8

A las 20.40 del viernes, mientras el grupo de la CBA-News estaba cenando en Shun Lee West, sonó el timbre del portero automático del apartamento que el diplomático peruano José Antonio Salaverry tenía en el centro de Manhattan. Tenía visita.

El apartamento se hallaba en la calle Cuarenta y ocho, junto a Park Avenue, en un edificio de veinte pisos. Aunque había un vigilante nocturno en la portería, los visitantes usaban el portero electrónico del exterior para anunciar su llegada y los inquilinos de los pisos les abrían directamente.

Salaverry estaba muy nervioso desde su encuentro con Miguel esa mañana en la sede de las Naciones Unidas y estaba deseando que le dijeran que el grupo de Medellín-Sendero Luminoso estaba a salvo fuera del país. Creía que su partida pondría fin a su implicación en el espantoso asunto que le preocupaba desde el día anterior.

Llevaba una hora larga con su amiga del banco, Helga Efferen, tomando combinados de tónica con vodka frente a la chimenea, sin ganas ninguno de los dos de ir a la cocina a preparar algo de cena o de encargarla por teléfono. Aunque el alcohol les había relajado físicamente, no había aliviado su angustia.

Formaban una pareja curiosa: Salaverry era menudo y vivaracho, y Helga era una mujer literalmente «inmensa». De constitución fuerte, bien entrada en carnes, con enormes pechos, era rubia natural. La naturaleza, sin embargo, no había sido generosa con ella en otros aspectos: tenía una aspereza en la expresión y una acidez en los gestos que repelían a algunos hombres, aunque no a Salaverry. Desde que la conoció en el banco, Helga le había atraído, quizás porque veía en ella un reflejo de sí mismo y también porque había percibido su sexualidad, oculta pero poderosa.

Había acertado en ambas apreciaciones. Compartían las mismas opiniones, basadas principalmente en el pragmatismo, el egoísmo y la codicia. Y en cuanto al sexo, en sus frecuentes encuentros, cuando Helga se excitaba se convertía en una frenética ballena envolvente, que casi se tragaba al pequeño «Jonás» Salaverry. A él le encantaba. Además, a Helga le daba por gritar, e incluso por dar alaridos, durante el orgasmo, lo cual le hacía sentirse muy macho y más grande de lo que era, en todos los sentidos.

Esa noche, un poco antes, se había producido una extraña excepción a sus placeres eróticos. Habían empezado a retozar, esperando olvidarse, al menos de momento, de sus inquietudes. Pero no lo consiguieron, y al cabo de un rato ambos se dieron cuenta de que no estaban empleándose a fondo y lo dejaron.

No obstante, su empatía mental persistía, tipificada por su actitud ante el secuestro de la familia Sloane.

Ambos eran conscientes de que poseían una información vital acerca de un crimen sensacional que dominaba los medios de comunicación y cuyas víctimas y perpetradores eran buscados prácticamente por todas las fuerzas de seguridad de la nación. Y peor aún, ellos eran cómplices de la banda de secuestradores.

Sin embargo, no era la seguridad de las víctimas del secuestro lo que preocupaba a José Antonio y Helga, sino la suya propia. Salaverry sabía que si su implicación salía a la luz, ni siquiera su inmunidad diplomática le libraría de las consecuencias, terriblemente desagradables, incluyendo la expulsión de la ONU y los Estados Unidos, el truncamiento de su carrera y la más que probable venganza de Sendero Luminoso cuando volviera a Perú. Helga, que carecía de protección diplomática, acabaría en la cárcel por ocultar información sobre un delito y tal vez por aceptar soborno a cambio de introducir fondos ilegalmente en el banco donde trabajaba.

Todos esos pensamientos le rondaban por la cabeza cuando oyó el timbre. Su amante dio un respingo y él se dirigió a toda prisa al teléfono del recibidor que comunicaba con la entrada principal. Apretó un botón y preguntó:

—¿Sí…?

—Soy Platón —dijo una voz masculina con un timbre metálico.

Aliviado, Salaverry informó a Helga:

—Es él. —Y luego, por el teléfono—: Suba, por favor.

Y pulsó el botón que abría la puerta de la planta baja.

Diecisiete pisos más abajo, el hombre que había hablado con Salaverry penetró en el vestíbulo por una pesada puerta de cristal. Era un individuo de talla mediana, cara alargada y tez morena, con los ojos hundidos y melancólicos y el pelo negro y lustroso. Su edad podría oscilar entre los treinta y ocho y los cuarenta y cinco años. Llevaba una trinchera desabrochada sobre un anodino traje marrón, y unos guantes finos que no se quitó a pesar de la agradable temperatura del edificio.

El portero uniformado que le vio llegar y hablar por el teléfono le indicó el ascensor. Había otras tres personas en el vestíbulo, que cogieron el mismo ascensor. El hombre de la gabardina les ignoró. Pulsó el botón del piso dieciocho y se quedó inexpresivo, mirando al frente. Cuando llegó a su planta, los demás ocupantes habían abandonado el ascensor.

Siguió la dirección de la flecha hasta el apartamento que buscaba, fijándose atentamente en que había otros tres apartamentos en ese piso y una escalera de emergencia a su derecha. No esperaba tener que usar esa información, pero siempre memorizaba por rutina las vías de escape. Llamó al timbre y oyó una melodiosa sonería en el interior del apartamento. Casi de inmediato se abrió la puerta.

—¿Señor Salaverry? —preguntó el desconocido con voz suave y acento latino.

—Sí, sí. Pase. ¿Quiere darme su gabardina?

—No, no me voy a quedar mucho rato. —El visitante echó un rápido vistazo a su alrededor y al ver a Helga preguntó—: ¿Esa tía es la del banco?

Aunque le pareció una expresión poco afortunada, Salaverry le contestó:

—Sí, la señorita Efferen. Y usted, ¿cómo se llama?

—Platón. —Indicó con una inclinación de cabeza las butacas de delante de la chimenea—: ¿Podemos instalarnos ahí?

—Por supuesto.

Salaverry advirtió que el hombre no se quitaba los guantes. Pensó que acaso fuera una manía suya o que tenía alguna deformidad.

Se encontraban ante la chimenea. Después de saludar imperceptiblemente a Helga con la cabeza, el recién llegado inquirió:

—¿Hay alguien más en la casa?

—Estamos solos —respondió Salaverry sacudiendo la cabeza—. Puede usted hablar libremente.

—Les traigo un mensaje —dijo el hombre introduciendo una mano en la trinchera.

Cuando la sacó, empuñaba una Browning de nueve milímetros con silenciador.

El alcohol que había tomado redujo la capacidad de reacción de Salaverry, aunque era improbable que hubiera podido hacer nada aun en posesión de sus reflejos normales. Antes de que el peruano se recobrara de la sorpresa y pudiera hacer el menor movimiento, su visitante le colocó la boca del cañón en la frente y apretó el gatillo. En su último segundo de vida, la boca de la víctima se abrió de asombro e incredulidad.

El orificio de entrada de la bala le produjo una herida pequeña: un limpio círculo rojo ribeteado por la quemadura negra de la pólvora. Pero la salida por el otro lado de la cabeza le produjo una herida grande y sucia, con fragmentos óseos, tejido cerebral y sangre, todo revuelto. En el tiempo que tardó su víctima en derrumbarse, el desconocido de la gabardina advirtió la marca de la pólvora en su frente, el efecto que deseaba producir. Luego se volvió hacia la mujer.

Helga también se había quedado paralizada de asombro. Pero su sorpresa se había convertido en horror. Se puso a chillar, intentando echar a correr.

Pero fue demasiado lenta. El asesino, con la puntería perfecta, le metió una bala en el corazón. Helga cayó muerta, derramando borbotones de sangre en la alfombra.

El asesino contratado por Miguel en Little Colombia se quedó un instante escuchando atentamente. El silenciador de la Browning había amortiguado el ruido de los disparos, pero no quería correr riesgos y esperó por si se producía una intervención exterior. Si hubiera oído algún ruido del vecindario o algún otro signo de curiosidad, se habría marchado inmediatamente. Pero el silencio persistía y entonces emprendió, rápida y eficientemente, las demás tareas que tenía encomendadas.

Primero desenroscó el silenciador de la pistola y se lo metió en el bolsillo. Luego dejó momentáneamente el arma junto al cadáver de Salaverry. Se sacó un espray de pintura de otro bolsillo de la gabardina, se dirigió a una de las paredes del apartamento y escribió en grandes letras negras la palabra CORNUDO*.

Regresó junto a Salaverry, le manchó con unas gotas de pintura la mano derecha y luego le puso el bote de espray en la mano y se la apretó para que dejara en él sus huellas dactilares. Después dejó el bote sobre una mesita, recogió la pistola y la colocó en la mano del muerto, apretándole los dedos sobre la culata para dejar bien visibles sus huellas dactilares. Luego dispuso la mano y la pistola de forma que diera a entender que Salaverry se había suicidado.

En cuanto al cadáver de la mujer, lo dejó donde se había desplomado.

A continuación, el intruso se sacó una hoja doblada que llevaba en el bolsillo, con un texto mecanografiado, que decía:

No me creíste cuando te dije que ella era una cerda ninfómana, indigna de ti. Crees que te quiere, pero lo único que siente por ti es desprecio. Confiabas en ella y le diste la llave de tu apartamento. La ha usado para llevar allí a otros hombres con quienes realizar sus viles actos sexuales. Aquí tienes las fotografías que lo demuestran. Se llevó a un hombre y un amigo suyo les hizo fotos. Su ninfomanía llega al extremo de coleccionar tales fotos. Seguramente, su monstruoso abuso de tu casa será el peor de los insultos para un hombre tan machista como tú.

Tu vieja (y sincera) amiga

El pistolero salió del cuarto de estar y penetró en el dormitorio de Salaverry. Hizo una bola con la hoja de papel y la tiró a la papelera. Cuando la policía registrara el apartamento, cosa que haría, seguro que encontraba la carta. Había muchas probabilidades de que la consideraran semianónima, y que sólo Salaverry supiera quién era el remitente.

El toque final consistía en un sobre, con unos fragmentos de fotografías en blanco y negro, quemados por los bordes. Se dirigió al cuarto de baño contiguo al dormitorio y vació el contenido del sobre en el retrete, dejando los fragmentos flotando en el agua.

Los pedacitos eran demasiado pequeños para que los identificaran. Sin embargo, se podía llegar a la conclusión razonable de que Salaverry, al recibir la carta acusatoria, había quemado las fotos y luego había tirado sus restos por el water, aunque algunos fragmentos se habían quedado flotando. Después, enfurecido por la aparente infidelidad de su amada Helga, la había matado, impulsado por un terrible ataque de celos.

Luego, Salaverry había escrito en la pared una sola palabra, un patético mensaje que describía cómo se sentía. (Si los encargados de la investigación policial no sabían español, alguien les podría traducir esa palabra a su idioma).

Había incluso un detalle artístico en aquella cruda despedida. Aunque no era la clase de gesto que haría un anglosajón, tenía el voluble frenesí de un latín lover.

Deducción final: incapaz de enfrentarse a las consecuencias de su acto, Salaverry se había suicidado; la quemadura de pólvora en la frente era típica de los casos de heridas a bocajarro.

Como sabían muy bien quienes planificaron la escena, los homicidios sin resolver eran muy habituales en Nueva York, y los detectives de la policía solían estar tan desbordados de trabajo que no dedicarían demasiado tiempo ni esfuerzos a la investigación de un crimen cuyas circunstancias y cuya solución eran tan evidentes.

El asesino dio un repaso al cuarto de estar para una última comprobación y se fue. No había pasado dentro del edificio, de donde salió sin más tropiezo, más de quince minutos. Varias manzanas más abajo, se quitó los guantes y los tiró a una papelera de la calle.