.
Mientras las dos barcas ponían rumbo río arriba, contra la corriente, Socorro se reprochó su gesto. Esperaba que nadie la hubiera visto, porque dar a los prisioneros aquel chocolate, imposible de obtener en Perú, había sido un signo de debilidad, de estúpida compasión; un sentimiento despreciable para un revolucionario.
El problema era que tenía momentos de vacilación, una lucha psicológica.
Hacía menos de una semana, Socorro se había aleccionado sobre la necesidad de prevenir las emociones banales. Fue la noche siguiente al secuestro, mientras la mujer, el niño y el abuelo estaban inconscientes, en la habitación del segundo piso de la casa de Hackensack. En aquel momento, Socorro hacía todo lo posible por odiar a sus cautivos —escoria burguesa, les había etiquetado mentalmente—. Y seguía haciéndolo. Pero en aquella ocasión había tenido que obligarse a odiarlos y aun entonces, pensó desconsolada, le seguía pasando lo mismo.
Esa mañana, en la choza, cuando la mujer le había hecho una pregunta después de que Miguel les hubiera ordenado silencio, Socorro la había abofeteado muy fuerte, a propósito, haciéndola tambalearse. En ese momento, creyendo que Miguel la estaba observando, Socorro sólo había intentado respaldarlo. Pero poco después se sintió avergonzada de lo que había hecho. ¡Avergonzada! No debía sentirse así.
Socorro se dijo que debía empeñarse en borrar de una vez por todas el recuerdo de las cosas que había apreciado: corrección: algo que, engañada, había acabado por valorar durante sus tres años de estancia en los Estados Unidos. Debía odiar, odiar, odiar esa nación. Y a sus prisioneros también.
Poco después, mientras el río y sus orillas verdísimas iban desfilando, se quedó adormilada. A las tres horas, las barcas aminoraron su marcha, dejaron el río y tomaron por un afluente, cuyos márgenes se estrechaban y se cerraban sobre sus cabezas a medida que avanzaban. Socorro supuso que se estaban acercando a Nueva Esperanza. Una vez allí, se dijo, fortalecería y reavivaría su fervor radical.
Baudelio, calculando que la barca de delante se dirigía hacia un valle paralelo al río Huallaga, comprendió que el viaje estaba llegando a su fin, y se alegró. También estaba a punto de concluir su participación en el proyecto, y esperaba llegar muy pronto a Lima. Era lo que se había pactado, en cuanto entregara a los cautivos en buen estado de salud.
Bueno, pues estaban sanos, aun en aquel calor húmedo espantoso.
Como si su pensamiento sobre la humedad hubiera atraído al agua, el cielo se oscureció de repente y se desplomó en una cortina de lluvia, encharcándolo todo. Algo más adelante se divisaba un embarcadero, con otros botes amarrados y algunos más varados en la orilla. Tardaron todavía unos minutos en llegar, y tanto los cautivos como sus apresadores no tuvieron más remedio que continuar sentados mojándose.
Baudelio era indiferente a la lluvia, como le resultaba indiferente casi todo lo que encontraba en su camino, como el insulto que le habían dirigido el prisionero viejo o la mujer. Hacía mucho tiempo que no le importaban esas cosas y cualquier sentimiento humano que pudiera tener respecto a sus pacientes se había extinguido desde hacía muchos años.
Lo que más deseaba en ese momento era una copa… bueno, de hecho, varias; en realidad, necesitaba emborracharse lo antes posible. Aunque había estado tomando las tabletas de Antabuse, que le hubieran puesto malísimo en caso de ingerir alcohol —Miguel seguía insistiendo en que el exmédico, alcohólico, se tragara su pastilla en su presencia todos los días—, Baudelio pensaba dejar de tomarlas en cuanto se separara de Miguel, y le parecía que nunca llegaría ese anhelado momento.
Otra de las cosas que necesitaba Baudelio era su mujer, que estaba en Lima. Sabía que era una mujerzuela, que había sido prostituta y era una alcohólica como él, pero en la pocilga de su miserable hundimiento, ella era todo lo que tenía y la echaba de menos. Su vacía soledad le había impulsado, hacía una semana, a utilizar furtivamente uno de los teléfonos portátiles para llamar a su mujer desde la casa de Hackensack. Después de telefonearla contraviniendo las órdenes de Miguel, Baudelio se había preocupado muchísimo, temiendo que Miguel se enterara. Pero, al parecer, su llamada había pasado inadvertida, lo cual era un alivio.
¡Oh, cuánto necesitaba esa copa…!
El chocolate, a pesar de no ser un sustituto demasiado duradero para una buena comida, había hecho su efecto.
Jessica no quiso entretenerse demasiado preguntándose por qué la mujer de la cara agria les había arrojado tan impetuosamente la tableta de chocolate, aparte de advertir que era una persona de humor impredecible. Jessica guardó el chocolate en el bolsillo para que no lo vieran los guardas que iban a bordo.
Mientras subieron por el río, Jessica fue dando la mayor parte del chocolate a Nicky, aunque ella también comió un poco e insistió en que Angus lo compartiera con ellos. Les señaló en un susurro que era importante reservar las fuerzas, que estaban disminuyendo claramente después del trayecto en la caja del camión, la marcha agotadora por la selva y las horas que llevaban en la barca.
En cuanto al tiempo que habían pasado inconscientes, Jessica se dio cuenta de que podían medirlo por la barba de Angus. No lo había advertido hasta entonces y le sorprendió la longitud de los pelos grises de la mandíbula de Angus. Cuando ella se lo comentó, Angus se pasó la mano por la cara y calculó que llevaba cuatro o cinco días sin afeitarse.
Tal vez aquello no tuviera importancia en aquel momento, pero Jessica seguía recabando toda la información que podía, razón por la cual procuró permanecer alerta durante toda la travesía.
No había mucho que ver, excepto los apretados árboles y la densa vegetación de las dos orillas, y el sinuoso trazado del río. Varias veces vio unas canoas a lo lejos, pero no llegaron a acercarse a ellas.
A lo largo de todo el viaje, Jessica padeció continuos picores. En la choza, cuando recobró el conocimiento, había advertido que le corrían unos insectos por el cuerpo. Comprendió que tenía pulgas y que la estaban picando sin parar. Pero, a menos que se desnudara, no podría desembarazarse de ellas. Esperó que, dondequiera que los llevaran, hubiera agua suficiente para bañarse y quitárselas.
Como todos los demás, Jessica, Nicky y Angus se quedaron empapados con el diluvio que les cayó encima poco antes de desembarcar en Nueva Esperanza. Pero mientras llegaban a un tosco embarcadero de troncos, la lluvia cesó tan repentinamente como había empezado y en ese mismo momento se les cayó el alma a los pies cuando vieron el horrendo lugar al que se dirigían.
Al final de un embarrado camino de tierra que partía de la orilla del río había un grupo de casas destartaladas, alrededor de dos docenas en total, algunas de ellas meras chabolas hechas con cajones y trozos de uralita, complementadas con cañas. La mayor parte de las casas no tenía ventanas, aunque dos de ellas tenían una especie de porche. Los tejados de paja necesitaban arreglo y algunos tenían grandes agujeros. Toda la zona estaba sembrada de latas vacías y basura. Había unas cuantas gallinas flacuchas, sueltas por allí. En un rincón, unas aves rapaces picoteaban un perro muerto.
¿Habría algo mejor un poco más lejos? La respuesta se hallaba en una carretera de tierra toda enfangada que salía de la aldea. El camino ascendía por la ladera y a ambos lados, más allá de las pocas casas que quedaban a la vista, no había más que dos impenetrables murallas de vegetación. En la cima de la colina el camino desaparecía.
Más tarde, Jessica y los otros dos se enterarían de que Nueva Esperanza era básicamente un pueblo de pescadores, aunque Sendero Luminoso lo utilizaba de vez en cuando para los ocultos propósitos de la organización.
—¡Váyanse a tierra! ¡Muévanse! ¡Apúrense! * —gritó Gustavo a los prisioneros, haciendo gestos.
Desalentados, asustados por lo que les esperaba, los tres obedecieron.
Lo que ocurrió minutos después era mucho peor de lo que podían haber imaginado.
Gustavo y otros cuatro hombres armados les escoltaron por el camino de tierra, hasta la chabola más alejada del río. Una vez dentro, tardaron unos instantes en acomodar la vista a la oscuridad. Al momento, Jessica soltó un grito de angustia:
—¡Oh, Dios mío, no! ¡No pueden encerrarnos ahí! ¡En una jaula como animales! ¡Por favor…! ¡No, por favor!
Contra la pared había tres celdas de unos siete metros cuadrados cada una. Los barrotes eran de gruesas cañas de bambú, sólidamente atadas. Además, entre celda y celda había una tela metálica para impedir todo contacto físico y cualquier intercambio de objetos entre los presos. En la parte frontal de cada celda, una puerta se cerraba con una barra de hierro y, por la parte exterior, un grueso candado.
Cada celda tenía un catre de madera con una delgada colchoneta sucia y, junto al catre, un cubo galvanizado. La choza apestaba.
Cuando Jessica empezó a protestar y a suplicar, Gustavo la agarró. Ella siguió forcejeando, pero las manos del hombre eran como garras de hierro. La empujó hacia una de las puertas, ordenándole:
—¡Vete para adentro! * —Y luego en un inglés vacilante—: You go in there. La condujo a la celda más alejada de la entrada, y de un fuerte empellón la arrojó contra la pared del fondo. Luego cerró la puerta y Jessica oyó el chasquido metálico del candado. En el otro extremo de la chabola oyó las protestas de Angus, que empezó a debatirse, pero lograron reducirle, le metieron en su celda y cerraron el candado. En la celda del medio, Jessica oyó sollozar a Nicky.
Lágrimas de rabia, impotencia y frustración se deslizaban por sus mejillas.