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La sede de Globanic Industries World se hallaba en un complejo de oficinas de estilo señorial, rodeado por un espléndido parque privado, en Pleasantville, Nueva York, a unos sesenta kilómetros de Manhattan. La intención de ese alejamiento era aislar a la cúpula ejecutiva de las presiones y la enrarecida atmósfera de las filiales industriales y financieras de Globanic. La Globanic Financial, por ejemplo, que en ese momento se encargaba del canje de la deuda externa de Perú, ocupaba tres plantas del edificio Uno del World Trade Center, en la zona de Wall Street.
Sin embargo, el cuartel general de Pleasantville albergaba en realidad muchos asuntos secundarios relativos a algunas filiales de Globanic. Ésa era la razón de que, el lunes a las diez de la mañana, Glen Dawson, un joven reportero del Baltimore Star, estuviera esperando allí para entrevistar a uno de los altos cargos sobre el tema del paladio. En ese momento, ese metal precioso estaba de actualidad y una filial de Globanic, Minas Gerais, explotaba la producción de paladio y platino en Brasil, cuyos disturbios laborales estaban amenazando el suministro.
Dawson estaba esperando en un elegante vestíbulo circular que daba acceso a los despachos de otros directivos de Globanic, entre otros el propio presidente del holding.
El periodista, sentado en un discreto rincón, seguía esperando cuando se abrió una de las puertas por la que aparecieron dos figuras. Una de ellas pertenecía a Theodore Elliott, a quien el reportero reconoció inmediatamente, por las fotografías. El rostro del otro hombre le resultó familiar, aunque Dawson no logró identificarlo. Continuando una conversación iniciada en el interior del despacho, el interlocutor de Elliott decía:
—… lo de la CBA. Las amenazas de esos rebeldes peruanos te van a poner en una situación delicada.
—En cierto sentido, sí… —asintió el presidente de Globanic—. Deja, te acompaño hasta el ascensor… Hemos tomado una decisión, aunque no se ha anunciado todavía. No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos.
—¿Entonces, la CBA no va a cancelar sus telediarios de la noche?
—¡En absoluto! Y en cuanto a emitir esas cintas Luminosas, ¡ni hablar!
Las voces se perdieron.
Utilizando una revista que estaba hojeando para disimular su cuaderno de notas, Glen Dawson escribió apresuradamente las palabras exactas que acababa de oír. El pulso se le aceleró. Sabía que poseía en exclusiva una información que un sinnúmero de periodistas llevaba persiguiendo infructuosamente desde el sábado por la noche.
—Señor Dawson —le llamó la recepcionista—, el señor Licata le está esperando.
Al pasar junto a su mesa, se detuvo y le sonrió:
—El señor que acompañaba al señor Elliott… creo que le conozco, pero ahora mismo no caigo…
La recepcionista vaciló. Él advirtió su reprobación y renovó su sonrisa. Funcionó.
—Era el señor Alden Rhodes, el subsecretario de Estado.
—¡Claro! ¡Qué despistado soy!
Dawson había visto una vez al subsecretario de Estado para asuntos económicos, en la televisión, ante un comité interno. Pero lo único que le importaba en ese momento era que tenía su nombre.
La entrevista con el directivo de Globanic le pareció interminable, aunque Dawson intentó concluirla lo más aprisa que pudo. De todos modos, la cuestión del paladio no le interesaba demasiado; era un joven ambicioso que quería escribir sobre temas de interés general, y acababa de tropezar con algo que podía ser un billete al futuro. No obstante, su anfitrión le describió pormenorizadamente la historia y el futuro del paladio. Restó importancia a los conflictos obreros de Brasil, que serían pasajeros y no afectarían al suministro, que era en definitiva lo que Dawson pretendía averiguar. Al final, alegando otra cita, el reportero logró escabullirse.
Tras consultar el reloj, decidió que le daba tiempo a dirigirse a la redacción del Baltimore Star de Manhattan, escribir allí los dos artículos y presentarlos para la edición vespertina. Condujo deprisa, hilvanando en mente las frases, por Saw Mili River Parkway y luego por la I-87.
Sentado ante un terminal de ordenador en las modestas oficinas de Rockefeller Plaza, Glen Dawson redactó primero rápidamente el artículo sobre el paladio. Ése había sido el propósito de su visita y tenía que cumplir con su obligación.
Después empezó la otra historia, mucho más emocionante. Su primer reportaje era para las páginas de economía, sección a la que estaba destinado, y a la que mandaría también el segundo. Aunque estaba seguro de que no permanecería allí mucho tiempo.
Sus dedos volaban sobre el teclado, redactando la introducción. Mientras, Dawson iba rumiando una cuestión ética que no tardaría en plantearse: ¿acarrearía la publicación de la noticia que estaba escribiendo en ese momento algún peligro a las víctimas del secuestro?
Más concretamente: ¿perjudicaría a los Sloane la revelación de que la CBA había decidido rechazar las exigencias de Sendero Luminoso, decisión que, era evidente, la emisora no pensaba revocar?
O, por otro lado, ¿tenía derecho el público a conocer todo lo que un reportero emprendedor como él era capaz de averiguar, sin importar cómo obtuviera esa información?
Aunque eran preguntas muy concretas, Dawson sabía que no eran de su competencia. Las reglas del juego eran concisas y conocidas por todas las partes implicadas.
El reportero debía escribir cualquier historia digna de ser relatada. Si hacía algún descubrimiento, su tarea consistía en no modificar ni suprimir nada, sino escribir un reportaje completo y meticuloso y luego enviarlo a la empresa que le contrataba.
Su texto iría a parar a manos de un editor. Y sería el editor, o los editores, quienes considerarían el problema ético.
Y Dawson pensó que eso era seguramente lo que estaría ocurriendo en ese momento en Baltimore, donde se estaría reproduciendo su historia en otra terminal de ordenador.
Cuando terminó, pulsó una tecla para sacar una copia de su texto por la impresora, para él. No obstante, otra mano se le adelantó y se la arrebató.
Era el jefe de la oficina, Sandy Sefton, que acababa de entrar. Veterano reportero general, a Sefton le quedaban pocos años para retirarse y Dawson y él eran buenos amigos. Cuando leyó su reportaje, su superior silbó entre dientes y luego levantó la vista.
—Acabas de pillar un bombazo. Las palabras de Elliott, ¿las escribiste en cuanto las dijo?
—Inmediatamente.
Dawson le enseñó sus notas.
—¡Dios mío! ¿Has hablado con el otro, con Alden Rhodes?
Dawson negó con la cabeza.
—Pues es posible que Baltimore quiera que lo hagas.
Sonó el teléfono.
—¿Qué te apuestas a que es Baltimore?
Era Baltimore. Sefton cogió la llamada, escuchó unos instantes y contestó:
—Supongo que saldremos en titulares esta tarde, ¿verdad? —Pasó el receptor a Dawson con una sonrisa radiante—: Es Frazer.
J. Allardyce Frazer era el director editorial. No perdió tiempo y le espetó, con voz autoritaria:
—No has hablado directamente con Theodore Elliott, ¿verdad?
—No, señor Frazer.
—Pues hazlo. Dile lo que has oído y pregúntale si tiene algún comentario que hacer. Si niega haberlo dicho, da esa información también. Y entonces intenta que te lo confirme Alden Rhodes. ¿Sabes cómo tienes que hacerle la pregunta?
—Sí, señor.
—Pásame a Sandy.
El jefe de la oficina tomó el aparato. Guiñó un ojo a Dawson mientras escuchaba, y luego dijo:
—He visto las notas de Glen. Anotó las palabras de Elliott allí mismo. Son muy claras, no hay posibilidad de mala interpretación.
Cuando colgó, Sefton dijo a Dawson:
—Todavía no eches las campanas al vuelo: están discutiendo si es ético o no. Ponte en contacto con Elliott. Yo voy a intentar localizar a Rhodes. Es imposible que ya se haya ido a Washington.
Sefton cruzó la habitación para usar otro teléfono.
Dawson tecleó el número de Globanic. Después de pasar por la centralita, le contestó una voz femenina. El periodista se identificó y preguntó por el señor Theodore Elliott.
—El señor Elliott no se puede poner —repuso la voz amablemente—. Soy la señora Kessler. ¿Podría decirme qué desea?
—Sí.
Dawson le explicó cuidadosamente para qué llamaba.
—Espere un momento, por favor —le dijo la voz con un matiz de frialdad.
Transcurrieron varios minutos. Dawson estaba a punto de colgar y volver a telefonear cuando la línea cobró vida. Esa vez, la voz era glacial:
—El señor Elliott dice que lo que oyó usted, fuera lo que fuera, era confidencial y no le autoriza a usarlo.
—Soy periodista —dijo Dawson—. Si oigo o averiguo algo que no me han comunicado a mí confidencialmente, tengo derecho a utilizarlo.
—Señor Dawson, no tiene sentido prolongar esta conversación.
—Sólo un momento, por favor. ¿Niega el señor Elliott haber dicho las palabras que le he leído a usted?
—El señor Elliott no tiene nada más que decir.
Dawson anotó su pregunta y la respuesta, como había hecho por la mañana.
—Señora Kessler, ¿le importaría darme su nombre de pila?
—Eso no tiene nada que ver… En fin: Diana.
Dawson sonrió. Se imaginó que Kessler habría pensado que ya que iba a salir su nombre en la prensa, por lo menos que estuviera completo. Cuando iba a darle las gracias, el periodista advirtió que se había cortado la comunicación.
Al colgar, el jefe de la oficina le tendió una hoja de papel:
—Rhodes se dirige a La Guardia en un coche del Departamento de Estado. Éste es el número de teléfono del coche.
Dawson descolgó una vez más.
Tras una sola llamada le contestó una voz masculina. Dawson preguntó por el señor Alden Rhodes.
—Al aparato —le contestó éste.
El periodista se identificó, sabiendo que Sandy Sefton le estaba escuchando por una extensión.
—Señor Rhodes, mi periódico desearía saber si tiene usted algún comentario respecto a la afirmación del señor Theodore Elliott acerca de que la emisora de televisión CBA no va a aceptar las recientes exigencias de Sendero Luminoso y, en palabras del señor Elliott: «No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos».
—¡Theo Elliott le ha dicho tal cosa!
—Se lo oí decir personalmente, señor Rhodes.
—Pensaba que quería mantenerlo en secreto. —Hizo una pausa—. ¡Espere un minuto! ¿Usted era el que estaba sentado en el vestíbulo cuando salimos?
—Sí, señor.
—Dawson, me ha engañado. Insisto en que toda esta conversación es extraoficial.
—Señor Rhodes, antes de empezar a hablar me he identificado y usted no ha dicho nada de que fuera extraoficial.
—¡Váyase a la mierda, Dawson!
—Esto sí que era confidencial, señor. Ya me lo había advertido. —El jefe de Nueva York, sonriendo, levantó el pulgar.
El debate ético de Baltimore no duró demasiado.
En todos los medios de comunicación siempre ha existido predilección por las revelaciones. Sin embargo, en algunas noticias —como ésta— había algunas cuestiones que resolver. El director editorial y el editor de información nacional, que eran quienes supervisarían la historia, se las plantearon el uno al otro.
PREGUNTA: ¿Pondría en peligro a los rehenes la publicación de la decisión de la CBA? RESPUESTA: Los rehenes ya corrían peligro; no estaba claro si la publicación de la noticia cambiaría en algo la situación. PREGUNTA: ¿Se produciría alguna muerte a causa de esa publicación? RESPUESTA: Probablemente no, porque un rehén muerto no tenía valor. PREGUNTA: Si la CBA pensaba dar a conocer su decisión dentro de un día o dos, ¿qué más daba que se le adelantaran un poco? RESPUESTA: Daba igual. PREGUNTA: Si Theo Elliott había revelado la decisión de la CBA de manera informal y otras personas podían estar enteradas, ¿qué probabilidades había de que el secreto no se propagara rápidamente? RESPUESTA: Con seguridad, casi ninguna.
Al final, el director editorial expresó la conclusión de ambos:
—No hay ningún problema de ética. ¡A imprenta!
La historia salió en portada de la edición vespertina del Baltimore Star, con inmensos titulares:
LA CBA HACE FRENTE A LOS SECUESTRADORES
DE LOS SLOANE
La CBA dirá un rotundo «No» a las exigencias de los secuestradores de la familia Sloane, a saber, cancelar su boletín nacional de noticias durante una semana y sustituir la emisión por unas cintas de propaganda proporcionadas por el grupo rebelde maoísta peruano Sendero Luminoso.
La banda terrorista ha reivindicado la responsabilidad de la acción y admite tener prisioneras a sus víctimas en un lugar inespecificado de Perú.
Theodore Elliott, presidente de Globanic Industries, la compañía madre de la CBA, ha declarado hoy: «No pensamos permitir que nos maneje esa pandilla de rojos».
En la sede del holding en Pleasantville, Nueva York, el empresario añadía: «Y en cuanto a emitir esas cintas Luminosas, ni hablar».
Un reportero del Star fue testigo de la afirmación de Elliott.
Alden Rhodes, subsecretario de Estado para asuntos económicos, que era el interlocutor del señor Elliott cuando pronunció esas palabras, ha declinado hacer comentarios al ser preguntado por el Star, aunque dijo: «Pensaba que quería mantenerlo en secreto».
Nuestro intento de comunicarnos con el señor Elliott más tarde en busca de información adicional ha sido infructuoso.
«El señor Elliott no se puede poner al teléfono», nos informó la señora Diana Kessler, secretaria del presidente de Globanic. En respuesta a nuestras preguntas, la señora Kessler insistió: «El señor Elliott no tiene nada más que decir».
A continuación, el artículo proseguía con generalidades acerca de la historia del secuestro.
Antes aún de que el Baltimore Star saliera a la calle, las agencias de prensa tenían la historia, confirmando la noticia del Star. Esa noche, todas las emisoras de televisión citaron al Star en sus informativos, incluida la CBA, que recibió la noticia con desaliento.
A la mañana siguiente, en Perú, donde la historia del secuestro había cobrado notoriedad, la prensa y los medios audiovisuales proclamaron la revelación poniendo un énfasis especial en la calificación de Theodore Elliott de «pandilla de rojos» para referirse a Sendero Luminoso.