7

Sloane oyó voces y risas mientras recorría el pequeño pasillo cubierto que comunicaba el garaje con la vivienda. Se hizo el silencio cuando abrió la puerta y penetró en el vestíbulo alfombrado al que daban la mayor parte de las habitaciones de la planta baja.

—¿Eres tú, Crawf? —llamó su mujer desde el cuarto de estar.

—Si no lo fuera estarías metida en un lío —respondió él en broma. Volvió a oírse su melodiosa carcajada.

—¡Bienvenido, quienquiera que seas! Ahora mismo voy.

Oyó unos tintineos cristalinos y el crujido de unos cubitos de hielo en un vaso y supuso que Jessica estaba preparando un martini, su ritual vespertino de bienvenida para relajarle de todos los acontecimientos de la jornada.

—¡Hola, papá! —gritó Nicholas, su hijo de once años, desde la escalera. Estaba muy alto para su edad y un poco flaco. Sus inteligentes ojos se iluminaron mientras corría a abrazar a su padre.

Sloane le devolvió el abrazo y luego le pasó los dedos por el pelo, castaño y rizado. Era justo la clase de recibimiento que él deseaba, y tenía que agradecérselo a Jessica. Casi desde su mismo nacimiento, Jessica había inculcado a Nicky su convicción de que el cariño debía demostrarse mediante el contacto.

Al principio de su matrimonio, las demostraciones de cariño no le resultaban cómodas a Sloane. Él reprimía sus emociones, se callaba algunas cosas, dejaba que el otro las adivinara. Ello formaba parte de su carácter reservado, pero Jessica no lo merecía, así que se había esforzado por quebrantar esa reserva y, por ella y luego por Nicky, lo había conseguido. Sloane recordaba sus palabras:

«Cuando te casas, cariño, las barreras desaparecen. Por eso estamos "unidos"… ¿Te acuerdas? Así que durante el resto de nuestras vidas, tú y yo vamos a decirnos exactamente lo que sentimos y, algunas veces, incluso a demostrarlo también».

Esta última frase se refería a su vida sexual, que, hasta bastante tiempo después de la boda, siguió ofreciéndole a Sloane sorpresas y aventura. Jessica había adquirido algunos libros eróticos orientales, bien ilustrados y explícitos, y le gustaba experimentar y probar nuevas posiciones. Tras escandalizarse un poco al principio y superar cierta timidez, Sloane acabó disfrutando también con aquello, aunque siempre era Jessica la que tomaba la iniciativa.

(Algunas veces se preguntaba sin poder remediarlo: ¿Tenía ya aquellos libros eróticos cuando salía con Partridge? ¿Habían puesto en práctica su contenido? Pero Sloane nunca se había atrevido a preguntárselo, tal vez porque temía que ambas respuestas fueran afirmativas).

Con el resto de la gente, su reserva persistía. Sloane era incapaz de recordar cuándo había abrazado a su padre por última vez, aunque recientemente había sentido el impulso de hacerlo varias veces, pero al final se había reprimido, dudando de la reacción de Angus, que tenía un comportamiento muy estricto, riguroso, incluso.

—¡Hola, cariño!

Jessica apareció con un vestido verde claro, un color que siempre le había gustado. Se abrazaron tiernamente y luego él entró en la sala de estar. Nicky se quedó un rato con ellos, como todos los días; ya había cenado y no tardaría en marcharse a la cama.

—¿Qué tal van las cosas en el mundillo musical? —preguntó Sloane a su hijo.

—Muy bien, papá. Estoy practicando el Preludio Número Dos de Gershwin.

—Recuerdo esa pieza —siguió su padre—. Gershwin la compuso cuando era joven, ¿verdad?

—Sí, a los veintiocho años.

—Al principio me parece que hace así: «Tum-ti-ta-tum, Tiiii-ta-ta-ti-tum, titum-ti-tum-ti-tum»… —canturreó. Nicky y Jessica se echaron a reír.

—Ya sé a qué fragmento te refieres, papá, y también sé por qué lo recuerdas.

Nicky cruzó la sala y se dirigió al piano de cola. Luego empezó a cantar con una clara voz de tenor joven, acompañándose al piano.

In the sky the bright stars glittered
On the bank the pale moon shone
And from Aunt Dinah’s quilting party
I was seeing Nellie home.

La frente de Sloane se frunció, esforzándose por hacer memoria.

—Me suena mucho… ¿No es una vieja canción de la época de la Guerra Civil?

—¡Exactamente, papá!

Nicky estaba radiante.

—Ahora lo entiendo —dijo su padre—. Lo que intentas decirme es que esa melodía es casi la misma que la del Preludio de Gershwin…

—Al revés —Nicky sacudió la cabeza—, primero fue la canción. Pero no se sabe si Gershwin conocía la canción y la usó o fue sólo por casualidad.

—Y nunca se sabrá, ¡mecachis! —exclamó Sloane, divertido e impresionado por los conocimientos de Nicky.

Ni Jessica ni él se acordaban de la edad que tendría Nicky cuando empezó a demostrar interés por la música, pero fue desde sus primeros años, y en la actualidad la música era su principal inquietud.

Nicky se había enamorado del piano y recibía lecciones de un antiguo concertista, un austríaco de bastante edad que vivía relativamente cerca de allí, en New Rochelle. Hacía unas semanas, el profesor había dicho a Jessica:

—Su hijo posee ya un dominio de la música inusual para su edad. Más adelante podrá seguir por el camino que desee: como intérprete, como compositor o quizás como estudioso… Pero lo más importante es que para Nicholas, la música habla con voz de ángel y de felicidad. Forma parte de su alma. En mi opinión, será el hilo conductor de su vida.

Jessica consultó su reloj:

—Nicky, se está haciendo tarde.

—¡Ay, mamá, déjame un ratito más…! Mañana no hay colegio.

—Pero tendrás un montón de cosas que hacer, como todos los días. La respuesta es no.

Jessica era la encargada de imponer disciplina en la familia y, tras desearles las buenas noches, Nicky se fue. Poco después le oyeron tocando en su dormitorio, en un piano electrónico que usaba cuando no podía tocar el piano de la sala.

En la sala de estar tenuemente iluminada, Jessica se dirigió a los martinis que había preparado poco antes. Mientras la observaba escanciarlos, Sloane pensó: «¿Qué más se puede pedir?». Con frecuencia le embargaba ese sentimiento respecto a Jessica, y lo atractiva que seguía después de más de veinte años de matrimonio. Ya no llevaba el pelo largo, ni le preocupaba ocultar sus mechas plateadas. También tenía arrugas en torno a los ojos. Pero su figura era esbelta y bien formada y sus piernas todavía atraían las miradas de los hombres. En conjunto, pensó, no había cambiado y él seguía sintiéndose orgulloso cuando entraba en cualquier parte del brazo de Jessica.

Ella le ofreció una copa, comentando:

—¿Ha sido un día duro?

—Pues sí, desde luego. ¿Has visto las noticias?

—Sí. ¡Pobre gente, la de ese avión! ¡Qué manera más horrible de morir! Sabiendo que no tenían ninguna posibilidad, y obligados a permanecer allí sentados, esperando la muerte…

Con una punzada de mala conciencia, Sloane se dio cuenta de que no había pensado en ello en absoluto. Algunas veces, un profesional de la información estaba tan preocupado recogiendo noticias que se olvidaba de los seres humanos que las constituían. Se preguntó si sería por insensibilidad tras una prolongada exposición a las noticias o una vacunación necesaria, como la de los médicos… Esperó que fuera la segunda opción y no la primera.

—Si has visto la historia del avión, habrás visto a Harry. ¿Qué te ha parecido? —le preguntó.

—Ha estado bien.

La respuesta de Jessica parecía indiferente. Sloane la miró, esperando que se extendiera, preguntándose si Harry era el pasado, completamente superado, en el corazón de su mujer.

—Harry ha estado mejor que bien. Lo ha hecho así —dijo Sloane chasqueando los dedos—. Sin preparación. Casi sin tiempo.

Luego le contó la suerte que había tenido la CBA de contar con un equipo en la terminal del aeropuerto de Dallas-Fort Worth.

—Harry, Rita y Minh lo han conseguido… Hemos metido un gol a las otras emisoras.

—Parece que Harry y Rita trabajan mucho juntos. ¿Hay algo más?

—No. Forman un buen equipo de trabajo, nada más.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque Rita se ha enrollado con Les Chippingham. Creen que nadie lo sabe. Pero claro, lo sabe todo el mundo…

—¡Dios mío! —Jessica se echó a reír—. Sois un grupito de lo más incestuoso.

Leslie Chippingham era el director de informativos de la CBA. Sloane pretendía hablar precisamente con Chippingham al día siguiente respecto al cese de Chuck Insen como productor ejecutivo.

—A mí no me incluyas —le dijo a Jessica—. Yo estoy encantado con lo que tengo en casa.

El martini le había relajado, como siempre, aunque ni Jessica ni él eran aficionados a beber. Un martini y una copa de vino con la cena era su límite, y durante el día, Sloane no bebía ni una gota de alcohol.

—Esta noche estás de buen humor —dijo Jessica—, y además tienes otro motivo…

Se levantó y cruzó la sala hasta un pequeño escritorio, de donde cogió un sobre abierto, lo cual no era excepcional, puesto que Jessica llevaba la mayor parte de sus asuntos privados.

—Es una carta de tu editor con una liquidación de derechos.

Él cogió los papeles y los leyó con la cara iluminada por una sonrisa.

Crawford Sloane había publicado un libro, La cámara y la verdad, hacía unos meses, escrito en colaboración. Era éste su tercer libro.

Al principio, la obra tardó un poco en venderse. Los críticos de Nueva York le crucificaron, aprovechando la oportunidad de humillar a un personaje de la talla de Crawford Sloane. Pero en ciudades como Chicago, Cleveland, San Francisco y Miami, gustó a la crítica. Y, lo que es más importante, al cabo de varias semanas, algunos de sus comentarios fueron citados o destacados en las columnas de información general: la mejor publicidad que puede hacérsele a una obra.

En el capítulo dedicado al terrorismo y los rehenes, Sloane había escrito sin rodeos: «Muchos americanos sentimos una gran vergüenza en 1986-1987, tras la revelación de que el gobierno norteamericano había comprado la libertad de un grupo de rehenes en Oriente Medio a expensas de miles de muertes y mutilaciones de ciudadanos iraquíes, no sólo en el campo de batalla irano-iraquí, sino entre civiles». Las bajas de guerra, señalaba Sloane, se debían al armamento suministrado por los Estados Unidos a Irán a cambio de la liberación de los rehenes. Sloane denominaba ese canje «las treinta asquerosas monedas de plata del siglo XX» y lo ilustraba con una cita de Dane-geld, de Kipling:

We never pay any-one Dane-geld,
No matter how triffling the cost;
For the end of that game is oppression and shame,
And the nation that plays it is lost[1]!

Otras de sus observaciones más aplaudidas eran:

—Ningún político del mundo tiene agallas para proclamarlo bien alto, pero habría que considerar la posibilidad de prescindir de los rehenes, aun norteamericanos. Las peticiones de las familias de los rehenes deben escucharse con compasión, pero no deben influir en la política del gobierno.

—El único medio de combatir el terrorismo es el antiterrorismo, lo cual significa desenmascarar y destruir furtivamente a los terroristas: es el único lenguaje que entienden. Ello incluye no pactar con ellos, ni pagar rescates, directa o indirectamente, ¡nunca!

—Los terroristas, que no observan ningún código civilizado, no van a pretender, cuando se les coja con sangre en las manos, acogerse a las leyes y los principios que ellos mismos están despreciando. El pueblo británico, que lleva hondamente inculcado el respeto por la legalidad, se ha visto obligado algunas veces a bordear los límites del derecho para defenderse del depravado e implacable IRA.

—Hagamos lo que hagamos, el terrorismo no desaparecerá, porque los gobiernos y las organizaciones que lo respaldan no desean realmente la resolución de ese problema. Son unos fanáticos que utilizan a otros fanáticos y sus pervertidas religiones como armas.

—Los ciudadanos de los Estados Unidos no nos veremos libres del terrorismo en nuestro propio territorio durante mucho tiempo más. Pero no estamos preparados, ni en el aspecto mental ni en ningún otro, para esta clase de guerra despiadada que todo lo impregna.

Cuando apareció el libro, parte del alto mando de la CBA se puso nervioso con sus afirmaciones sobre «rehenes prescindibles» y «destrucción furtiva», temiendo que crearan resentimientos políticos y públicos hacia la cadena. Finalmente, no hubo motivos de preocupación y los altos cargos se sumaron al coro de aprobación.

Sloane resplandecía cuando vio la impresionante cuenta de derechos.

—Te lo mereces y estoy muy orgullosa de ti —le dijo Jessica—. Sobre todo porque nunca has sido aficionado a crear controversias. —Hizo una pausa—. ¡Ah!, por cierto… tu padre ha telefoneado. Llega mañana por la mañana y le gustaría quedarse toda la semana.

Sloane hizo una mueca.

—Ha pasado muy poco tiempo desde la última vez…

—Está solo y se hace viejo. Algún día, cuando te llegue el momento, tal vez tengas una nuera favorita con la que compartir el tiempo.

Se echaron a reír, porque Angus Sloane y Jessica se llevaban estupendamente, y en ciertos aspectos, mejor incluso que padre e hijo.

Angus llevaba varios años viviendo solo en Florida, desde la muerte de su esposa.

—Me gusta tenerle en casa —dijo Jessica—. Y a Nicky también.

—Bueno, bueno, entonces perfecto. Pero mientras papá esté aquí, utiliza toda tu influencia para que no hable tanto del honor, el patriotismo y todo lo demás.

—Ya sé a qué te refieres. Haré lo que pueda.

Tras su conversación se perfilaba el hecho de que el abuelo Sloane no acababa de apearse de su estatus de héroe de la Segunda Guerra Mundial, al mando de un bombardero de las Fuerzas Aéreas, que ganó la Estrella de Plata y la Cruz del Mérito Aéreo. Después de la guerra había sido funcionario público, una carrera poco espectacular, pero que le había permitido retirarse con una pensión razonable e independencia. Pero los años en el ejército seguían dominando los pensamientos de Angus.

Crawford respetaba el historial bélico de su padre, pero sabía que éste podía ser tedioso cuando emprendía uno de sus discursos favoritos: «La desaparición de la integridad y los valores morales de esta época», como decía él. Jessica, sin embargo, se las arreglaba para inhibirse de las parrafadas de su suegro.

Sloane y Jessica siguieron charlando durante la cena, que era siempre uno de sus momentos más apreciados. Aunque durante el día tenían servicio, Jessica preparaba personalmente la cena, organizándose para permanecer el menor tiempo posible en la cocina una vez llegaba su marido a casa por la noche.

—Ya sé a qué te referías hace un rato —dijo Sloane, pensativo—, respecto a que no soy aficionado a aventurarme por terreno resbaladizo. Supongo que, en mi vida, me he arriesgado lo menos posible. Pero estaba completamente convencido de algunas de las aseveraciones que he manifestado en el libro. Y todavía lo estoy.

—¿En cuanto al terrorismo?

Él asintió.

—Después de escribir todo eso he estado pensando si el terrorismo podría afectarnos a ti y a mí, y cómo. Por eso he tomado unas precauciones especiales. No te lo había dicho hasta ahora, pero debes saberlo.

Mientras Jessica le miraba con curiosidad, él prosiguió:

—¿Has pensado alguna vez que una persona como yo podría ser secuestrada, retenida como rehén?

—Sí, cuando has viajado al extranjero. —Él sacudió la cabeza.

—Puede suceder aquí. Siempre hay una primera vez, y mi trabajo en la televisión me coloca en el centro de la diana, como a otros colegas. Si los terroristas empiezan a actuar en los Estados Unidos, y ya sabes que yo lo creo así, y dentro de poco tiempo, las personas como yo seremos un señuelo atractivo, porque todo lo que hacemos, o lo que se nos hace, es ampliamente difundido.

—¿Y los familiares? ¿También pueden ser un objetivo?

—Me parece muy improbable. Los terroristas buscan nombres famosos, personas a las que todo el mundo conoce.

—Has hablado de precauciones —dijo Jessica, incómoda—. ¿De qué tipo?

—De las que puedan ser eficaces después de ser secuestrado, si se da el caso. Lo he solucionado con un abogado que conozco, Sy Dreeland. Tiene todos los detalles, y está autorizado a darles publicidad si ello fuera necesario.

—No me gusta esta conversación —dijo Jessica—. Me estás poniendo nerviosa. Además, ¿de qué sirven las precauciones una vez que ha sucedido algo realmente grave?

—Antes de que eso ocurra, he de confiar en que la compañía se encargue de darme cierta protección, que es lo que está haciendo ahora, más o menos. Pero después, como he dicho en el libro, no quiero que se pague ninguna clase de rescate, ni siquiera de nuestro propio dinero. Así que he efectuado una declaración jurada, dentro de las normas vigentes, a tal efecto.

—¿Estás diciendo que todo nuestro dinero se quedaría inmovilizado, congelado?

—No —Sloane negó con la cabeza—. No podría hacer eso, aunque quisiera. Casi todos nuestros bienes, la casa, las cuentas bancarias, las acciones, el oro y las divisas, los poseemos conjuntamente, y podrías disponer de ellos a tu antojo, igual que ahora. Pero después de hacer pública mi declaración jurada, cuando todo el mundo supiera mi modo de pensar, me gustaría que no tomaras otra clase de medidas.

—¡Me niegas mi legítimo derecho a tomar una decisión! —protestó Jessica.

—No, querida —le dijo él con dulzura—. Te he relevado de una terrible responsabilidad y un dilema.

—¿Y si la emisora desea pagar tu rescate?

—Lo dudo, pero desde luego, sería imposible en contra de mis deseos, que están expuestos en el libro y confirmados en mi declaración.

—Dices que la compañía te ha puesto protección. No tenía la menor idea. ¿En qué consiste?

—Cuando hay llamadas telefónicas con amenazas, o cartas de chiflados con ciertas connotaciones, o algún rumor sobre la posibilidad de un atentado, cosa que sucede en todas las cadenas, y sobre todo a sus presentadores, llaman al servicio de seguridad. Están repartidos por todo el edificio de la CBA, dondequiera que yo me encuentre trabajando, y hacen lo que se supone que hace ese tipo de personal. Ya me ha pasado varias veces.

—No me lo habías dicho.

—No. Supongo que no —admitió él.

—¿Qué otras cosas me has ocultado?

Había un tono de mordacidad en la voz de Jessica, aunque se notaba que no sabía si enfadarse por el engaño o mostrar su preocupación.

—En la emisora nada más, pero he dispuesto otras cuantas cosas con Dreeland.

—¿Y sería excesivo pedirte que me las contaras?

—Es importante que sepas —Sloane ignoró el sarcasmo que demostraba algunas veces su esposa cuando se emocionaba— que cuando hay un secuestro, dondequiera que se produzca, hoy día se da casi por hecho que los secuestradores enviarán una película de vídeo, rodada por las buenas o por las malas. Luego esas cintas se pasan, a veces incluso por televisión, pero nadie sabe con certeza si se han hecho voluntariamente o a la fuerza, y en tal caso, hasta qué extremo. Pero si existe alguna clase de código preestablecido, el secuestrado tiene ciertas posibilidades de pasar un mensaje comprensible. A este respecto, un número cada vez más alto de personas con probabilidades de ser secuestradas están dando instrucciones a sus abogados y estableciendo un código de señales.

—Si esto no fuera tan serio, sonaría a novela de espionaje —comentó Jessica—. ¿Y qué clase de señales te has inventado?

—Pasarse la lengua por los labios, que es un gesto que puede hacerse sin provocar recelos, significa: Estoy haciendo esto contra mi voluntad. Todo lo que digo es mentira. Rascarse o tocarse la oreja izquierda significa: Mis secuestradores están bien organizados y profusamente armados. Lo mismo en la oreja derecha significa: La vigilancia está un poco descuidada. Un ataque desde el exterior tiene ciertas probabilidades de éxito. Hay algunas más, pero dejémoslo por el momento. No quiero alarmarte.

—Bueno, pues me preocupa —le contestó ella.

Jessica se preguntaba si aquello sería realmente posible. ¿Era posible que Crawf fuera secuestrado y desapareciera? Le parecía increíble, pero casi todos los días ocurrían cosas increíbles.

—Aparte del miedo —dijo pensativa—, debo admitir que todo esto me fascina, porque es una faceta tuya que no conocía, creo. Pero me pregunto por qué no asististe a aquel curso de defensa personal del que me hablaste.

Se trataba de un cursillo de defensa antiterrorista organizado por una compañía británica, Paladin Security, tema de comentario en varios programas informativos. El curso duraba una semana y en parte pretendía preparar a la gente precisamente para la posibilidad que Sloane había apuntado, cómo comportarse en caso de ser víctima de una situación semejante. También impartían técnicas de defensa personal sin armas, que Jessica había instado a su marido a aprender después de que el presentador de la CBS Dan Rather sufriera una brutal agresión en una calle de Nueva York en 1986. El ataque no provocado de dos desconocidos había mandado a Rather al hospital y sus agresores nunca fueron descubiertos.

—El problema es encontrar tiempo para tal curso —dijo Sloane—. Por cierto, ¿sigues con tus clases de cuerpo a cuerpo?

Se trataba de una versión especializada de lucha sin armas practicada por la SAS, las fuerzas de élite del ejército británico. Las impartía un general de brigada británico retirado, afincado en Nueva York, y era otra de las cosas que Jessica había intentado que su marido aprendiese. Pero como él no tenía tiempo, se apuntó ella.

—Ya no acudo con regularidad —le respondió Jessica—. Pero voy por allí una vez al mes o así a refrescarme, y también a algunas de las conferencias del general Wade.

—Muy bien —asintió Sloane.

Esa noche, inquieta por todo lo que habían hablado, Jessica tuvo dificultades para conciliar el sueño.

Fuera, los ocupantes del Ford Tempo vieron cómo se iban apagando una a una las luces de la casa. Luego dieron su informe por el radioteléfono y, una vez concluida su tarea, abandonaron su puesto de observación.