Capítulo 1
El mensaje
Comenzaba a oscurecer sobre Madrid.
Como de costumbre, Ludovico Prevost aspiró profundo, cerrando los ojos unos minutos con la mente en blanco, imaginándose más ligero que el aire; luego se acomodó en su escritorio, echó un vistazo a las notas de un cuaderno y acto seguido encendió el ordenador inclinándose absorto sobre la esplendente pantalla, listos sus tensos dedos a ras del teclado, atrapado en la euforia de endosar nuevas elucubraciones a su blog.
La fruición de leer lo que escribían los lunáticos digitales más fantasiosos del mundo había convertido su vida en una aventura viciosamente noctámbula. Lo que fuera al principio un simple pasatiempo diletante, un foro titiritero de chismosos y fisgones con el cual había pretendido aupar el humor y algo de nirvana sobre la razón materialista exhausta y obtusa, se tornó cada vez otra cosa pegajosa y alucinante, como las buenas series de vampiros que envician, o algo peor, se inventó una bitácora de Pandora que cualquiera podía traspasar a puro antojo y meter baza, un absorbente agujero negro digital, donde una extraña membresía de personajes crecía como lapa. Mensajes sofisticados abarrotando su blog llamaban a que Satán redimiera a los herejes, miles de adictos graznaban como cuervos alrededor del brujo.
Internet es el más extraordinario de los circos, se decía Ludovico, y en cierto modo se tomó en serio el ser un redentor maldito de una plaga bipolar. Su lema: “¡Bah! Hagamos todas las muecas posibles”, usurpado al poeta Rimbaud, tenía de fiestas a quienes creían ser como él, esos empáticos habitantes de los subterráneos patéticos de la mente, cierta hez social surrealista, cierta gente incomprendida y soñadora, ciertos heraldos del claroscuro, gente digna de ser escuchada: fracasados, perseguidos, profetas, antisociales, marcianos y reencarnados, la gran familia gótica, kafkiana, freudiana y futurista, el mundo al revés. Y con el mismo entusiasmo también escuchaba a seres corrientes y a genios sufridos escondidos tras los anonimatos.
Nada lo divertía más que replicar apostillas y sermones, metido en el fervoroso pugilato de temas: Iconoclasia, Erebus, Ateísmo, Codex Gigas, Génesis, Teoría de la conspiración, Fetichismo, Complejo de Electra…, y jamás se perdía a los oráculos. Un tal “hacedor de neo-futuros” le había fijado la fecha exacta de su reencarnación en “mil años y medio”, renacido como “la pata del diablo, especie de ladrón de libros”. “Bravo, diste en la diana”, le comentó Ludovico. Había un seguidor filósofo, el “timonel del no-ser y la no nada”, que le agradecía su “malvada exquisitez anti puritana en defensa de la cuadratura del círculo”. ¿Era acaso un acertijo o una metáfora descabellada? Pero de veras no sonaba mal. Sin embargo, con ciertos tipos léperos perdía la paciencia, como con el “heraldo ex-extraterrestre” que no paraba de insultarlo: “Quijote traidor, desertor sodomita, árcade ars diavoli, masón maricón…”
Decenas de injurias se repetían hasta el fastidio cada noche. “Coño, me ven como el culo de Calígula”. Reía solo, perverso, como un brujo cómplice. Se sumergía en las teclas más exquisitas si la locura merecía aclaraciones. Si había desertado de algo, sería de los nefandos sueños originados en el infierno perfecto de Dante, la tenaza de Fobos y la bruma soledosa de Kafka. Tampoco recordaba haber sido partícipe de alguna masonería de maricas. “¿Y qué tiene de malo ser un sodomita quijotesco?”. Le replicaban: “Tu cianuro anticristo, eso es lo malo”.
¡Cuántos adjetivos para definir la inutilidad, la antipatía, el cisma! ¡Cuántos oscuros vericuetos de la razón humana conducían al ante infierno, el purgatorio y la chifladura! ¡Cuántos disfraces tenían los herederos descerebrados de El Bosco y Dalí! ¡Jamás se imaginó un teatro tan desenfadado en las cavernas de la civilización!
Todas las medianoches se repetía un e-mail con texto en negritas: “Buenas, mi Lucifer mal educado, es hora de tus aullidos, no me desilusiones”. La “vampira de los orgasmos infinitos” solía decirle: “Tengo ganas de tu sangre olorosa a poesía fresca de izquierda”. ¡Qué intelectualmente divertido! Pero no le hacía caso, la mojigatería y el arte menor dejaron de entusiasmarlo. También eludía las interminables correspondencias cifradas con 666 y 777 y la numerología basada en el 11 y la cabalística, por lo general llena de símbolos, advocaciones bíblicas y precogniciones catastróficas.
El mismísimo Diógenes de Sinope, dándosela de sobreviviente del “eterno retorno”, le repetía que no temiera ser cínico si pretendía ser el jefe de la manada. A ratos, por los bordes de la pantalla del ordenador resbalaba un monigote orate con ojos botados y garras de gremlin, la obra de un experto en animación. Salía y se escondía y salía, soltaba una carcajada y se escabullía mostrando el trasero, al final unas coquetas urracas le mandaban besitos libidinosos.
El zoológico humano, si se pasaba de rosca, era como un aluvión de cloaca. Los sicópatas comenzaron a aventar quimeras sádicas. Un terrorista islámico juró por Alá que le volaría el culo. “Alá no te lo perdonaría”, replicó apaciguador Ludovico. Entonces le dijeron: “Alá me lo ordenó, idiota occidental”. Un chiflado le reveló una fantasía: “Debe ser sublime crucificarte castrado, soy tu vecino adorador…” ¡Joder! Ludovico estuvo a punto de cancelar su blog, pero no lo hizo. Amaba su circo de monstruos invisibles y esotéricos, sus fans eran ingeniosos y auténticos, nada le hacía disfrutar tanto como oír caminar elefantes blancos por el techo. ¡Divina comedia! ¡Caldo de literatura y siquiatría! ¡Una babel mágica! El embudo invertido. ¿Qué otra cosa podía ser?
Pero un manicomio sin censura no es mero relajo, pantomima y diversión, es sacrilegio moderno, hijoeputada. Algo bien distinto podía desencadenarse si a un majo cabrón le daba por joder. Aquel vídeo, que bajó un anónimo, provocaba repugnancia pero a la vez carcajadas, chistes y tempestad. Pejes gordos, políticos y celebridades pasándola pipa y dándose tranca en cueros en un ritual sadomasoquista era inaudito y maloliente, más irrespirable que un cadáver abofado. Ludovico se cagó en las amenazas de muerte y le declaró a los periodistas: “No sé quién descargó el vídeo, pero hizo bien. Es así como la libertad de prensa limpia a las sociedades sucias”.
El escándalo era un premio, pensó Ludovico, porque armar un circo había resultado socialmente útil. Olvidó su temor al navajazo que lo degollaría, pero a la vez conoció la nueva faceta de la venganza. Virus maliciosos, troyanos, espías y gusanos invadieron su blog. Con el encantador nombre “Petit Prince”, título de uno de los libros que amaba, había llegado el macabro virus que borrara completamente los archivos de su primer ordenador.
Esta noche, leyó con detenimiento un mensaje de un terrorista intelectual que quería debatir sobre la decadencia de Occidente y, asimismo, atendió al azar correos con títulos originales: “Hola, ventrílocuo fascista con patente de corso”. Siempre estaba allí el e-mail que lo ponía a pensar: “Los perros no ladran en la iglesia”. Actualizó el blog y finalizó la jornada emitiendo alguna opinión sobre las noticias conspicuas del día.
Desde la tarde tenía la idea fija de escribir sobre un tema que lo fascinaba: la resurrección de Cristo. Apenas hincó los dedos sobre el teclado cuando escuchó el zumbido que avisaba la entrada de un nuevo mensaje. No revisaba correos que llegaran a las dos de la madrugada, para no desconcentrarse, pero esta vez la ventanilla de texto alumbraba una leyenda inusual: CORNATEL.
Abrió enseguida el correo y encontró la misma palabra, sin más. “Me suena esta palabra”, se dijo reflexivo. Cerró el correo y comenzó a escribir sobre la resurrección.