9

Angus Sloane exhaló un suspiro de satisfacción, dejó la taza de café y se secó los labios y su bigote plateado con la servilleta.

—Afirmo rotundamente —declaró— que no se ha servido desayuno mejor que éste en todo el estado de Nueva York.

—Ni mejor ni con más colesterol —añadió su hijo, parapetado tras el New York Times al otro extremo de la mesa—. ¿No sabes que tantos huevos fritos son fatales para el corazón? ¿Cuántos te has tomado…? ¿Tres?

—¿Qué más te da? —dijo Jessica—. Además, por unos cuantos huevos no te vas a arruinar, Crawf. Angus, ¿quieres otro?

—No, muchas gracias, Jessica —le contestó éste con una sonrisa bondadosa. Angus, vivaz y angelical, acababa de cumplir setenta y tres años hacía una semana.

—Tres huevos no son demasiados —dijo Nicky—. En una película que he visto hace poco sobre una prisión del Sur, un preso se comía cincuenta huevos. —Crawford Sloane bajó el periódico para decir:

—Debe de ser la película que protagonizaba Paul Newman, titulada Dos hombres y un destino, que se estrenó en 1967. De todos modos, estoy seguro de que Newman no se comió todos esos huevos… Es un buen actor, y lo fingió de manera convincente.

—Una vez vino un vendedor de enciclopedias a domicilio —dijo Jessica—. Pretendía vendernos la Enciclopedia Británica. Yo le dije que ya teníamos una, de carne y hueso.

—¿Y qué le voy a hacer yo —respondió su marido—, si algunas de las noticias con las que me paso la vida se me quedan en la cabeza? Aunque es una lotería. Nunca sabes qué cosas se te quedarán en la memoria y cuáles se perderán en el olvido…

Estaba toda la familia sentada en torno a la mesa del desayuno, en una habitación soleada y alegre, contigua a la cocina. Angus había llegado hacía media hora; había abrazado calurosamente a su nuera y su nieto y había estrechado la mano más formalmente a su hijo.

La tirantez que existía entre padre e hijo no era nada nuevo; a veces se convertía en algo irritante para Crawford. Se debía principalmente a sus divergencias de opinión y de valores. Angus nunca había acabado de conformarse con la relajación de las normas morales personales y generales que había aceptado la mayoría de los americanos a partir de los años sesenta. Angus creía fervientemente en «el honor, el deber y la patria»; más aún, sus compatriotas deberían seguir demostrando el patriotismo intransigente de la Segunda Guerra Mundial, el hito de la historia de Angus, que recordaba ad infinitum. Al mismo tiempo criticaba muchos de los fundamentos que su propio hijo aceptaba como algo normal y progresista en el desarrollo de su actividad periodística.

Por su lado, Crawford era intolerante con las ideas de su padre, que, según él, permanecía anclado en el pasado y se negaba a asumir el auge de conocimientos en todos los ámbitos —sobre todo el científico y el filosófico— de las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Había otro factor más: la presunción de Crawford (aunque él no habría empleado esa palabra) de que el haber alcanzado la cumbre de su carrera hacía que sus opiniones sobre los asuntos del mundo y la condición humana fueran superiores a las de los demás.

Esa mañana volvía a surgir la evidencia de que el abismo que separaba a Crawford de su padre no había disminuido.

Como Angus había explicado en incontables ocasiones, y no dejaba de repetir, durante toda su vida le había gustado llegar a los sitios a primera hora de la mañana. Por eso había cogido el avión en Florida el día anterior, había pasado la noche en casa de un antiguo compañero del ejército que vivía cerca del aeropuerto de La Guardia y esa mañana, casi al amanecer, había tomado un autobús y luego un taxi hasta Larchmont.

Mientras su padre desarrollaba su discurso, Crawford había levantado los ojos al techo. Jessica, sonriente y asintiendo con la cabeza como si fuera la primera vez que oía tal explicación, había preparado a Angus su desayuno favorito —huevos con bacon— y para ellos tres, algo más ligero, copos de avena y cereales caseros.

—En cuanto a mi corazón y los huevos —dijo Angus, que algunas veces tardaba unos minutos en asimilar una observación y luego regresaba al tema—, me figuro que si sigue funcionando como hasta ahora, no tengo por qué preocuparme de ese rollo del colesterol. Además, mi corazón y yo hemos superado juntos bastantes crisis. Os podría contar unas cuantas.

Crawford Sloane bajó el periódico lo justo para que Jessica le viera los ojos y le lanzó una mirada de socorro: Cambia en seguida de tema, antes de que coja carrerilla y nos suelte otra batallita. Jessica se encogió de hombros casi imperceptiblemente, devolviéndole la pelota: Eso es problema tuyo.

Doblando el Times, Crawford Sloane intervino:

—Ya tienen la cifra de víctimas del accidente de ayer en Dallas. Qué horror… Me imagino que seguiremos dando detalles durante toda la semana.

—Lo vi anoche por vuestra emisora —dijo Angus—. Lo dio ese compañero tuyo, Partridge. Me gusta ese tipo. Cuando manda esos reportajes del extranjero, sobre todo cuando se refieren a nuestros soldados, hace que me sienta orgulloso de ser norteamericano. Eso no lo consiguen todos tus colegas, Crawf.

—Siento decirte que has metido la pata, papá. Partridge no es estadounidense, es canadiense. Y además, tendrás que pasar una temporada sin verle. Se ha ido de vacaciones. —Luego le preguntó, con curiosidad—: ¿Quiénes son los que no te hacen sentirte orgulloso?

—Pues más o menos todos los demás. Es que vosotros, los informadores de televisión, tenéis una forma de denigrarlo todo, especialmente al gobierno, de discutir la autoridad, de intentar constantemente dejar en mal lugar al presidente… Es como si nadie pudiera volver a sentirse orgulloso de nada. ¿Nunca te ha preocupado?

Como Sloane no le contestaba, Jessica le dijo sotto voce:

—Tu padre te ha hecho una pregunta. Tienes que contestarle.

—Papá —dijo Sloane—, tú y yo hemos hablado de ello muchas veces, y creo que no hay manera de que nos pongamos de acuerdo. Lo que tú llamas «denigrarlo todo», en los servicios informativos lo consideramos una duda legítima, el derecho del público a estar informado. Desafiar a los políticos y los burócratas, poner en tela de juicio todo lo que dicen, se ha convertido en una función de los medios de comunicación… y, además, es positivo. De hecho, los gobernantes mienten y engañan; demócratas, republicanos, liberales, socialistas, conservadores… da igual. Una vez en la poltrona, todos lo hacen.

»Desde luego, los que investigamos las noticias algunas veces somos demasiado duros, nos pasamos de la raya… lo admito. Pero gracias a lo que hacemos sale a la luz mucha porquería, mucha hipocresía, y eso antes no se sabía. Así que gracias a ese ácido estilo informativo, del que ha sido pionera la televisión, nuestra sociedad es un poco mejor, está algo más limpia y los principios de esta nación más cerca de lo que deberían ser.

»Y en cuanto a los presidentes, papá, si algunos han quedado en mal lugar, cosa que ha sucedido en su gran mayoría, ha sido culpa de ellos… Oh, claro, nosotros hemos intervenido en el proceso de vez en cuando, porque somos escépticos, a veces cínicos y en general no nos creemos las pamplinas que sueltan los presidentes. Pero el engaño de los dirigentes, de todos los dirigentes, nos dan toda la razón para hacer lo que hacemos.

—A mí me gustaría que el presidente fuera de todos, no de un solo partido —intervino Nicky—. ¿No habría sido mejor que los autores de la constitución hubieran nombrado rey a Washington, y a Franklin o a Jefferson, presidente…? Así, los hijos de Washington y luego sus nietos y bisnietos habrían sido reyes y reinas, y ahora tendríamos un jefe de Estado de quien nos sentiríamos orgullosos, y un presidente a quien criticar, como los ingleses a su primer ministro…

—Ha sido una lástima para Norteamérica, Nicky —le dijo su padre—, que no asistieras tú a la convención constitucional para promover esa idea. A pesar de que los hijos de Washington eran adoptados, es más sensata que muchas de las cosas que han sucedido desde entonces.

Todos se echaron a reír; luego, recobrando la seriedad, Angus dijo:

—La crónica de mi guerra, la Segunda Guerra Mundial para ti, Nicky, fue muy distinta de las de hoy. Entonces teníamos la sensación de que quienes escribían sobre ella, o hablaban por la radio, estaban siempre de nuestro lado. Ahora ya no sucede siempre así.

—Era una guerra muy distinta —le dijo Crawford—, y una época muy distinta. Lo mismo que existen diferentes medios de comunicación, los conceptos también han cambiado. Muchos de nosotros hemos dejado de creer en «mi país, con razón o sin ella».

—Nunca pensé —se lamentó Angus— que un hijo mío llegara a decir una cosa así.

—Pues ya lo he dicho. —Sloane se encogió de hombros—. Los periodistas que deseamos una información veraz queremos estar seguros de que nuestro país tiene razón, que no nos está estafando quienquiera que nos dirija. La única manera de averiguar una cosa así es hacer preguntas directas y comprometedoras.

—¿Crees que no se hacían preguntas directas en mi guerra?

—No lo suficiente —respondió Crawford.

Se calló un momento, preguntándose si debía seguir por ese camino, y decidió que sí.

—¿No participaste tú en el primer bombardeo de B-17 sobre Schweinfurt?

—Sí. —Y volviéndose hacia Nicholas—: Eso estaba en el corazón de Alemania, Nicky. En aquella época un sitio muy poco apetecible.

—Me habías dicho —prosiguió Crawford, sin compasión— que vuestro objetivo era destruir las fábricas de cojinetes de Schweinfurt, que los encargados del ataque aéreo creíais que la falta de rodamientos paralizaría la maquinaria de guerra alemana.

—Eso fue lo que nos dijeron.

Angus asintió, sabiendo lo que se le avecinaba.

—Entonces, también sabrás que al terminar la guerra se descubrió que aquello no sirvió para nada. A pesar de aquel ataque y otros muchos, que costaron tantas vidas americanas, Alemania nunca se quedó sin rodamientos. La táctica y los planes fueron erróneos. Bueno, no quiero decir que la prensa de la época hubiera logrado detener aquel espantoso derroche. Pero en nuestros días, se harían preguntas; y no a posteriori, sino sobre la marcha, para que las indagaciones y la opinión pública frenaran y tal vez restringieran la pérdida de vidas humanas.

Mientras su hijo iba hablando, la cara del anciano se contraía con los recuerdos y el dolor. Ante la mirada de los demás, pareció encogerse, hundirse en su interior, envejecer de repente.

—En Schweinfurt —dijo con voz temblorosa— perdimos cincuenta B-17. Cada aparato llevaba a diez hombres. Eso suma quinientos aviadores en un solo día. Y aquella semana de octubre del 43, perdimos otros ochenta y ocho B-17… casi novecientas almas —su voz se redujo a un murmullo—: Yo estuve allí. Lo peor de todo, a la vuelta, era acostarse entre todas aquellas camas vacías… de los chicos que no regresaron. Durante aquella semana y las siguientes, me despertaba por la noche y al mirar a mi alrededor, me preguntaba: ¿Por qué yo? ¿Por qué he vuelto yo y tantísimos no?

Sus palabras tuvieron un efecto saludable y conmovedor, y Sloane deseó no haber hablado, no haber intentado medirse con su padre en ese debate.

—Lo siento, papá —le dijo—. No me daba cuenta de que estaba abriendo una vieja y dolorosa herida.

—Eran unos tíos fantásticos. Tantos hombres… Tantos amigos míos… —continuó Angus como si no le hubiera oído.

—Dejémoslo —dijo Sloane, meneando la cabeza—. Repito que lo lamento…

—Abuelo —dijo Nicky, que lo había escuchado todo con atención—, cuando estuviste en la guerra haciendo todas esas cosas, ¿no pasabas miedo?

—¡Dios mío, Nicky! ¿Miedo? Estaba aterrorizado. Cuando los antiaéreos estallaban a tu alrededor, y te lanzaban aquellos trozos de metralla como cuchillos que te podían cortar a rebanadas… cuando se te acercaba el enjambre de bombarderos alemanes, disparando toda su artillería, ametrallándonos, siempre pensabas que te apuntaban justo a ti… cuando otros B-17 caían, a veces en llamas, en terribles picados, sabías que sus tripulantes no tendrían tiempo de abrir los paracaídas… y todo a 27.000 pies, con un aire tan frío y cortante que, si sudabas de miedo, se te congelaba el sudor, y apenas podías respirar, ni siquiera con las mascarillas de oxígeno. Bueno, se me salía el corazón por la boca y, algunas veces, los huevos.

Angus hizo una pausa. Se hizo el silencio en el pequeño comedor; aquello era distinto de sus recuerdos habituales. Después continuó, hablando sólo para Nicky, que estaba prendido de sus palabras, como si existiera una comunión entre ellos dos, el anciano y el niño.

—Voy a confesarte una cosa, Nicky… No se lo había dicho a nadie… Jamás en la vida. Una vez pasé tanto miedo que… —paseó la mirada en torno, como en busca de comprensión—… pasé tanto miedo que me ensucié los pantalones.

—¿Y entonces qué hiciste? —le preguntó el niño.

Jessica, sintiendo embarazo por Angus, estuvo a punto de intervenir, pero Crawford la detuvo con un gesto.

La voz del anciano recobró firmeza. Visiblemente, recuperó parte de su orgullo.

—¿Qué iba a hacer? No me gustaba, pero estaba allí, así que llevé a cabo mi tarea. Yo era el artillero del grupo. Cuando el comandante del escuadrón, que era nuestro piloto, puso el aparato a la velocidad y el rumbo de fuego, me dijo por el intercomunicador: «Es todo tuyo, Angus. Cómetelo». Bueno, yo estaba acostado sobre el visor de bombardeo, y me preparé con toda calma. Durante esos minutos, Nicky, el artillero pilotaba el avión. Apunté el objetivo exactamente en el retículo, y solté las bombas. Era la señal para que todo el escuadrón soltara las suyas.

»Así que, Nicky —prosiguió Angus—, no es ningún pecado morirse de miedo. Puede pasarle al más pintado. Lo importante es aguantar, no perder el control y hacer lo que uno considera su deber.

—Sí, abuelo —dijo Nicky muy serio.

Crawford se preguntó qué habría llegado a comprender su hijo. Probablemente, casi todo. Nicky era despierto y sensible. Crawford se preguntó también si él se había tomado la molestia alguna vez, en el pasado, de comprender a su padre tanto como debía.

Consultó el reloj. Tenía que marcharse. Normalmente llegaba a la CBA a las 10.30, pero ese día quería llegar más temprano: pensaba hablar con el jefe del departamento acerca del cese de Chuck Insen como director de realización de la última edición nacional de noticias. El recuerdo de su roce con Insen de la víspera todavía le escocía, y Sloane estaba más decidido que nunca a conseguir que cambiara el proceso de selección de noticias.

Se levantó de la mesa, se disculpó y subió a terminar de vestirse. Escogió una corbata —la que llevaría esa noche ante las cámaras— y se hizo cuidadosamente el nudo, pensando en su padre e imaginando las escenas que éste había descrito cuando volaba sobre Schweinfurt o cualquier otra parte. Angus tendría entonces veinte y pocos años, la mitad de la edad actual de Crawford, sólo un muchacho que apenas había vivido, aterrorizado ante la perspectiva de la muerte, una muerte probablemente horrible. Desde luego, Crawford nunca había vivido nada comparable, ni siquiera durante sus años de reportero en Vietnam.

De repente tuvo una aguda conciencia de todo lo que no había entendido hasta entonces, a nivel afectivo o profundo.

Crawford pensó que el problema radicaba en que estaba tan inmerso profesionalmente en las noticias recientes de cada día, que tendía a despreciar las noticias de otras épocas, como la historia, considerándolas intrascendentes para el presente acuciante y bullente. Esa forma de pensar era fruto de su profesión; la había advertido en algunos compañeros suyos. Pero las noticias del pasado no eran intrascendentes, ni lo serían nunca, para su padre.

Crawford estaba bien informado. Había leído un libro acerca del ataque aéreo de Schweinfurt, Black Thursday. Su autor, Martin Caidin, comparaba ese ataque con las «batallas inmortales de Gettysburg, St. Mihiel y Argonne, Midway, Bulge y Pork Chop Hill».

Crawford recordó que su padre había formado parte de aquella larga saga. Nunca lo había considerado desde esa perspectiva.

Se puso la americana, se inspeccionó ante el espejo y luego, satisfecho de su aspecto, bajó a la planta baja.

Se despidió de Jessica y de Nicky y después se acercó a su padre y le dijo en voz baja:

—Levántate.

Angus se quedó desconcertado. Crawford se lo repitió:

—Levántate.

Angus se levantó despacio, apartando su silla. Instintivamente, como le ocurría tantas veces, adoptó la posición de «firmes».

Crawford se aproximó a su padre, le rodeó con sus brazos, estrechó la presión y luego le besó en las dos mejillas.

El anciano pareció sorprendido y nervioso:

—¡Oye! ¡Oye! ¿Qué es esto?

—Que te queremos mucho, viejo gruñón —le dijo Crawford mirándole a los ojos.

Al llegar a la puerta, antes de salir, se volvió. En la cara de Angus brillaba una sonrisita seráfica. Jessica tenía los ojos húmedos. Y Nicky resplandecía.

La pareja de vigilancia —Carlos y Julio— se sorprendió al ver a Crawford Sloane salir de su casa en el coche antes de lo habitual. Informaron inmediatamente del hecho a su líder, Miguel, en clave.

En ese momento, Miguel había abandonado el centro de operaciones de Hackensack con los otros, en una furgoneta Nissan de pasajeros equipada con radioteléfono, y estaba cruzando el puente George Washington que comunica Nueva Jersey con Nueva York.

Miguel no se inmutó. Les dio la orden, siempre en clave, de que los planes previstos seguían en marcha y que adelantarían la hora de su ejecución si era necesario. Reflexionaba, seguro de sí mismo: lo que iban a hacer era algo totalmente inesperado; demolía toda lógica. Y poco después levantaría una frenética pregunta: ¿Por qué?