Capítulo 31
A veces pasan cosas misteriosas
Pascal leyó el actualizado editorial del blog de Ludovico y dijo: “Misterios”. Horas antes analizando unas fotos, había conseguido identificar otro eslabón de una misteriosa concatenación de caras y hechos de lo cual pretendía sacar lascas para su provecho profesional, pero aún desconocía el terreno que pisaba. El profesor Prevost atraía a todos los chiflados del mundo, algo muy peligroso. Uno de esos chiflados podía ser el personaje de la gorra con solapas de la foto, que a todas luces seguía los pasos del profesor.
“Este es el mismo tío de la biblioteca, siempre está donde el profesor”. Puso la lupa sobre la foto: “No me gusta el aspecto de este fantomas”.
Siguió leyendo el texto editado por Prevost sobre los misterios de Cristo y no pudo menos que pensar si Dios realmente existía. A veces quiso saberlo siendo estudiante, cuando un condiscípulo marxista lo retó a que encontrara una sola evidencia divina. Leyó la Biblia, el Corán, a Calvino, Hegel, Lutero, Santo Tomás de Aquino y analectas de filósofos griegos, persas y chinos, a los enciclopedistas franceses, a Marx y Engels y la evidencia que encontró la comunicó al amigo: “Para unos existe, otros lo niegan. La única evidencia es el misterio, la verdad de cada cual”. Le replicaron: “Lumpen gilipollas”.
Mas tarde la vida le mostró la menos providencial de sus caras, una dura brega obrera por subsistir, y desde entonces no pensó seriamente en misterios ni en Dios. Quería ser artista, fotógrafo, no filósofo.
“A veces pasan cosas misteriosas, ciertamente”.
Venirse a Cornatel por el fruto de la vida era una de ellas. “Uno se mete donde no debe”. Pascal se rascó la cabeza. Pensó en la devolución de su cámara fotográfica y las demás pertenencias hurtadas. No existían ladrones misericordiosos. Le habían jaqueado sus cosas buscando alguna pista, pruebas de fechorías, sabe dios qué. Ahora tenían la memoria de su ordenador con muchas evidencias de la falsedad y mojigatería de numerosas vacas sagradas de la vida pública, captadas como comunes bergantes de doble moral. “Incluyéndome a mí, ja ja”.
Miró la foto del esotérico Prevost saliendo de un sitio con una dama. “Esta doña no tiene pinta de puta”. Y pasó a otra foto que tenía algo de lo más raro, una revelación fea quizás, algo que juzgó maléfico. Prevost y la extranjera en Salamanca. No estaban solos cuando hicieron aquel brindis por los templarios. Una jauría de sombras, con garras de fuego y antifaces de odio, rondaba la taberna. La sombra portando un fusil que apuntaba a Prevost, inexplicablemente, se volvió una sombra derrocada por otra sombra. La cámara fotográfica no mentía.
“A veces pasan cosas misteriosas”.