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El grupo especial de la CBA-News iba a abandonar la investigación sistemática de los anuncios inmobiliarios de la prensa local de los últimos tres meses.

Cuando empezaron su tarea, hacía algo más de dos semanas, les había parecido importante localizar la guarida de los secuestradores en los Estados Unidos. Esperaban que, aun cuando no encontraran a las víctimas del secuestro, ello les podía desvelar alguna pista respecto a dónde se los habían llevado. Pero ahora que sabían que la familia de Sloane estaba en Perú, aunque sólo Sendero Luminoso conocía el lugar exacto, la búsqueda de su antigua base parecía menos importante.

Desde la perspectiva de los servicios informativos de televisión en particular, el descubrimiento y las imágenes del lugar todavía revestían interés. Pero en cuanto a que resultara útil para el caso, parecía menos probable cada día.

Sin embargo, el esfuerzo no fue en vano. La investigación de Jonathan Mony había desembocado en la revista Semana, que les había conducido directamente a las pompas fúnebres de Alberto Godoy. El interrogatorio de Godoy desentrañó la venta de los ataúdes y les confirmó la identificación del terrorista Ulises Rodríguez. Y las consiguientes presiones a Godoy propiciaron la pista del American-Amazonas Bank, con el aparente asesinato del diplomático ante la ONU José Antonio Salaverry y su amante, Helga Efferen, y la conexión de ambos con Perú.

Con todo aquello ya se justificaba, según coincidía todo el mundo, el proyecto de investigación de los anuncios por palabras.

¿Pero cabía aún la posibilidad de que investigaciones ulteriores dieran algún fruto?

Don Kettering, que se había hecho cargo de la dirección del equipo especial de la CBA-News en Nueva York, creía que no. Lo mismo que Norman Jaeger, su director de producción. Incluso Teddy Cooper, padre de la idea, que había supervisado de cerca todo el proceso desde el principio, no encontraba argumentos para continuar con ello.

El tema salió a relucir durante la reunión del grupo del martes por la mañana.

Habían transcurrido cuatro días desde las revelaciones del viernes de la CBA-News con todos los datos que tenían acerca del secuestro, sus perpetradores y la localización indeterminada de sus víctimas en Perú, más las Últimas Noticias de la noche del viernes con la grabación en vídeo de Jessica Sloane y las exigencias de Sendero Luminoso.

Entretanto se había producido la pasmosa indiscreción de Theodore Elliott, revelando al mundo entero una decisión que la CBA hubiera deseado mantener en secreto hasta el jueves siguiente, como mínimo. Hay que destacar que nadie de la CBA-News criticó al Baltimore Star, teniendo en cuenta que el reportero y los editores del Star habían hecho lo mismo que cualquier otro medio de comunicación, incluida la CBA, en tales circunstancias.

Theodore Elliott no había dado explicaciones ni había pedido disculpas por su actuación.

En Perú, Rita Abrams y el montador de vídeo Bob Watson se habían reunido el sábado con Harry Partridge, Minh Van Canh y el ingeniero de sonido, Ken O’Hara. El lunes transmitieron vía satélite su primer reportaje combinado desde Lima, que esa noche encabezó el noticiario nacional de la CBA.

El editorial de Partridge se centraba en la situación peruana, drásticamente deteriorada, en términos económicos y de orden público. Los comentarios personales de dos periodistas peruanos, uno de la radio, Sergio Hurtado, y el editor de la publicación Escena, Manuel León Seminario, apuntaron esos hechos acompañados de imágenes de una multitud enfurecida saqueando un supermercado y desafiando a la policía.

Según Hurtado: «Éste era un país democrático lleno de promesas, pero ahora nos estamos encaminando a la misma dolorosa autodestrucción que Nicaragua, El Salvador, Venezuela, Colombia y Argentina».

Y Seminario había formulado una pregunta sin respuesta: «¿Por qué padecemos los sudamericanos este mal crónico que nos hace incapaces de gobernarnos de manera estable?». Y proseguía: «Existe un contraste tan lamentable con nuestros prudentes vecinos del norte… Mientras Canadá y los Estados Unidos disfrutan de una ilustrada concordia basada en el libre comercio, haciendo a sus naciones fuertes y estables para las generaciones venideras, en el continente sur nos enfrentamos y nos degollamos».

Para contrastar el reportaje, Partridge sugirió que Rita intentara conseguir una entrevista grabada con el presidente Castañeda. Se la negaron, pero les propusieron a un ministro de segunda fila, Eduardo Loayza. Utilizando un intérprete, éste les declaró en tono aséptico que los problemas de Perú eran temporales. Superarían la bancarrota económica del país. El poder de Sendero Luminoso estaba disminuyendo. Y los rehenes norteamericanos del grupo armado serían liberados muy pronto por el ejército o la policía peruanos.

Las declaraciones de Loayza se incluyeron en el reportaje del lunes, pero, según comentó Rita, «el personaje y su mensaje eran agua de borrajas».

El contingente de la CBA en Lima se comunicaba con frecuencia con el cuartel general de Nueva York, que ponía al corriente a Partridge y Rita de todas las novedades internas, incluida la cinta de Jessica, las exigencias de Sendero Luminoso y la metedura de pata de Elliott. Esta última enfureció a Harry Partridge, pues creyó que minaría decisivamente sus intentos clandestinos de acercamiento. No obstante, resolvió continuar con la táctica ya iniciada.

Probablemente a causa de ese trasvase de iniciativa de Nueva York a Lima, la reunión del martes del grupo especial dedicó tanta atención al tema relativamente secundario de la investigación de los anuncios de la prensa.

—Lo hemos comentado —Norm Jaeger puso al corriente a Les Chippingham, que llegó más tarde— porque te preocupaban los costes, que siguen siendo sustanciales, aunque podemos darle carpetazo en cualquier momento.

Touché! —reconoció Chippingham—. Pero me habéis demostrado que teníais razón, así que tomemos una decisión conjunta.

Pero no admitió que los índices de audiencia de los informativos de la CBA eran tan extraordinarios que había dejado de alarmarle el tema del presupuesto. Si Margot Lloyd-Mason le armaba un escándalo, se limitaría a señalarle que ningún director de informativos había alcanzado tales cotas en toda la historia de la emisora. Luego preguntó a Teddy Cooper:

—¿Tú qué opinas, Teddy, respecto a proseguir o no la investigación en los anuncios?

Desde el otro extremo de la mesa de juntas, el joven investigador inglés le dedicó una sonrisa:

—Gran idea al final, ¿eh?

—Sí. Por eso te lo pregunto.

—Todavía podríamos sacarle algo. Si no perdemos la esperanza puede salir otro as, aunque la probabilidad es menor. Si lo dejamos, quizá pueda proponer otra solución brillante…

—No me extrañaría —comentó Norm Jaeger, cuya opinión sobre Teddy Cooper había dado un giro de ciento ochenta grados desde que le conoció.

Decidieron abandonar la investigación al día siguiente.

Pero tres horas más tarde, como si el destino hubiera decidido coquetear con ellos, se produjo una novedad espectacular, la que todos estaban esperando desde el principio.

A las dos de la tarde, en la sala de juntas, Teddy Cooper recibió una llamada telefónica de Jonathan Mony.

Mony había acabado asumiendo las funciones de supervisor y llevaba los últimos días repasando datos con los investigadores eventuales. Corría el rumor de que, cuando concluyera su trabajo actual, el departamento de informativos le ofrecería un puesto fijo. Su voz sonó excitada y sin aliento a través del teléfono:

—Creo que lo hemos encontrado. ¿Puedes venir… tú y el señor Kettering, tal vez?

—¿Qué habéis encontrado y dónde estáis?

—La guarida de los secuestradores, estoy casi seguro. En Hackensack, Nueva Jersey. Estaba en un anuncio del Record, el periódico local, y le hemos seguido la pista.

—¡No cuelgues! —le dijo Cooper.

Don Kettering y Norman Jaeger acababan de entrar juntos. Cooper levantó el auricular, gesticulando:

—Es Jonathan. Cree que ha descubierto Villa Sendero.

En una mesa auxiliar había un altavoz. Jaeger pulsó la tecla para ponerlo en marcha:

—Bien, Jonathan —dijo Kettering—. Cuéntanoslo todo.

—Había un anuncio por palabras en el Record —dijo la voz de Mony amplificada—. Parecía encajar en lo que buscábamos. ¿Os lo leo?

—Venga.

Se oyó un crujido de papeles mientras Mony proseguía su informe. El anuncio era del 10 de agosto, treinta y cuatro días antes del secuestro, lo cual situaba al anuncio dentro del marco delimitado para la investigación.

HACKENSACK - VENTA O ALQUILER

Finca rústica con una hectárea y media de terreno, gran casa tradicional, 6 camas, habitaciones de servicio, adecuada para residencia multifamiliar o guardería, etc. Chimeneas, calefacción central, aire acondicionado. Amplias dependencias para vehículos, talleres, establos. Ubicación aislada, tranquilidad. Precio ajustado. Necesita ciertas reparaciones.

PRANDUS & PAIGE
Agentes Colegiados

Una de las chicas había descubierto el anuncio, enterrado entre otros muchos: el Record tenía una de las secciones de anuncios más nutrida de las publicaciones de la zona. Cuando lo leyó se puso en contacto con Jonathan Mony, que estaba por esa zona y llevaba un chivato de la CBA. Éste se había reunido con ella en las oficinas del periódico, desde donde Mony había telefoneado a los agentes de la propiedad inmobiliaria Prandus & Paige.

Al principio no se había hecho muchas ilusiones. Durante los últimos quince días se habían presentado bastantes alertas semejantes. Pero tras las primeras emociones y seguimientos, incluidas las respectivas visitas a las propiedades «posibles», todas ellas se habían revelado vanas. La probabilidad de que esta última fuera distinta no parecía muy grande.

En este caso, como en muchos de los anteriores, al enterarse de que era una investigación de la CBA, los agentes habían colaborado de buen grado y les habían facilitado la dirección. Pero había unos datos suplementarios: en primer lugar, casi inmediatamente a la publicación del anuncio, les habían hecho una oferta de alquiler de la propiedad por un año, pagando la cantidad total por adelantado. Y en segundo lugar, una reciente comprobación de rutina había revelado que la casa y las dependencias estaban deshabitadas.

Un empleado de la agencia dijo a Mony:

—Los inquilinos la han ocupado durante poco más de un mes, y no hemos vuelto a tener noticias de ellos, así que no tenemos ni idea de si piensan volver. Todavía no sabemos qué hacer, y si tenéis algún contacto con ellos, te agradecería que nos lo comunicaras.

Mony, cuyo interés estaba creciendo rápidamente, le prometió tenerle informado. Después fue a visitar la finca con la chica que había encontrado el anuncio.

—Ya sé que no debimos ir directamente —dijo a Cooper y a los otros dos por teléfono—. Pero fue antes de enterarnos de que los secuestradores estaban en Perú. En cualquier caso, hemos descubierto algunas cosas que consideramos importantes y me han impulsado a llamar.

Telefoneaba desde un café, a unos dos kilómetros de la casa.

—Primero danos la dirección —le ordenó Kettering—. Regresad a la finca y esperadnos allí. Llegaremos lo antes posible.

Una hora más tarde, un vehículo de la compañía llegaba a la finca de Hackensack, con Don Kettering, Norm Jaeger, Teddy Cooper y un equipo de cámaras.

Al bajarse de la furgoneta de la CBA, Kettering contempló las decrépitas edificaciones, comentando:

—Ahora comprendo por qué decían que necesitaba reparaciones. Cooper plegó un mapa que había estado estudiando.

—Estamos a cincuenta kilómetros de Larchmont. Más o menos lo que calculábamos.

—Lo que calculaste —dijo Jaeger.

Mony presentó a la joven investigadora, Cokie Vale, una chica menuda y pelirroja. Cooper la reconoció al instante. Cuando se presentaron el primer día los jóvenes contratados eventualmente para la investigación, la chica le había preguntado si, precisamente en las circunstancias en las que se hallaban en ese momento, se rodarían imágenes.

—Recuerdo tu pregunta —le dijo señalando al equipo que estaba preparando sus bártulos—. Como verás, la respuesta es «sí».

Ella le devolvió una sonrisa radiante.

—Lo primero que hay que ver —les dijo Jonathan Mony— está en el piso de arriba de la casa.

Les abrió camino hacia el interior del destartalado caserón y por una amplia escalera curva. Junto al descansillo abrió una puerta y se hizo a un lado para cederles el paso.

La habitación marcaba un agudo contraste con todo lo que habían visto hasta entonces. Estaba limpia, pintada de blanco y tenía el suelo cubierto de linóleo verde claro. Mony encendió los fluorescentes del techo, también muy nuevos, y descubrieron dos camas de hospital, ambas con correas y barandilla. Junto a éstas contrastaba una sencilla cama metálica, también provista de correas.

Señalando la cama, Kettering observó:

—Da la impresión de una rectificación. La habitación parece un puesto de primeros auxilios.

—O una sala preparada para acoger a dos personas drogadas, donde tuvieron que improvisar para una tercera con la que no contaban —añadió Jaeger asintiendo.

Mony abrió una alacena.

—Pues quienesquiera que fueran no se molestaron en recoger todo este material antes de marcharse.

Vieron un extenso surtido de material clínico: agujas hipodérmicas, vendas, rollos de algodón, gasas y dos botiquines cerrados.

—Diprivan… Propofol… —leyó Jaeger, tras abrir uno de los maletines—, ése es el nombre genérico. —Luego se fijó en la letra pequeña de los prospectos—: Aquí dice «Para anestesia intravenosa».

Kettering y él se miraron.

—Todo encaja. No hay duda, en mi opinión.

—¿Queréis ver la parte de abajo? —se ofreció Mony.

—Vamos —contestó Kettering—. Te habrá dado tiempo para verlo todo. Entrando en una pequeña dependencia adyacente, Mony señaló una estufa de hierro llena de cenizas.

—Aquí han quemado un montón de cosas. Pero no del todo, sin embargo.

Rescató una revista parcialmente consumida, con la palabra Caretas visible en la portada.

—Es una revista peruana —dijo Jaeger—. La conozco.

Se dirigieron a una edificación algo mayor, cuyo interior había albergado un taller de pintura. No parecía que hubieran realizado esfuerzo alguno para disimularlo. Todavía quedaban las latas de pintura, unas medio vacías, otras sin abrir. La mayoría llevaban el rótulo: LACA PARA AUTOMÓVILES.

Teddy Cooper comprobó los colores:

—¿Os acordáis de lo que dijeron los vecinos de los Sloane acerca de la vigilancia? Algunos recordaban un coche verde, pero ninguno de los modelos que mencionaron se fabricaba en ese color. Bueno, aquí hay pintura verde… y amarilla.

—La hemos encontrado —dijo Jaeger—. Tiene que ser esta casa.

Kettering asintió.

—Estamos de acuerdo. Empecemos a trabajar. Lo daremos en el boletín de esta noche.

—Hay una cosa más —dijo Mony—. Lo ha descubierto Cokie en el jardín.

La atractiva pelirroja le sustituyó en el liderazgo. Les condujo hasta un grupo de árboles, lejos de la casa y las dependencias, explicándoles:

—Alguien ha cavado aquí no hace mucho tiempo. Después ha intentado disimularlo, pero han quedado marcas en el suelo, y la hierba no ha vuelto a crecer.

—Se diría —dijo Cooper— que han enterrado algo y por eso sobresale un poco la tierra.

Todo el mundo esquivó la mirada. Cooper parecía vacilante, Jaeger miraba para otro lado. Si habían enterrado algo… ¿qué? ¿Un cuerpo, o varios…? Todos los presentes sabían que entraba dentro de lo posible.

—Deberíamos llamar al FBI —dijo Jaeger, indeciso—. Tal vez sea mejor esperarles y…

Su observación se debía al hecho de que, después de su informativo nacional del viernes por la noche, el director del FBI en Washington había llamado a Margot Lloyd-Mason, protestando porque la CBA no había informado inmediatamente al FBI de sus averiguaciones. Con gran sorpresa de algunos profesionales de la emisora, su directora general no se tomó demasiado en serio la queja, creyendo quizá que su organización podía soportar cualquier presión de la administración y era poco probable que la llevaran a los tribunales. Se limitó a informar de la llamada a Les Chippingham. El director de los servicios informativos, en cambio, advirtió al equipo especial que comunicara cualquier novedad a los organismos oficiales, a menos que existiera alguna imperiosa razón para no hacerlo.

Obviamente, existiendo evidencias físicas en la casa de Hackensack, debían comunicar al FBI su descubrimiento y, desde luego, antes de la emisión de noticias de esa noche.

—Claro que se lo diremos al FBI —dijo Kettering—. Pero antes me gustaría echarle un vistazo a lo que hay aquí debajo, sea lo que sea.

—Hay varias palas en el cuarto de las calderas —dijo Mony.

—Pues tráelas —le dijo Kettering—. Todos estamos fuertes y podemos cavar.

Poco después comprendieron que lo que estaban destapando no era una tumba. Era un depósito de objetos personales abandonados de los últimos ocupantes de la propiedad y presumiblemente con fines de ocultamiento. Algunos de los objetos eran inocuos: comida, objetos de aseo, ropa, periódicos. Otros eran más significativos: más material médico, mapas, varias novelas en español y herramientas de automoción.

—Sabemos que tenían toda una flotilla de automóviles —dijo Jaeger—. Quizás el FBI averigüe qué hicieron con ellos, si es que todavía tiene alguna importancia.

—No creo que nada de eso tenga importancia alguna en este momento —dictaminó Kettering—. Vámonos.

Mientras algunos miembros del equipo cavaban, los cámaras habían estado filmando a Cokie Vale, que describió su investigación entre los anuncios por palabras y cómo ésta les había conducido hasta la finca de Hackensack. Tenía personalidad ante la cámara, se expresaba con claridad y concisión. Ésa sería su primera aparición en televisión, reconoció ella misma más tarde. Los que la vieron intuyeron que no sería la última.

Jonathan Mony también se había ganado su aparición en pantalla, pensaron los demás, y le hicieron repetir la visita a la sala del piso superior, donde los secuestradores habían encerrado a sus víctimas, casi con absoluta seguridad. Él también fue muy efectivo.

—Aunque sólo sea por eso —comentó Jaeger a Don Kettering—, este trabajo nos ha servido para descubrir a varios nuevos talentos.

Mony ya había regresado de la casa y estaba cavando con los otros en el agujero, de donde se dispuso a salir cuando Kettering tomó la decisión de que debían marcharse. Al ir a saltar, Mony tropezó con algo sólido con el pie, y lo desenterró con la pala.

Al momento, blandía un objeto, exclamando:

—¡Eh! ¡Mirad!

Era un teléfono inalámbrico dentro de una funda de lona.

Pasándoselo a Cooper, Mony dijo:

—Creo que hay otro…

No había uno solo, sino cuatro más. En seguida desenterraron los seis, uno al lado de otro.

—Esta gente no andaba escasa de dinero —observó Cokie.

—Es probable que fuese dinero del narcotráfico. En cualquier caso, lo tenían a espuertas —dijo Don Kettering, mirando pensativo los teléfonos—. Tal vez, sólo tal vez, nos lleven a algún sitio.

—¿Existe constancia de todas las llamadas de esta clase? —preguntó Jaeger.

—Claro.

Kettering, como corresponsal económico, había realizado recientemente un reportaje sobre el floreciente mercado de teléfonos inalámbricos.

—Queda constancia de montones de datos —añadió con firmeza—. El nombre del usuario y el domicilio de cobro. Los secuestradores tuvieron que echar mano de un cómplice local. —Se volvió hacia Cooper—: Teddy, cada teléfono debe llevar inscrito un código de zona seguido por un número normal, como el de una casa o una oficina.

—¡Marchando! —dijo Cooper—. ¿Quieres que haga una lista?

—Sí, por favor.

Mientras Cooper se ponía a trabajar, continuaron filmando la casa y sus dependencias. Kettering se dirigió a la cámara, en un plano de cuerpo entero:

Algunos pensarán que descubrir la base de los secuestradores en los Estados Unidos a estas alturas es demasiado tarde y muy poca cosa. Es posible. Pero de todos modos, el FBI y otros expertos examinarán estas pruebas y el mundo entero permanecerá a la expectativa, sin perder las esperanzas.

Don Kettering, CBA-News, Hackensack, Nueva Jersey.

Antes de marcharse llamaron a la policía municipal para que avisara al FBI.

Aun antes de que el boletín nacional de la noche saliera en antena, Kettering telefoneó a un amigo suyo de la NYNEX Corporation, una empresa de mantenimiento del servicio telefónico de Nueva York y Nueva Jersey. Con la lista de números recopilados por Teddy Cooper en la mano, Kettering le explicó lo que necesitaba: el número y la dirección de la persona o las personas que tenían registrados los seis teléfonos, más una lista de llamadas hechas o recibidas por esos teléfonos durante los últimos dos meses.

—Ya comprenderás —le informó su amigo, vicepresidente ejecutivo de la compañía— que darte esa información no sólo sería una violación de intimidad, sino una acción reprobable que podría hacerme perder mi puesto. Ahora bien, si vinieras de instancias oficiales con una orden judicial…

—Sabes perfectamente que no —replicó Kettering—. No obstante, te apuesto lo que quieras a que el FBI te pedirá la misma información mañana por la mañana y la conseguirá. Lo único que quiero es que me la des a mí primero.

—¡Cielo santo! ¿Qué habré hecho yo para dejarme liar por un bribón como tú?

—Ya que me lo preguntas, te recordaré que cuando me has pedido algún favor de la CBA siempre he procurado ayudarte. ¡Venga! Nos conocemos desde la universidad y nunca hemos tenido que lamentar la confianza que hemos depositado el uno en el otro.

Un suspiro llegó desde el otro extremo del hilo.

—Dame esos dichosos números.

Cuando Kettering le desgranó su lista, su amigo prosiguió:

—Has dicho que mañana vendrá el FBI. Supongo que tú lo necesitas esta noche.

—Sí, pero antes de las doce. Puedes llamarme a mi casa. ¿Tienes el número?

—Por desgracia, sí.

Le llamó a las 22.45, poco después de que Don Kettering llegara a su apartamento de la calle Setenta y siete este, directamente desde la CBA.

Su mujer, Aimée, respondió al teléfono y luego se lo pasó.

—He visto tu noticiario de esta noche —le dijo su amigo de la NYNEX—. Supongo que los números que me has dado son los que usaron los secuestradores.

—Eso creemos —admitió Kettering.

—En tal caso, me gustaría poder decirte más. Tengo poca cosa. En primer lugar, los teléfonos están registrados a nombre de Helga Efferen, todos. Tengo la dirección.

—Dudo que sea auténtica. La señora ha muerto. Asesinada. Espero que no os deba dinero.

—¡Jesús! Qué sangre fría tenéis los periodistas. —Y tras hacer una pausa, añadió—: En cuanto al dinero, en realidad todo lo contrario. Poco después de contratar los teléfonos, alguien hizo un depósito de quinientos dólares por aparato, tres mil en total. Nosotros no lo exigimos, lo mandaron por correo.

—Supongo —dijo Kettering— que los usuarios no querían que vinieran a cobrarles el recibo o a hacerles preguntas extrañas hasta que hubieran salido del país.

—Bueno, la cuestión es que el dinero sigue aquí. La facturación asciende a menos de la tercera parte. Porque, con una sola excepción, todas las llamadas se efectuaron entre esos seis teléfonos, y no a otros números. Las llamadas locales son bastante baratas.

—Todo apunta a que los secuestradores estaban muy organizados y seguían una estricta disciplina —afirmó Kettering—. Pero me has dicho que hubo una excepción…

—Sí, el 13 de septiembre hicieron una llamada internacional directa con Perú.

—Eso era la víspera del secuestro. ¿Tienes el número?

—Claro. Era el 011, que es el código internacional, el 51, prefijo de Perú, y luego el 14-28-9427. El 14 es el prefijo de Lima. Lo demás tendrás que averiguarlo tú.

—Estoy seguro de que lo encontraremos. ¡Y gracias!

—Espero que os sirva para algo. Buena suerte.

Segundos más tarde, tras consultar un cuaderno, Kettering tecleó otro número: 011-51-14-44-1212.

Una voz le contestó:

Hotel César, buenas tardes*…

—Póngame con el señor Harry Partridge, por favor —dijo Kettering.