9
—¿Crees que Teddy Cooper acabará por averiguar algo? —preguntó Norman Jaeger a Partridge.
—No me sorprendería —dijo éste—. Otras veces lo ha conseguido.
Eran más de las 22.30 y caminaban los dos por Broadway, a la altura de Central Park. El grupo que había cenado en Shun Lee West se había disuelto hacía un cuarto de hora, poco después de que Cooper les expusiera su opinión de que el cuartel general de los secuestradores debía de estar situado dentro de un radio de cincuenta kilómetros desde Larchmont. Después había formulado otra suposición:
Los secuestradores y sus víctimas, según él, se hallaban en ese momento en la base de operaciones, esperando a que se aflojara el cerco inicial y la policía retirara los controles de carretera… lo cual no tardaría en ocurrir, inevitablemente. Entonces, la banda y sus prisioneros podrían desplazarse a otro lugar de los Estados Unidos o posiblemente del extranjero.
Todos habían considerado seriamente los razonamientos de Cooper. Como dijo Rita Abrams:
—Todo parece bastante lógico, hasta aquí.
—La zona a la que te refieres —advirtió Karl Owens— es enorme, está muy poblada y no hay posibilidad de registrarla de un modo eficaz, ni siquiera con el ejército —añadió, pinchando a Cooper—, a menos que tengas otra brillante idea entre ceja y ceja.
—Todavía no —repuso Cooper—. Necesito dormir toda la noche. Tal vez me despierte, como has dicho tan amablemente, con alguna «brillante» idea por la mañana.
Allí concluyó la discusión, y como el día siguiente era sábado, Partridge les convocó a las diez. El grupo se disgregó, y todos se dirigieron a sus casas en taxi, pero Partridge y Jaeger decidieron dar un paseo para disfrutar del aire de la noche.
—¿De dónde has sacado a ese Cooper? —le preguntó Jaeger.
Partridge le contó que le había descubierto en la BBC y que le había impresionado tanto su trabajo que le había conseguido un puesto mejor en la CBA.
—Una de las primeras cosas que hizo para nosotros en Londres —prosiguió Partridge— fue en 1984, en la época en que estaban minando el mar Rojo. Estaban volando y hundiendo muchos barcos en la zona, pero nadie sabía quién era el responsable. ¿Te acuerdas?
—Pues claro —dijo Jaeger—. Irán y Libia eran los principales sospechosos, pero no se sabía nada más. Era obra de un barco, evidentemente, pero nadie sabía qué barco era, ni a quién pertenecía.
Partridge asintió:
—Bueno, pues Teddy empezó a investigar y se pasó un montón de días en la Lloyds de Londres, repasando meticulosamente todos los movimientos de buques que tenían registrados. Partió de la premisa de que el barco en cuestión tenía que haber cruzado el canal de Suez. Así que hizo una lista de todos los barcos que habían pasado por el canal desde poco antes de que empezaran a estallar las minas… y había una cantidad nada despreciable de barcos.
»Luego siguió investigando y comprobó los movimientos de todos los barcos de su lista, de puerto en puerto, comparando su situación con la de los atentados en zonas concretas. Finalmente, y quiero decir después de larguísimas investigaciones, sacó en claro que un solo barco, el Ghat, había estado en las inmediaciones de todas las explosiones, uno o dos días antes. Teddy es capaz de cosas increíbles.
—Ahora sabemos —continuó Partridge— que se trataba de un barco libio, y en cuanto se supo su nombre, no tardó en demostrarse que Gaddafi andaba detrás de toda la operación.
—Sabía que tuvimos un gran éxito con esa historia —dijo Jaeger—. Pero no conocía sus entresijos.
—Siempre pasa lo mismo, ¿no? —le sonrió Partridge—. Los corresponsales nos llevamos los laureles por el trabajo que hacéis los tíos como tú o Teddy.
—No me estaba quejando —continuó Jaeger—. Y te voy a decir una cosa, Harry: no me cambiaría por ti por nada del mundo, sobre todo a mi edad. —Hizo una pausa para meditar—: Cooper es un crío. Todos son unos críos. Esto se ha convertido en un trabajo de jovenzuelos. Tienen energías y ritmo. ¿Nunca tienes días, como yo, en que te sientes viejo?
—Pues últimamente, bastantes… demasiados —reconoció Partridge, haciendo una mueca.
Habían llegado a Columbus Circle. A su izquierda se extendía la inmensa negrura de Central Park, por donde pocos neoyorquinos se aventuraban de noche. Justo enfrente estaba la calle Cincuenta y nueve oeste, bajo las brillantes luces del centro de Manhattan. Partridge y Jaeger cruzaron con precaución a la otra acera entre el tráfico veloz.
—Tú y yo hemos vivido un montón de cambios en esta profesión —dijo Jaeger—. Espero que, con un poco de suerte, veamos algunos más.
—¿Qué crees tú que nos espera?
Jaeger reflexionó antes de contestarle:
—Primero te voy a decir lo que no creo que pase. No creo que los informativos televisados vayan a desaparecer, ni cambien excesivamente, a pesar de algunas predicciones. Es posible que la CNN se sitúe en primera fila, tiene capacidad para ello. Lo único que hace falta es calidad. Pero lo más importante es que existe una enorme sed de noticias, más que nunca en toda la historia, en todos los países del mundo.
—Eso ha sido gracias a la televisión.
—¡Sí, señor! La televisión es el equivalente de Gutenberg y Caxton en el siglo XX. Y además, a pesar de sus defectos, los informativos de televisión han conseguido que la gente cada vez quiera saber más. De ahí el auge de los periódicos, que no descenderá.
—Dudo que ellos lo reconozcan —dijo Partridge.
—Puede que no lo reconozcan, pero están pendientes de nosotros. Don Hewitt, de la CBS, afirma que el New York Times tiene cuatro veces más personal asignado a jornada completa a la información sobre televisión que a las Naciones Unidas. Y gran parte de lo que se publica habla de nosotros: los informativos de televisión, sus profesionales, nuestro trabajo.
—Ahora considéralo desde el otro lado —prosiguió Jaeger—. ¿Cuándo ha habido algo en el Times lo bastante importante para mencionarlo en televisión? Y eso vale para toda la prensa. Otra pregunta: ¿Cuál es el elemento más importante, cada vez más reconocido?
—Para mí, el color —cloqueó Partridge.
—¡El color! —Jaeger recogió la palabra—, otra de las cosas que ha revolucionado la televisión. Los periódicos se parecen cada vez más a una pantalla de televisión, algo que inició el USA Today. Harry, tú y yo viviremos para ver la portada del New York Times en cuatro colores. Los lectores lo exigirán y el viejo Times en blanco y negro prestará atención a lo que dice la tele.
—Esta noche estás muy casero —le dijo Partridge—. ¿Qué más prevés?
—La desaparición de los semanarios. Son como un dinosaurio. Cuando Time o Newsweek llegan a sus suscriptores, mucho de lo que cuentan tiene una semana o más, y dime, ¿quién lee las noticias caducas hoy en día? Según tengo entendido, los anunciantes se están haciendo la misma pregunta.
»Así que —continuó Jaeger—, a pesar de sus trampas en la fecha de la cubierta y su estilo elegante, al final los semanarios de información acabarán como Collier’s Look y Saturday Evening Post. Por cierto, la mayor parte de los jóvenes que trabajan actualmente en los medios informativos nunca han oído hablar de estos últimos.
Llegaron al Parker-Meridien, en la calle Cincuenta y siete oeste, donde se alojaba Jaeger. Partridge había preferido el encanto más acogedor del Intercontinental, en la Cuarenta y ocho este.
—Somos un buen par de caballos de batalla, Harry —dijo Jaeger—. Hasta mañana.
Se desearon las buenas noches y se despidieron.
Media hora más tarde, Partridge empezó a leer en la cama, rodeado por varios periódicos que había comprado de camino a su hotel. Pero al poco rato se le emborronaron las letras y los apartó. Ya los repasaría por la mañana, con las ediciones del día siguiente, durante el desayuno.
Pero no lograba conciliar el sueño. Habían sucedido demasiadas cosas en las últimas treinta y seis horas. Tenía la cabeza llena de cosas: un caleidoscopio de acontecimientos, ideas, responsabilidades, entremezclados con recuerdos de Jessica, el pasado, el presente…
¿Dónde estaba Jessica? ¿Habría acertado Teddy al señalar el radio de cincuenta kilómetros? ¿Tenía alguna posibilidad, él, Harry el Guerrero Maduro, como un caballero medieval de brillante armadura, de llevar a cabo con éxito una cruzada para encontrar y liberar a su antigua amada?
¡Corta el rollo! Deja los pensamientos sobre Jessica y los demás para mañana. Intentó borrárselos de la mente para descansar o, por lo menos, pensar en otra cosa. Inevitablemente, resurgió Gemma… el otro gran amor de su vida.
La víspera, durante el vuelo desde Toronto, había revivido aquel memorable viaje papal, en el DC-10 de Alitalia… la sección de prensa y su conversación con el Papa… la decisión de Partridge de no utilizar el comentario del Papa sobre los «esclavos», premiada por Gemma con una rosa… el inicio de su pasión y su compromiso…
Dejando en libertad sus recuerdos de Gemma, reprimidos durante tanto tiempo, reanudó el hilo de sus reminiscencias de la víspera.
La gira papal por los países centroamericanos y caribeños fue larga y ardua. Fue uno de los más ambiciosos viajes que emprendió el Santo Padre. El itinerario incluía ocho países, con largos vuelos, algunos por la noche.
Desde el primer momento, Partridge decidió conocer a Gemma más a fondo, pero sus obligaciones profesionales con la CBA le dejaban poco tiempo para verla durante las etapas. Sin embargo, ambos empezaron a tenerse cada vez más en cuenta y Gemma, cuando estaban volando y no tenía demasiado quehacer, iba a sentarse a su lado. Pronto empezaron a cogerse de las manos y un día, antes de levantarse, ella se inclinó hacia él y se besaron.
Aquello incrementó todavía más su imperioso deseo.
Charlaban siempre que podían y él fue conociendo los detalles de su vida. Gemma era la menor de tres hermanas y había nacido en Toscana, en un pueblecito de montaña, Vallombrosa, cerca de Florencia.
—No es el típico sitio de moda donde veranean los ricos, Harry caro, pero es precioso.
Le contó que Vallombrosa era un lugar de esparcimiento de la clase media italiana. A dos kilómetros estaba Il Paradisino, donde había vivido John Milton, que, según la leyenda, se había inspirado allí para su Paraíso perdido. El padre de Gemma era un artista de talento, que se ganaba la vida restaurando pinturas y frescos; solía trabajar bastante a menudo en Florencia. Su madre era profesora de música. La música y el arte eran una parte importante de la vida familiar de Gemma, y seguían siéndolo.
Ella llevaba tres años trabajando en Alitalia.
—Quería ver el mundo. No podía permitírmelo de otra forma.
—¿Y has visto mucho de azafata? —le preguntó Partridge.
—Algunas cosas. No tantas como me habría gustado, y ya empiezo a estar harta de ser camarera del cielo.
Él se echó a reír:
—Eres mucho más que eso. Y además, habrás conocido a mucha gente. —Y añadió, con una punzada de celos—: ¿Muchos hombres?
Ella se encogió de hombros:
—A muchos no querría volver a verlos fuera de un avión.
—¿Y a los otros?
—No ha habido ninguno —le sonrió con aquella dulzura suya— que me gustara tanto como tú.
Lo dijo con total sencillez y Partridge, escéptico por experiencia, se preguntó si sería una ingenuidad y una bobada creerla. Pero luego pensó: «¿Por qué no voy a creerla, cuando yo siento exactamente lo mismo, cuando ninguna mujer, después de Jessica, me ha producido el mismo efecto que Gemma?».
Advirtió que ambos sentían que el viaje pasaba demasiado aprisa. Les quedaba poco tiempo. Al final, cada cual seguiría su camino, y tal vez no volvieran a verse.
Acaso por esa sensación de que volaba el tiempo, una noche memorable, con la cabina en penumbra y casi todo el mundo durmiendo, Gemma se acurrucó junto a él e hicieron el amor debajo de una manta. Podía ser algo incómodo, encajonados en una fila de tres asientos de clase turista, pero no para ellos, y él lo recordaba siempre como una de las experiencias más hermosas de su vida.
Inmediatamente después, de modo impulsivo —recordando que había perdido a Jessica por su indecisión—, le susurró:
—Gemma… ¿quieres casarte conmigo?
—Oh, amore mio, claro que sí —le contestó en un susurro.
La siguiente etapa era Panamá. En voz baja, Partridge hacía preguntas y pergeñaba planes mientras Gemma, traviesa, riéndose bajito en la penumbra, asentía a todo.
Por la mañana aterrizaron en el aeropuerto Tocumen de Panamá. El DC-10 de Alitalia rodó por la pista. El Papa desembarcó y, como el experto actor que había sido, besó levemente el suelo mientras le enfocaban multitud de cámaras. Después empezaron las formalidades de rigor.
Antes de tomar tierra, Partridge había hablado con su realizador de exteriores y su equipo y les había pedido que cubrieran sin él las actividades del Papa durante las horas siguientes. Después se reuniría con ellos para hacer el comentario y ayudarles a montar el reportaje. En Panamá no había cambio de horario de verano y sólo había una hora de diferencia con Nueva York, así que tendrían tiempo suficiente.
A pesar de su evidente curiosidad, sus compañeros de la CBA no le hicieron preguntas, aunque Partridge sabía que era poco probable que su vínculo sentimental con Gemma hubiera pasado desapercibido.
También se acercó al reportero del New York Times, casualmente Graham Broderick, y le rogó que le prestara las notas que tomara de esa jornada. Broderick enarcó las cejas con una mueca burlona, pero aceptó. Los periodistas solían realizar esa clase de tratos, porque nunca se sabe cuándo va uno a necesitar ayuda.
Cuando los otros desembarcaron, Partridge se quedó rezagado. No tenía ni idea de qué explicación habría dado Gemma a su jefe, pero se reunió con él y abandonaron juntos el DC-10. Gemma, todavía con su uniforme de Alitalia, empezó a explicarle que no podía cambiarse de ropa, pero él la interrumpió y le dijo:
—Te quiero así.
Ella le miró con una expresión muy seria:
—¿De verdad, Harry?
—De verdad —asintió lentamente.
Se miraron a los ojos y ambos parecieron satisfechos con lo que vieron.
En la terminal del aeropuerto, Partridge dejó un momento a Gemma. Se dirigió a un mostrador de información y formuló varias preguntas al atildado joven que le atendió. El empleado le dijo, sonriente, que debía ir con la señora a Las Bóvedas, en la antigua muralla de la ciudad que daba a la plaza de Francia. Allí encontrarían los juzgados municipales.
Partridge y Gemma cogieron un taxi hasta la ciudad vieja. Se apearon junto a un obelisco coronado por un gallo, en honor de los constructores franceses del canal, el famoso Ferdinand de Lesseps, entre otros.
Veinte minutos más tarde, en el interior de la antigua muralla, en un adornado despacho que ocupaba una antigua celda, un juez* casó a Harry Partridge y Gemma Baccelli. La ceremonia duró cinco minutos; el juez* llevaba una informal guayabera* blanca de algodón; el acta matrimonial* les costó veinticinco dólares y Partridge entregó veinte dólares más a las dos mecanógrafas que firmaron como testigos.
Se informó a los novios que las formalidades de registro de su matrimonio eran opcionales y, de hecho, innecesarias a menos que quisieran pedir el divorcio.
—Lo registraremos —dijo Partridge— y no volveremos.
Al final, sin gran convicción, el juez* les deseó:
—¡Que vivan los novios!*
Les dio la sensación de que lo había repetido muchas veces.
Entonces, y más adelante también, Partridge se preguntó cómo Gemma, que había aceptado sin vacilación una ceremonia civil, reconciliaría eso con su religión. Era católica y la habían educado en un colegio del Sagrado Corazón. Pero cuando Harry se lo preguntó, ella se encogió de hombros y replicó:
—Dios lo comprenderá.
Supuso que aquello formaba parte de la típica informalidad de los italianos respecto a la religión. Una vez había oído que los italianos daban por hecho que Dios también era italiano.
Irremediablemente, la noticia de la boda se expandió por el avión papal «a los cuatro vientos», como dijo el corresponsal del Times de Londres, citando el Apocalipsis. En cuanto despegaron de Panamá, en la sección de prensa se organizó una fiesta con ríos de champán, licores y montañas de caviar. El personal de vuelo se sumó a las celebraciones, dentro de los límites de sus obligaciones, relevando a Gemma por esa jornada. Hasta el comandante de Alitalia abandonó su puesto de mando un momento para acercarse a felicitarla.
En medio del jolgorio y los buenos deseos, Partridge notaba entre sus colegas ciertas dudas acerca de la duración de tal matrimonio, pero también advirtió, entre los hombres, un sentimiento de envidia.
De forma notoria, pero poco sorprendente, el clero no mandó representación alguna a la fiesta, y durante el resto del viaje Partridge notó su frialdad y su desaprobación. Pese a sus indagaciones, ninguno de los periodistas logró averiguar si el Papa fue informado del suceso. Sin embargo, el Papa no volvió a visitar la sección de prensa en el resto del viaje.
Durante los escasos momentos que podían compartir, Partridge y Gemma empezaron a hacer planes para el futuro.
En la habitación de un hotel de Nueva York… lenta, tristemente… la imagen de Gemma se difuminó. El presente sustituyó al pasado y Harry Partridge, exhausto, se quedó dormido por fin.