10
En la base de la banda en Hackensack, Miguel recibió un mensaje telefónico a las 7.30 del sábado. Cogió la llamada en una pequeña habitación de la planta baja que se había reservado para él, como despacho y como dormitorio.
De los seis teléfonos portátiles del grupo, uno estaba destinado a recibir ciertas llamadas especiales, cuyo número sólo conocían las personas con autoridad para llamar. Miguel siempre tenía ese aparato cerca.
Su interlocutor le llamaba desde una cabina pública, según las órdenes recibidas, para que fuera imposible detectar la llamada desde uno u otro aparato.
Miguel llevaba media hora alerta, esperando dicha llamada. Descolgó al primer timbrazo y respondió:
—¿Sí?*
La voz le dio la primera parte de la contraseña:
—¿Tiempo?*
—Relámpago* —repuso Miguel.
Existía una respuesta alternativa. Si Miguel hubiera contestado «trueno» en vez de «relámpago», habría significado que, por alguna razón, el grupo necesitaba un aplazamiento de veinticuatro horas. Pero «relámpago»* quería decir: «Estamos listos para marcharnos. Dinos lugar y hora».
—Sombrero profundo sur*, dos mil —fue el mensaje que siguió.
Sombrero* era el aeropuerto de Teterboro, a unos dos kilómetros de allí; profundo sur*, la entrada de la zona sur. La cifra dos mil indicaba la hora: las 20.00. Las víctimas del secuestro y sus acompañantes debían embarcar en un Learjet 55LR matriculado en Colombia que les estaría esperando allí a la hora convenida. El 55, como ya sabía Miguel, era un modelo más grande, con más espacio interior que los habituales 20 y 30 de la serie Lear. LR significaba Long Range, larga distancia.
—Lo comprendo* —confirmó Miguel escuetamente y colgó.
Su interlocutor era otro diplomático, agregado al consulado general de Colombia en Nueva York; había sido un conducto para los mensajes desde la llegada de Miguel a los Estados Unidos un mes antes. El cuerpo diplomático peruano, al igual que el colombiano, estaban plagados de infiltrados, simpatizantes de Sendero Luminoso y la nómina del cártel de Medellín, a veces de ambas organizaciones, que llevaban a cabo su doble juego por las ingentes sumas de dinero que proporcionaban los barones del tráfico de drogas sudamericano.
Después de recibir la llamada, Miguel recorrió la casa y las dependencias, para informar a los demás, aunque ya tenían a punto todos los preparativos para su partida, y cada uno de ellos conocía su cometido. En el Learjet, con los rehenes en sus ataúdes, viajarían Miguel, Baudelio, Socorro y Rafael. Julio se quedaría en los Estados Unidos, recobraría su anterior identidad y su estatus de agente del cártel de Medellín en espera de órdenes. Carlos y Luis saldrían del país cada uno por su cuenta a los pocos días, con destino a Colombia.
Julio, Carlos y Luis, empero, tenían que realizar una última tarea cuando despegara el Learjet: dispersar el resto de vehículos y abandonarlos.
Miguel había pensado mucho qué hacer con el escondrijo de Hackensack. Se le había ocurrido prenderle fuego, con coches y todo, como traca final. Los edificios eran viejos y arderían como leña seca, sobre todo con un poco de gasolina.
Pero un incendio llamaría la atención, y si había una investigación, las cenizas podían revelar pistas. Aunque en cierto modo no tendría importancia, puesto que todo el mundo se habría marchado, era una estupidez facilitar las cosas a las fuerzas de seguridad americanas. Así que rechazó la idea del fuego. Si, sencillamente, dejaban la propiedad tal y como estaba, cabía la posibilidad de que tardaran semanas, o meses, en descubrir que el lugar había sido utilizado como base de operaciones para el secuestro, o incluso que no se descubriera nunca. Pero para ello hacía falta desembarazarse de los vehículos: dejarlos abandonados en lugares distintos y alejados entre sí. Ciertamente, ello implicaba ciertos riesgos, en especial para quienes condujeran los tres coches, el camión y el coche fúnebre, pero Miguel pensó que no eran excesivos. En cualquier caso, eso fue lo que decidió.
Al primero que encontró, que fue Rafael, le dijo:
—Nos vamos esta tarde, a las 19.40.
El fornido mecánico y operario para todo, que estaba en el hangar que utilizaban como taller de pintura, gruñó y asintió, más interesado en el camión GMC que acababa de pintar el día anterior. El camión blanco de Superpan se había transformado en otro, casi totalmente negro, con la leyenda: «Funeraria La Serenidad», en discretas letras doradas a ambos lados de la caja.
Miguel se lo había encargado personalmente. Satisfecho, dijo a Rafael:
—¡Bien hecho!* Es una verdadera lástima que vayamos a usarlo una sola vez.
El hombretón se contoneó encantado con una leve sonrisa en su cara de bruto cubierta de cicatrices. Era raro, pensó Miguel, que Rafael, que podía ser tan salvaje en los momentos de acción y gozaba como un poseso infligiendo sufrimientos o matando, en otras ocasiones se comportara como un niño en busca de aprobación.
Miguel señaló la matrícula de Nueva Jersey del camión:
—¿Es la nueva?
—Del último lote —asintió Rafael—. Sin estrenar. Las otras ya las he cambiado todas.
Eso significaba que los otros cinco vehículos iban provistos de matrículas que no se habían utilizado durante la vigilancia de Larchmont, y por lo tanto sería mucho menos peligroso su traslado hasta donde pensaran abandonarlos.
Miguel salió y se dirigió hacia un grupito de árboles, donde Julio y Luis estaban cavando un profundo hoyo. La tierra estaba húmeda de la lluvia de la víspera y trabajaban de firme. Julio se disponía a atacar con el pico la gruesa raíz de un árbol y al ver a Miguel se detuvo, se enjugó el sudor de la cara y soltó una maldición.
—¡Pinche árbol!* Vaya una mierda, estamos trabajando como animales…
Miguel, a punto de soltarle una obscenidad, se reprimió. La horrenda cicatriz de la cara de Julio se le estaba poniendo carmesí, señal de que estaba perdiendo los estribos y no tardaría en iniciar una bronca.
—Descansad un poco —dijo Miguel secamente—. Tenemos tiempo. Nos iremos a las 19.40.
Una pelea durante las pocas horas que quedaban sería una estupidez. Además, Miguel necesitaba que los dos hombres acabaran de cavar el hoyo, para enterrar los teléfonos portátiles y parte del equipo médico de Baudelio.
La idea de enterrar los teléfonos, particularmente, no era la solución ideal, y Miguel habría preferido tirarlos al agua, en algún sitio profundo. Pero, aunque había muchísima agua en la zona de Nueva Jersey y Nueva York, las oportunidades de hacer una cosa así sin llamar la atención no eran muchas, por lo menos en el escaso tiempo de que disponían.
Más tarde, cuando taparan el hoyo, Julio y Luis lo disimularían lo mejor posible rastrillando unas hojas por encima.
Cuando le encontró Miguel, Carlos estaba en otra de las dependencias, quemando papeles en una estufa de hierro. Joven y más culto que el resto, de mejor educación, era quien había organizado toda la vigilancia de la casa de Sloane durante ese mes, con informes y fotografías de los visitantes, que en ese momento eran pasto de las llamas.
Cuando Miguel le comunicó la hora de la partida, el otro pareció aliviado.
—¡Qué bueno!* —exclamó, frunciendo sus finos labios.
Luego, su rostro recobró su dureza habitual.
Miguel era consciente de la tensión que habían vivido todos durante las últimas cuarenta y ocho horas, y Carlos sobre todo, a causa de su juventud. Pero el joven se había controlado de un modo encomiable y Miguel le predecía un puesto de mando en las filas terroristas en poco tiempo.
Junto a la estufa había un montoncito de ropa, presumiblemente de Rafael. Este último, Miguel y Baudelio llevarían un traje oscuro durante el viaje, en previsión de una posible inspección oficial, y fingirían ser parientes de los difuntos, con una historia planeada meticulosamente. Todo lo demás se quedaría allí. Miguel señaló la ropa:
—No la quemes, haría demasiado humo. Registra bien todos los bolsillos y arráncale las etiquetas. Y luego, entierra el resto —señaló el hoyo del jardín—: Díselo a los otros.
—Bien.
Después de atizar un poco el fuego, Carlos le dijo:
—Deberíamos llevar flores.
—¿Flores?
—Encima del ataúd que irá en el coche y también en los otros dos. Es lo que haría la gente…
Miguel vaciló. Sabía que Carlos tenía razón, y era algo que a él no se le había ocurrido al planear su salida de los Estados Unidos en el Learjet desde el aeródromo de Teterboro hasta el aeropuerto de Opa Locka, en Florida, desde donde volarían sin escalas hasta Perú.
En principio, cuando creía que solamente habría dos cautivos inconscientes, Miguel había planeado hacer dos viajes con el coche fúnebre desde la finca de Hackensack hasta el aeródromo de Teterboro, con un ataúd en cada uno, porque el coche fúnebre no daba para más. Pero tres viajes con tres ataúdes era demasiado arriesgado y podía entrañar serios peligros; por tanto, había ideado otro plan.
Uno de los ataúdes —Baudelio decidiría cuál— iría en el coche fúnebre. Los otros dos irían en el camión GMC de la «Funeraria La Serenidad».
Miguel sabía que el Learjet 55 LR tenía una escotilla de carga con amplitud suficiente para estibar dos ataúdes. La carga del tercero sería más complicada, pero estaba seguro de que lo conseguirían.
Sopesando la sugerencia de Carlos, pensó: las flores darían más convicción a nuestra historia. En Teterboro les harían pasar un control de seguridad. Además, probablemente habría más policía de la habitual a causa del secuestro, y seguro que les harían preguntas acerca de los ataúdes y su contenido. Les esperaban unos momentos de tensión y, según Miguel, Teterboro era el sitio clave del viaje. En Opa Locka, donde abandonarían realmente el territorio norteamericano, Miguel no pensaba que se presentaran problemas.
Al final, Miguel optó por correr un pequeño riesgo a cambio de disminuir otros riesgos mayores.
—Sí claro, flores…
—Iré en uno de los coches —propuso Carlos—. Hay una floristería en Hackensack. Tendré cuidado.
—Coge el Plymouth.
Según le dijo Rafael, lo acababa de pintar de azul marino y le había puesto una matrícula nueva, sin estrenar.
Tras dejar a Carlos, Miguel buscó a Baudelio. Le encontró, en compañía de Socorro, en la habitación grande del segundo piso, que parecía una sala de hospital. Baudelio, con toda la pinta de ser otro paciente más, tenía vendado el lazo izquierdo de la cara, para proteger los puntos de sutura que se había tenido que dar a raíz de las cuchilladas que le asestó Jessica durante su breve período de conciencia.
Normalmente, Baudelio tenía un aspecto pálido, demacrado, más envejecido de lo que era, pero dicho efecto se había intensificado. Tenía la cara como la cera y todos sus movimientos le exigían un gran esfuerzo. Pero seguía haciendo los preparativos para la marcha, cuya hora ya le había anunciado Carlos.
—Estaremos listos.
Cuando Miguel apareció haciendo preguntas, el exmédico le confirmó que su experiencia de treinta y seis horas con el Propofol le bastaba para calcular qué dosis de droga debía administrar a cada uno de los cautivos para mantenerles inconscientes exactamente durante el tiempo necesario. Necesitaban saberlo con exactitud porque los «pacientes» permanecerían largo tiempo sin atención directa en el interior de los tres ataúdes sellados.
Además, su largo período de ayuno —de cincuenta y seis horas, cuando se fueran— era suficiente. No habría vómitos ni encharcamiento de los pulmones, aunque Baudelio les había entubado para prevenir la asfixia o el sofoco, y colocaría los cuerpos sobre un costado antes de cerrar los ataúdes. Mientras tanto, les había estado administrando suero fisiológico por vía intravenosa, para impedir su deshidratación. Junto a los tres cuerpos inconscientes, colgaban del gotero las bolsas transparentes de glucosa, conectadas a las venas de sus brazos.
Miguel se detuvo a contemplar los tres cuerpos. Parecían serenos, con expresión tranquila. La mujer era bastante guapa, pensó; más adelante, si surgía la oportunidad, tal vez podría aprovecharse sexualmente de su cuerpo. El viejo parecía muy digno, como un viejo soldado retirado, lo cual coincidía con su auténtica identidad, según tenía entendido. El niño parecía frágil, con la carita chupada; tal vez la dieta rigurosa le había debilitado, lo cual no tenía demasiada importancia siempre que siguiera vivo al llegar a Perú, como Miguel había prometido a Sendero Luminoso. Los tres estaban pálidos, con muy poco color en las mejillas, pero respiraban con regularidad. Miguel se dio por satisfecho.
Los ataúdes donde colocarían a Angus, Jessica y Nicky poco antes del éxodo general hacia el aeródromo de Teterboro estaban apoyados horizontalmente sobre unos caballetes. A instancia de Baudelio, Rafael les había practicado unos diminutos orificios para la ventilación. Casi invisibles, permitirían la entrada de aire fresco.
—¿Qué es eso? —preguntó Miguel señalando unos frascos de cristal que había junto a los ataúdes.
—Gránulos de carbonato sódico —respondió Baudelio—. Los desparramaré por el fondo de los ataúdes para contrarrestar el dióxido de carbono exhalado en la respiración. También voy a colocarles una bombona de oxígeno, controlable desde el exterior.
Consciente de que la experiencia médica de Baudelio sería vital para todos ellos durante las próximas horas, Miguel inquirió:
—¿Qué más?
El exmédico hizo un ademán a Socorro:
—Díselo tú. Lo hemos preparado juntos.
Socorro les estaba escuchando, con expresión inescrutable como siempre. Miguel todavía se cuestionaba el compromiso de la mujer, pero ese día le distrajo su cuerpo provocativo, sus movimientos sensuales, su sexualidad latente. Como si hubiera leído sus pensamientos, Socorro infundió un toque de provocación a su voz.
—Si alguno de ellos necesita mear, aun inconsciente, podría moverse y hacer ruido. Así que, antes de encerrarlos, les insertaremos una sonda. O sea, un tubo por el pito de los hombres y por el coño de la mujer. ¿Entiendes?*
—Ya sé lo que es una sonda —dijo Miguel, ofendido.
A punto de decir que su padre era médico, se controló. Un momento de debilidad, la influencia de una mujer, casi le habían llevado a revelar un detalle de su pasado, un error que nunca había que cometer.
—Si hace falta, ¿serás capaz de llorar? —preguntó a la mujer. Ella también tenía su papel de doliente en el guión.
—Sí.*
Baudelio añadió, con el orgullo profesional que le embargaba de vez en cuando:
—Le pondré un grano de pimienta debajo de los párpados. Y yo también. Provoca abundantes lágrimas y funciona hasta que te lo quitas. —Luego miró a Miguel—: Y si quieres, también te pongo a ti.
—Ya veremos.
Baudelio completó su catálogo de estrategias:
—Por último, los tres ataúdes irán provistos de un diminuto monitor de ECG para supervisar la respiración y la sedación. Así yo podré ir comprobándolo todo desde fuera. Y también podremos ajustar la dosis de Propofol.
Repasando lo dicho y a pesar de sus anteriores recelos, Miguel se quedó satisfecho, porque Baudelio parecía dominar perfectamente la situación. Y Socorro también.
Ya no les quedaba más que esperar a que transcurriera el día. Las horas que tenían por delante parecían interminables.