1

Estaba lloviendo y era todavía de noche minutos antes de las seis, hora del este, cuando el Learjet 36A despegó del aeródromo de Teterboro, en Nueva Jersey, con destino a Bogotá, Colombia. A bordo iban Harry Partridge, Minh Van Canh y Ken O’Hara.

Partridge y sus dos acompañantes habían ido directamente desde la sede de la CBA-News hasta el aeródromo en un coche de la compañía. Durante aquella noche endiablada, Partridge consiguió escabullirse media hora para ir a recoger una bolsa de equipaje al hotel Intercontinental. No perdió tiempo en pagar la cuenta, ya iría alguien de la empresa esa misma mañana.

También pidió a la oficina de logística de la CBA que le facilitaran algún acomodo para dormir un poco en el Lear; y le encantó descubrir que se lo habían preparado. En la banda de estribor de la cabina de pasajeros habían abatido dos de los asientos, formando una invitadora litera con una colchoneta, sábanas y mantas. Se podía montar otra cama en el otro lado, pero Minh y O’Hara se la tendrían que rifar, aunque, en cualquier caso, no creía que hubieran pasado una noche tan movida como él.

En lo que tardaron en despegar y tomar el rumbo, Partridge ya se había quedado dormido. Durmió profundamente durante tres horas y cuando se despertó advirtió que la cabina estaba en penumbra; alguien había tenido el detalle de bajar las cortinas de las ventanillas y un sol brillante se colaba por las rendijas, permitiendo cierta visibilidad. Al otro lado de la cabina, Minh dormía en una butaca hecho un ovillo, y O’Hara hacía lo mismo en la fila posterior.

Partridge consultó su reloj: las nueve en Nueva York, por lo tanto, las ocho en Lima. Buscó el plan de vuelo que les había dejado el piloto antes de despegar y calculó que tardarían unas dos horas en aterrizar en Bogotá, para repostar. El ronroneo de los reactores era regular y no había turbulencias. Como una seda, pensó Partridge, cerrando los ojos para disfrutar de ese lujo.

Pero no volvió a conciliar el sueño. Tal vez le habían bastado esas tres horas. Tal vez habían sucedido demasiadas cosas en tan poco tiempo para permitirle descansar. En anteriores ocasiones, había advertido que le bastaban pocas horas de sueño durante los períodos de actividad y tensión, y ésa era una de esas ocasiones o lo sería en muy poco tiempo. Sí, iba a entrar en acción —incluso, probable y literalmente en combate— y notó con placer que sus sentidos se agudizaban.

Supuso que esta sensación siempre había estado latente en él, aunque Vietnam la había despertado y después otras guerras habían satisfecho esa necesidad. Por eso le llamaban el corresponsal «guerrillero», mote que le había molestado al principio, pero ya lo había asumido.

¿Por qué no le molestaba ya? Porque algunas veces hacía falta un «guerrillero» como él, igual que los soldados de Balaklava, que desempeñaban su tarea.

Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon in front of them
Volleyed and thundered[3]:

Partridge sonrió divertido del romanticismo de Tennyson… y del suyo.

Aunque no había sido siempre así. Durante un tiempo, mientras vivió con Gemma, había evitado las guerras y los peligros, porque la vida era deliciosa, gloriosa y demasiado feliz para arriesgarse a perderla de repente. Por aquella época, la emisora había practicado una política distinta: asignar a Harry misiones seguras: se las había ganado. Y enviar a los periodistas más jóvenes a oler la pólvora.

Más adelante todo cambió, una vez más. Cuando Gemma desapareció de la circulación, terminó la protección de Partridge, que regresó a sus misiones de guerra, en parte porque era uno de los mejores y en parte porque dio a entender que no le importaba jugarse la vida. Pensó que ésa era una de las razones de que estuviera haciendo este viaje.

Era muy curioso que desde el inicio de ese proyecto hubiera revivido mentalmente su historia con Gemma. Durante el vuelo desde Toronto, justo después del secuestro, recordó el viaje del Papa en el DC-10 de Alitalia, cuando la conoció… su conversación con el pontífice y la anécdota de los «esclavos eslavos», que él resolvió… luego, la bandeja del desayuno donde Gemma le puso una rosa.

Y al día siguiente de empezar ese trabajo —¿o eran dos?—, más reminiscencias por la noche, en su hotel, de cuando se enamoró de Gemma, su proposición de matrimonio en el mismo avión de la gira papal, y en una de las etapas, una breve visita en taxi a la ciudad vieja de Panamá, y su boda ante el juez*, en un ornamentado despacho.

Y después, hacía apenas una semana, en la oscuridad del coche que le llevaba a Manhattan, al salir de la casa de Crawford Sloane en Larchmont, le asaltó el recuerdo de sus días dorados e idílicos de Roma, donde su amor por Gemma se había afianzado; la maravillosa dádiva de la risa y la alegría de Gemma; sus problemas con la contabilidad; su endiablada conducción que le daba tanto miedo… hasta que le entregó las llaves, al enterarse de que estaba embarazada. Y después, la noticia de su destino en Londres…

Así que, sin pretenderlo, su pensamiento regresó otra vez a Gemma, durante el rato de tranquilidad que le deparaba ese nuevo viaje en avión. Pero esta vez no se resistió a los recuerdos, los dejó fluir libremente.

Su vida en Londres fue increíblemente hermosa.

Alquilaron un piso amueblado, muy agradable, en St. John’s Wood, que les cedió el predecesor de Harry. Gemma no tardó en añadirle detalles personales. Tenía siempre toda la casa llena de flores. Colgó unos cuadros que se llevaron de Roma. En Kensington compraron una vajilla de porcelana y manteles, y en Cork Street compraron una escultura de bronce a un joven artista.

El trabajo de Partridge en las oficinas de la CBA-News en Londres era agradable. Cubría historias nacionales y algunas del continente —Francia, Holanda, Dinamarca y Suecia—, aunque no solía pasar demasiado tiempo fuera. En sus horas libres, Gemma y él exploraban Londres juntos, disfrutando con sus descubrimientos históricos, su esplendor, sus curiosidades y sus singularidades, perdiéndose en sus callejuelas angostas y misteriosas, algunas exactamente iguales a las de Dickens, y en sus intrincados recovecos.

La multitud de calles laberínticas desconcertaba a Gemma, que se perdía por ellas. Cuando Partridge le decía que las calles de Roma eran muy parecidas, ella negaba con la cabeza enérgicamente:

—Lo de «Ciudad Eterna» no es gratuito, Harry «caro». En Roma siempre te mueves hacia delante. Es instintivo. Londres juega contigo como el gato con el ratón; te despista. Pero me encanta, es como un juego.

La circulación también la desconcertaba. Desde lo alto de la escalinata de la National Gallery, contemplando el veloz torbellino de coches, taxis y autobuses de dos pisos que rodeaban Trafalgar Square, le dijo:

—Es tan peligroso, cariño… Van todos al revés.

Afortunadamente, como no lograba adaptarse a conducir por la izquierda, Gemma no tuvo el menor deseo de conducir su coche y cuando estaba sola se desplazaba a pie, en metro o en taxi.

La National Gallery fue uno de los muchos museos que visitaron, aunque también saborearon otros espectáculos, convencionales u originales, desde el cambio de guardia del palacio de Buckingham hasta las ventanas ciegas de los edificios de principios del siglo XIX, cuando se decretó un impuesto sobre las ventanas para financiar la guerra contra Napoleón.

Un día contrataron a un guía, que les mostró una estatua de la reina Ana que, según él, tuvo diecinueve embarazos y fue enterrada en un ataúd de cuatro metros cuadrados. Ante New Zealand House, el antiguo hotel Carlton, les contó que Ho Chi Minh había trabajado allí como portero, anécdotas que Gemma adoraba e iba garabateando en un cuaderno cada vez más voluminoso.

Uno de sus pasatiempos dominicales favoritos era acercarse al Speakers’ Corner junto a Marble Arch donde, según explicaba Partridge, «los profetas, los fanfarrones y los lunáticos gozaban de igualdad».

—Pues yo no veo qué tienen de extraordinario —le dijo Gemma un día, después de escucharles—. Algunos de los discursos que dais en la tele no son mucho mejores que éstos. Tendrías que hacer un reportaje sobre Speakers’ Corner para la CBA.

Poco después, Partridge mandó dicha sugerencia a Nueva York y la Herradura la aprobó en seguida. Realizó un reportaje en tono de humor, que colaron al final del noticiario del viernes por la noche y fue muy alabado.

Otro de sus hitos fue su visita al Brown’s Hotel, fundado por el mayordomo de Lord Byron, donde tomaron el té, la más británica de las experiencias, con un servicio impecable, emparedados exquisitos, tortas, mermelada de fresa y crema cuajada de Devonshire.

—Es un ritual sagrado, mio amore —declaró Gemma—. Como la comunión, pero más rico.

En resumen, todo lo que hacían juntos se convertía en una experiencia dichosa. Y entretanto, el embarazo de Gemma progresaba, prometiendo mayor felicidad para el futuro.

Durante el séptimo mes de embarazo de Gemma, Partridge se fue a París, a una misión de veinticuatro horas. La oficina parisina de la CBA-News estaba escasa de personal y necesitaba cubrir las acusaciones a una película americana que hacía un retrato crítico —y al parecer erróneo— sobre la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Partridge realizó el reportaje, que se envió a Nueva York vía satélite desde Londres, aunque él dudaba que fuera lo bastante importante para el boletín nacional de la noche. Y al final, no lo fue.

Luego, en las oficinas de París, cuando estaba a punto de irse al aeropuerto, le pasaron una llamada telefónica:

—Harry, te llaman desde Londres. Es Zeke.

Zeke era Ezekiel Thompson, el jefe de la oficina de Londres, un hombretón duro, austero y negro. Para quienes trabajaban con él, parecía insensible. Lo primero que advirtió Partridge al coger el teléfono fue la turbación y la angustia de la voz de Zeke.

—Harry, nunca había tenido que hacer una cosa como ésta… no sé cómo decírtelo… pero… —logró articular.

Luego, Zeke consiguió contarle el resto, como pudo.

Gemma había muerto. Se disponía a atravesar una calle en un cruce con mucha circulación, en Knightsbridge, y, según todos los testigos, había mirado a la izquierda en lugar de a la derecha. «¡Oh, Gemma! Mi querida, maravillosa Gemma, cabeza de chorlito, que creía que en Gran Bretaña todo el mundo conducía por la mano contraria, que todavía no había aprendido a qué lado había que mirar para cruzar la calle…». Un camión, que venía por su derecha, la había atropellado. Los que lo presenciaron dijeron que no fue culpa del conductor del camión, que no pudo evitarlo…

Su hijo —un varón descubrió Partridge más adelante— no había podido salvarse.

Partridge regresó a Londres y, cuando terminó de hacer todos los trámites y se quedó solo en el piso que habían compartido, lloró. Se encerró solo durante días, negándose a ver a nadie, derramando todas las lágrimas no sólo por Gemma, sino todas las que no había derramado a lo largo de los años.

Lloró al fin por los niños galeses que murieron en Aberfan, cuyos patéticos cuerpecitos había visto rescatar de aquel mar inmundo de escoria. Lloró por los niños que morían de hambre en África mientras las cámaras filmaban y Partridge, con los ojos secos, escribía en su cuaderno. Lloró por todos los muertos de todos los lugares trágicos que había visitado, por todos los desamparados que había visto, cuyos gemidos había oído y cuyos sufrimientos había descrito, cuando no era más que un periodista realizando su trabajo.

Y en medio de todo aquello, recordó las palabras de la psiquiatra que le había dicho una vez: «Estás almacenando, guardando tus emociones en tu interior. Pero algún día estallará todo, saldrá a la superficie, y llorarás. ¡Oh, sí, llorarás, y no sabes cuánto!».

Después, sin saber cómo, recompuso su vida. La CBA-News le ayudó manteniéndole ocupado, negándole un momento de introspección, mandándole de una misión difícil a otra más difícil que la anterior. Al cabo de poco tiempo, Partridge estaba siempre en los lugares de mayor conflicto y peligro. Corrió toda clase de riesgos, de los que salía siempre ileso, tanto que se hubiera dicho —él mismo lo pensaba— que era cosa de magia. Y así fueron pasando los meses, y luego los años.

Últimamente, había épocas de su vida en que, si no conseguía olvidar a Gemma, por lo menos no pensaba tanto en ella. Y también había épocas —como durante las dos últimas semanas, desde el secuestro de los Sloane— en que la tenía siempre presente.

En cualquier caso, desde los días de desesperación siguientes a la muerte de Gemma, no había vuelto a llorar.

De nuevo en el Learjet, a una hora de Bogotá, volvía a vencerle el sueño y la mente de Harry Partridge confundía el pasado y el presente… Gemma y Jessica se fundían en una sola… Gemma-Jessica… Jessica-Gemma. Daba igual cómo se le pusieran las cosas, la encontraría y la rescataría. Tenía que salvarla.

Se durmió.

Cuando despertó, el Lear estaba aterrizando en Bogotá.