19
Partridge comprendió que había calculado mal. Se estaban retrasando mucho. Cuando había elegido la pista de aterrizaje de Sión no había previsto que podían tener problemas con la embarcación. Les sucedió a las dos horas de zarpar de Nueva Esperanza, cuando todavía les quedaba una hora de navegación por el río para alcanzar el punto en que deberían emprender el trayecto a pie.
Los dos motores fueraborda habían funcionado bien hasta el momento, pero entonces se disparó una estridente alarma del motor de babor. Ken O’Hara se precipitó hacia ella, desembragó y detuvo el motor. Simultáneamente enmudeció el pitido. El motor de estribor siguió funcionando, pero la barca avanzaba mucho más despacio.
Partridge se dirigió a popa y preguntó a O’Hara:
—¿Crees que tiene arreglo?
—Me temo que no.
O’Hara había levantado la tapa del motor y estaba examinando su interior.
—Se ha recalentado el motor, por eso sonaba la alarma. El filtro del agua de la refrigeración está limpio, así que debe de ser de la bomba. Aunque tuviera las herramientas necesarias para desmontarla, probablemente me harían falta piezas de repuesto, y como no disponemos de ninguna de las dos cosas…
—Por lo tanto, no podemos arreglarlo, ¿verdad?
—Lo lamento, Harry —dijo O’Hara negando con la cabeza.
—¿Y si lo hacemos funcionar igual?
—Andará un rato, se recalentará y luego se le fundirán los pistones con el cilindro. Después lo podemos tirar a la basura.
—Bien, ponlo en marcha —dijo Partridge—. Si no se puede hacer nada mejor, por lo menos que colabore un poquito más.
—Tú mandas —contestó O’Hara, aunque detestaba cargarse un motor que, en otras circunstancias, tenía fácil arreglo.
Tal y como había previsto, el motor funcionó unos minutos más, con la alarma pitando y un fuerte olor a quemado. Luego se paró y ya no volvió a arrancar. La barca aminoró de velocidad y Partridge consultó ansiosamente su reloj.
Comprobó que su velocidad se había reducido a la mitad. En vez de una hora, por tanto, tardarían dos en cubrir el recorrido previsto por el río.
En realidad, tardaron dos horas y cuarto; a las 6.50 divisaron su punto de desembarco. Partridge y Fernández lo habían identificado en el mapa, y además se lo confirmaron los desperdicios humanos —latas de refresco y otros residuos— que alfombraban la orilla. Les quedaba apenas una hora para recorrer los seis kilómetros de espesa selva que les separaban de la pista de Sión. Era mucho menos tiempo del que habían previsto. ¿Lo conseguirían?
—Hemos de hacerlo —dijo Partridge, explicando el problema a Jessica y Nicky—. Será agotador, pero no tendremos tiempo para descansar y, si hace falta, nos apoyaremos unos en otros. Fernández abrirá la marcha, y yo la cerraré.
Minutos más tarde vararon la barca en la arena y ganaron la orilla. Frente a ellos se abría un claro en la densa vegetación.
Si hubieran tenido tiempo, Partridge habría intentado ocultar la embarcación o empujarla hasta el centro del río para que se la llevara la corriente. Pero no tuvieron más remedio que dejarla allí mismo.
Después, cuando iban a penetrar en la jungla, Fernández les detuvo, indicándoles que guardaran silencio. Volviendo la cabeza hacia un lado, estuvo escuchando en el aire plácido de la mañana. Él estaba más familiarizado con la selva, y su oído más acostumbrado a sus ruidos.
—¿No lo oyes? —preguntó a Partridge.
Partridge creyó distinguir un zumbido distante río arriba, aunque no estaba seguro.
—¿Qué es? —preguntó.
—Otra barca —respondió Fernández—. Está bastante lejos, pero se acerca deprisa.
Sin más dilaciones penetraron en la selva.
El sendero no era tan malo como el que habían utilizado desde su punto de aterrizaje hasta Nueva Esperanza tres días atrás. Era evidente que ese camino estaba más transitado, porque la vegetación se mantenía despejada y no tuvieron que abrirse paso a machetazos.
De todas formas, el terreno era traicionero. El suelo era irregular, había raíces protuberantes y zonas húmedas donde se hundían los pies en el barro o en charcos.
—Tened sumo cuidado en dónde ponéis los pies —les avisó Fernández desde la rápida vanguardia que marcaba.
Partridge le hizo eco, procurando ser gracioso y mantener animado al grupo.
—No nos apetece llevar a nadie en brazos. Yo ya estoy sudando.
Todos sudaban. Como a la ida, el calor era bochornoso y aplastante, y todavía aumentaba más a medida que avanzaba el día. Los insectos también se mostraban activos.
La cuestión que más inquietaba a Partridge era: ¿Cuánto tiempo más aguantarían Jessica y Nicky aquella presión extenuante? Al cabo de un rato, decidió que Jessica resistiría: tenía determinación y también, por lo visto, energía. En cambio Nicky daba muestras de decaimiento.
Al principio, el niño se había quedado con él, buscando su compañía. Pero Partridge insistió en que él y Jessica fueran delante, justo detrás de Fernández.
—Luego estaremos juntos, Nicky —le dijo—. Ahora debes ayudar a tu madre.
De mala gana, Nicky le había obedecido.
Si la embarcación que habían oído transportaba a sus perseguidores, Partridge sabía que el ataque les llegaría por la espalda. En tal caso, él haría lo posible por repeler la agresión mientras los demás se adelantaban. Ya había comprobado el fusil Kalashnikov que llevaba al hombro y tenía los dos cargadores a mano.
Volvió a consultar su reloj: las 7.35. Llevaban casi cuarenta minutos por el sendero. Recordando su cita a las ocho con el piloto de AeroLibertad, esperó haber recorrido las tres cuartas partes del camino.
Poco después se vieron obligados a detenerse.
Considerándolo retrospectivamente, parecía una ironía que Fernández, que tanto les había precavido de que anduvieran con cuidado, diera un traspiés y se cayera, con un tobillo aprisionado en un amasijo de raíces. Mientras Partridge se precipitaba a asistirle, Minh ya le estaba sujetando y O’Hara intentaba liberarle el pie. Fernández hacía muecas de dolor.
—Creo que me he hecho daño —les dijo—. Lo siento. Os he fallado.
Cuando lograron desasirle el pie, Fernández no podía caminar. Estaba claro que se había roto el tobillo o algo parecido.
—No es cierto, no nos has fallado —protestó Partridge—. Nos has guiado y has sido un compañero estupendo, y te vamos a llevar a cuestas. Necesitamos fabricar una camilla.
Fernández meneó la cabeza:
—Aunque pudierais, no hay tiempo. No te lo he dicho, Harry, pero he oído ruido. Nos están siguiendo de cerca. Debéis iros y dejarme aquí.
Jessica se les había acercado y exclamó:
—No podemos dejarle aquí.
—Hay que cogerle a hombros. Yo le llevaré.
—¿Con este calor? —Fernández se impacientó—. No aguantarías ni cien metros y encima os retrasaría.
Antes de sumarse a las protestas, Partridge comprendió que sería un esfuerzo en vano. Fernández estaba en lo cierto: no tenían más remedio que abandonarle allí.
—Si conseguimos ayuda en la pista de aterrizaje volveremos a recogerte.
—No perdáis más tiempo, Harry. Tengo que decirte unas cosas…
Fernández estaba sentado junto al sendero, con la espalda apoyada en un tronco. La vegetación era demasiado espesa para apartarse más. Partridge se arrodilló a su lado, con Jessica.
—Tengo mujer y cuatro hijos —dijo Fernández—. Me gustaría que alguien se ocupara de ellos.
—Trabajas para la CBA —le dijo Partridge—. No te preocupes. Te doy mi palabra de honor, es una promesa solemne. La educación de los niños y todo…
Fernández asintió y luego señaló el fusil M-16 que llevaba.
—Lleváoslo. Os hará más falta a vosotros… Pero no quiero que me cojan vivo. ¿Quién me da una pistola…?
Partridge le entregó su Browning de nueve milímetros después de quitarle el silenciador.
—¡Oh, Fernández! —dijo Jessica con voz insegura y lágrimas en los ojos—. Nicky y yo le debemos tanto…
Se inclinó y le dio un beso en la frente.
—Venga, venga —les apremió él—. No perdáis más tiempo, se está agotando nuestra pequeña ventaja.
Cuando Jessica se puso en pie, Partridge se agachó, abrazó a Fernández y le dio un beso en cada mejilla. A su espalda, Minh y O’Hara esperaban para despedirse.
Partridge se levantó y echó a andar, sin mirar atrás.
En cuanto Miguel reconoció la barca varada a la entrada del camino, se alegró de haber tomado la decisión de ir a la pista de Sión.
Todavía se alegró más cuando Ramón, tras saltar de su embarcación y acercarse a la otra, le anunció.
—Un motor está caliente, el otro frío… fundido*
Si uno de los dos estaba caliente, era que sus ocupantes no llevaban en la selva demasiado tiempo. El motor frío, quemado, significaba que no habían podido adelantárseles mucho.
El grupo de Sendero Luminoso que acompañaba a Miguel constaba de siete hombres armados.
—La escoria burguesa no puede estar muy lejos —les dijo—. Les alcanzaremos y les castigaremos. ¡A por ellos!
Corearon un «viva» y penetraron rápidamente en la selva.
—Es un poco pronto —dijo Rita al piloto del Cheyenne II, Oswaldo Zileri, mientras se aproximaban a la pista de Sión, el primer punto de su itinerario aéreo.
Acababa de consultar su reloj y eran las 7.55.
—Describiremos un círculo y estaremos al acecho —contestó éste—. De todos modos, es el sitio menos probable en mi opinión.
Como el día anterior, los cuatro —Rita, Crawford Sloane, Zileri y el copiloto, Felipe— escrutaron atentamente el verde manto que se extendía a sus pies. Buscaban algún signo de movimiento, particularmente alrededor de la pista, flanqueada de árboles, que apenas se distinguía excepto desde la misma vertical. Y de nuevo, como el día anterior, no descubrieron ningún tipo de actividad.
En el camino por la jungla, Nicky tenía cada vez mayor dificultad para seguir el ritmo de la marcha. Jessica y Minh le ayudaban, sujetándole cada uno por un brazo, arrastrándole y llevándole casi en volandas por los puntos más conflictivos. Al final tendrían que cogerle a cuestas, pero, de momento, los otros ahorraban las fuerzas que les quedaban.
Hacía diez minutos que habían abandonado a Fernández. Ken O’Hara abría la marcha. Partridge había regresado a su posición de cola, desde donde iba mirando atrás. Hasta el momento no había descubierto el menor signo de movimiento.
Sobre sus cabezas, parecía que los árboles clareaban, dejando pasar más luz entre el follaje. El sendero también se había ensanchado. Era una señal, pensó Partridge, de que se estaban acercando a su destino. En un momento dado, creyó oír el zumbido de un avión a lo lejos, pero no estaba seguro. Volvió a consultar la hora en su reloj: casi las 7.55.
En ese momento, oyó a su espalda una breve detonación: el ruido inconfundible de un disparo. Partridge dedujo que se trataba de Fernández. Al disparar la pistola, a la que Partridge había quitado deliberadamente el silenciador, el servicial colaborador les estaba haciendo un último favor: advertirles de la proximidad de sus perseguidores. Como para confirmárselo, se oyeron varias detonaciones más.
Tal vez los terroristas, al descubrir a Fernández —presumiblemente muerto—, habían pensado que los demás estaban en las inmediaciones y habían disparado al azar. Luego, por el motivo que fuera, el tiroteo cesó.
El propio Partridge estaba exhausto. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, pasadas casi en vela, se había esforzado al límite. En ese momento tenía dificultades para concentrar la atención.
En una de esas ocasiones de ensimismamiento, decidió que lo que más le apetecía era un descanso. Cuando terminara aquella aventura, reanudaría las vacaciones que tenía pendientes y sencillamente desaparecería de la circulación… Y podía llevarse a Vivien, el único amor con el que podía contar… Jessica y Gemma formaban parte del pasado; Vivien podía ser su futuro. Tal vez la había tratado injustamente hasta entonces; podía reconsiderar la idea del matrimonio, al fin y al cabo… Todavía no era demasiado tarde… Sabía que a Vivien la haría feliz…
Hizo un esfuerzo por regresar al presente.
De repente desembocaron en un claro. ¡Allí estaba la pista de aterrizaje! Sobre sus cabezas volaba una avioneta: ¡era el Cheyenne! Ken O’Hara —imprescindible hasta el último momento— estaba cargando un cartucho de fogueo en la pistola de señales que había transportado todo el camino. El verde significaba: Puede aterrizar tranquilamente: no hay problemas.
Y no menos súbitamente, oyeron a sus espaldas dos tiros, esa vez mucho más cerca.
—¡Dispara la bengala roja, no la verde! —gritó Partridge—. ¡Rápido!
La roja significaba: Aterrice rápido. Peligro.
Pasaban unos minutos de las ocho. En el Cheyenne II, Zileri se volvió hacia Rita y Sloane:
—Aquí no se ve nada… Probaremos en los otros dos sitios.
E inició un giro. En ese instante Crawford Sloane exclamó:
—¡Espera! Creo que he visto algo…
Zileri abortó la maniobra y dio media vuelta.
—¿Dónde? —preguntó.
—Ahí abajo… —Sloane señaló vagamente—. No estoy seguro del lugar exacto. Ha sido un segundo… Pensé…
Su voz fue perdiendo convicción.
Zileri inició otro círculo. Volvieron a escudriñar el suelo. Cuando completaron la circunferencia, el piloto les dijo:
—No veo nada. Creo que debemos irnos.
En ese momento surgió de tierra una bengala roja.
O’Hara lanzó otra bengala roja.
—Creo que bastará. Ya nos han visto —dijo Partridge.
La avioneta regresaba hacia ellos. Le habría gustado saber en qué dirección pensaba tomar tierra. Entonces buscaría una posición para repeler a sus perseguidores y entretenerlos mientras los otros embarcaban.
No tardó en obtener la respuesta. El Cheyenne II estaba descendiendo abruptamente, perdiendo altura deprisa, y pasaría sobre sus cabezas. Luego aterrizaría dándoles la cola, en la misma dirección en que ellos habían llegado por la selva, alejándose del sendero por el que habían oído los disparos.
Mirando atrás, Partridge seguía sin ver nada, a pesar de los tiros. Sólo se le ocurría una razón para esos disparos: alguien estaba disparando a ciegas mientras avanzaba, por si tenía suerte.
—Corre, llévate a Jessica y Nicky hasta el otro extremo de la pista —apremió a O’Hara— y espera allí con ellos. Cuando la avioneta llegue al final, dará la vuelta. ¿Me has oído, Minh?
—Sí —contestó éste con un ojo pegado a la cámara, rodando imperturbable, como había hecho en varias ocasiones durante la expedición.
Partridge decidió no preocuparse más por Minh. Ya se las arreglaría solo.
—¿Y tú, Harry? —le preguntó Jessica, angustiada.
—Yo me quedaré a cubriros desde la salida del sendero. En cuanto estéis a bordo me reuniré con vosotros. ¡Venga!
O’Hara cogió a Jessica por el brazo, que agarraba a Nicky por la mano sana, y les metió prisa.
Mientras ellos se alejaban, al volver la vista hacia la selva, Partridge vio varias siluetas armadas avanzando hacia la pista de aterrizaje.
Partridge se agazapó tras un pequeño montículo cercano. Tumbado de bruces, se encaró el Kalashnikov, apuntando a los hombres que se acercaban. Apretó el gatillo y vio derrumbarse a uno de ellos entre los impactos, mientras los otros corrían a ponerse a cubierto. En ese instante, oyó pasar el Cheyenne II por encima de su cabeza. Aunque no se volvió a mirar, sabía que estaría aterrizando.
—¡Están ahí! —gritó Crawford Sloane, casi histérico de emoción—. ¡Los he visto! ¡Son Jessica y Nicky!
La avioneta acababa de tomar tierra y rodaba a toda velocidad por la accidentada pista de tierra.
Zileri frenaba a tope mientras se acercaban al otro extremo. Cuando se iba a quedar sin pista, Zileri bloqueó uno de los dos motores, dando un giro de ciento ochenta grados. Luego aceleró de nuevo con los dos y desanduvo la pista en sentido contrario.
La avioneta se paró donde Jessica, Nicky y O’Hara estaban esperando. El copiloto, Felipe, ya había abandonado su asiento y estaba a popa. Abrió una escotilla en el fuselaje y bajó la escalerilla.
Primero Nicky y luego Jessica y O’Hara treparon a bordo, casi izados por las manos que les tendían desde el interior, incluidas las de Sloane. Minh apareció y embarcó tras ellos.
Mientras Sloane, Jessica y Nicky se abrazaban emocionados, O’Hara gritó sin aliento.
—¡Harry está allá abajo! Hemos de recogerle. Está entreteniendo a los terroristas.
—Ya le veo —dijo Zileri—. ¡Agarraos!
Dio gas y la avioneta salió brincando hacia adelante.
Cuando llegó a la cabecera de la pista, el piloto revolvió el aparato como la otra vez. Estaba situado en posición de despegue, con la escotilla abierta. Se oía el tiroteo del exterior.
—Su amigo tendrá que darse prisa —apremió Zileri—. Hay que salir de aquí ya.
—Ya viene —dijo Minh—. Nos ha visto y viene para acá.
Partridge había visto y oído la avioneta. Echando un vistazo por encima del hombro, advirtió que no podía acercarse más. La tenía a unos cien metros. Sería una buena carrera. Pero primero tenía que lanzar una buena andanada hacia la selva para detener el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Durante los últimos minutos había visto aparecer más sombras, había disparado y había abatido a otro. Los demás se mantenían al abrigo de los árboles. Una nueva ráfaga les detendría allí el tiempo suficiente para que él llegara a la avioneta.
Acababa de ponerle otro cargador al Kalashnikov. Apretó el gatillo y mandó una mortífera rociada de balas a ambos lados del sendero. Desde que había empezado el tiroteo, había notado el espolonazo de su amor visceral a la batalla… aquella sensación sensual que le producía descargas de adrenalina y hacía correr la sangre por sus venas… una adicción ilógica e insensata por el espectáculo y la música de la guerra.
Cuando hubo vaciado el cargador, tiró el fusil ametrallador, se levantó y salió corriendo, ligeramente agachado. La avioneta estaba allí mismo, ¡sabía que lo conseguiría!
Cuando Partridge había recorrido las dos terceras partes del camino, recibió un balazo en la pierna y cayó. Pasó todo tan deprisa que tardó varios segundos en comprender lo sucedido.
La bala le había alcanzado en la parte superior de la rodilla, partiéndole la articulación. No podía andar. Un dolor terrible, mayor de lo que nunca habría imaginado, le invadió. En ese momento comprendió que no llegaría nunca a la avioneta. También sabía que no les quedaba tiempo. Debían despegar. Y él tenía que hacer lo mismo que Fernández, hacía apenas media hora.
Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se incorporó y gesticuló con las manos indicando que se fueran sin él. Lo más importante era que entendieran claramente sus intenciones.
Minh estaba en la escotilla del aparato, filmando. Estaba enfocando a Partridge —en primer plano, con el zoom— y había captado el momento en que le alcanzó la bala. El copiloto, Felipe, estaba junto a él.
—¡Le han dado! —gritó Felipe—. Está herido… Nos hace señas para que despeguemos.
En el interior de la avioneta, Sloane se abalanzó a la escotilla.
—¡Tenemos que traerle! —exclamó.
—¡Ay, sí, sí…! —gritó Jessica.
—Por favor, no podemos dejar a Harry —les coreó Nicky.
Minh, más acostumbrado a la guerra, dijo:
—No podemos recogerle. No nos daría tiempo.
Minh había observado a través del objetivo el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Algunos habían llegado ya al perímetro de la pista de aterrizaje y se acercaban corriendo y disparando. Varias balas rebotaron en el fuselaje.
—Nos vamos —dijo Zileri.
Ya había bajado los alerones para el despegue y dio gas a fondo. Minh y su cámara cayeron hacia dentro. Felipe cerró la escotilla y afianzó la escalerilla.
Mientras aumentaba la aceleración, Zileri se acomodó en su asiento. El Cheyenne II hendió el aire y se levantó del suelo.
Jessica y Nicky se abrazaron, llorando. Sloane, con los ojos medio cerrados, movía lentamente la cabeza, como si no creyera lo que acababa de ver.
Minh acercó su cámara a la ventanilla, tomando las últimas imágenes de tierra.
Desde allí, Partridge contempló el ascenso de la avioneta. Y, con una punzada de dolor, vio otra cosa: desde la escotilla, agitando una mano, una azafata de Alitalia, sonriente.
Partridge no logró contener más las lágrimas, tanto tiempo reprimidas. Luego le alcanzaron más balas y murió.