Capítulo 34
Conozco esos fantasmas
—Aquí he estado —dijo Ludovico al volante del coche, señalando el paisaje verde y montuoso de los alrededores. Katherina que dormía, abrió los ojos, miró por la ventanilla y exclamó: “Me gustan los lugares así”.
La carretera ondulaba entre cerros y valles cubiertos de un despejado azul mañanero. Habían llegado a la comarca castellano-leonesa del Bierzo. El clima es fresco y amable, los lugareños no son hablantines y la historia es de las más rancias de España. Por doquier quedan vestigios de los originales pueblos ibéricos y de los invasores romanos y sarracenos. El camino de Santiago, la ruta de la fe devocional de los peregrinos cristianos en la Edad Media, cruza las tierras septentrionales. Más al interior van apareciendo singulares pueblitos montañeses diseminados por las sinuosidades del territorio, rodeados de extensos cultivos.
Hacia uno de esos pueblitos se dirigían, marcado en el mapa con el nombre de Bierzo de Cornatel.
—Sí, aquí he estado —repitió Ludovico mirando hacia unos barrancos en donde pastaban agrupaciones de ovejas.
—Qué lugar de España no conoces, querido profesor —admitió Katherina.
—Aquí estuve, pero no siendo adulto —rectificó Ludovico, apuntando con la mano hacia unas bocas de cueva en el farallón de un cerro.
Katherina iba señalando puntos en un mapa de recorridos turísticos. “Por aquí hubo batallas entre cruzados cristianos y musulmanes... Pasaremos por una zona de cavernas con arte rupestre… En este sitio se enfrentaron en combate franquistas y republicanos... Oh, en este punto encontraremos las ruinas de un depauperado castillo feudal...” Finalmente, observó:
—Estamos a una hora de Cornatel, más o menos.
Abrió el portátil y encontró una página dedicada al sitio que visitarían.
—¿Quieres que refresque tus conocimientos sobre Cornatel?
—No, amiga, tengo muy presente esa historia. Mis alumnos me la recuerdan cada día.
Pero Katherina no le hizo caso y comenzó a leer en voz alta:
“Del castillo, erigido en el siglo XIII, solo quedan despojos. Fue un bastión de los templarios. Parece que los vándalos han sacado los tesoros a saco, porque queda poco por ver, salvo algunas murallas y una torre. Antes la gente temía visitar las ruinas porque se contaban leyendas terríficas pero hoy día algunos utilizan sin temor los subterráneos para hacer el amor tántrico...”
Detuvo la lectura, buscando información más seria. Encontró otro artículo y reanudó la lectura:
“El castillo no es sólo un monumento agradable, sino también un receptáculo de tesoros por descubrir. Lo que cuentan los viejos es cierto: allí hay oro y huesos humanos enterrados y los fantasmas templarios cuidan el lugar. Unos arqueólogos ilegales fueron atacados incluso por templarios actuales, vivos, y desde entonces los saqueadores lo piensan bien antes de planear fechorías en el sitio. Los fantasmas de una mujer y un niño que andan juntos tomados de la mano han sido vistos muchas veces. Unos místicos que celebraban un culto oscurantista fueron visitados por hombres vestidos de blanco que blandiendo espadas los desalojaron del lugar. Alguien también vio hombres desnudos adorando una cruz...”
Ludovico detuvo el coche bruscamente.
—¿Quién escribió ese artículo?
—Pues, un párroco del pueblo Priaranza del Bierzo, llamado Teófilo, pero hace medio siglo. Está transcrito en una página de la asociación local de historiadores.
—Es como él dice, conozco esos fantasmas —expresó Ludovico, asomándose a la página web.
Katherina tomó nota de la página, consciente de que Ludovico había hablado de ciertos sueños con referencias similares. La alusión a templarios vivos también la puso reflexiva. Notó a su amigo intranquilo, y dijo:
—Creo que nos acercamos a la verdad, lleguemos pronto a ese castillo.
Ludovico examinó el mapa y guió el carro hasta un hito de la carretera donde giró tomando por un camino de tierra que los adentró en un valle, con un pueblo asentado al fondo. “Allí está el Bierzo de Cornatel”, dijo.
Llegaron al pueblo de noche. Encontraron habitación en un antiguo hostal gracias a que unos turistas suizos acababan de marcharse. De nuevo una sola habitación que debían compartir civilizadamente. A ella le daba lo mismo, mientras fueran dos camas bien separadas, “por si acaso, el diablo son las cosas”. Ella siempre jocosa, sin rubor. El encantado, pero no podía evitar el sonrojo. Además, no había tiempo para buscar un parador cinco estrellas. Al día siguiente debía comenzar, sin tardanza, la anhelada jornada de conocer el castillo. Después de acomodar los equipajes, Katherine entró al baño y Ludovico abrió una ventana con vista a una plazuela desde un segundo piso y se alegró de la buena ubicación. Los pueblos y caseríos de la comarca todos eran lindos y apacibles. Varias personas paseaban por la acera, charlando en francés. Otra persona salió del hotelito de enfrente y se dirigió a una cafetería. Esa persona le era conocida, claro. No podía ser otro.
—¿Qué hace ese periodista impertinente por aquí? —rezongó y cerró la ventana. Ya la amiga se duchaba. Entretanto, se recostó en la cama y fue durmiéndose.
En la cafetería, Pascal compró una cerveza y al cruzar la calle se quedó mirando un coche aparcado a pocos metros. Se acercó para estar seguro y exclamó: “Bingo, al fin llegó quien faltaba” y corrió al hostal. El recepcionista le confirmó que estaba recién hospedada una pareja, turistas que venían de Madrid. Pascal respiró hondo y se dijo: “Veremos ahora qué pasa, profesor”.
También Robin García, desde su observatorio en el cercano ático, vio pasar a Pascal encaminándose a la cafetería. Luego lo vio merodear cerca de un auto y correr al hostal.
“Extraño tipo, no lo puedo perder de vista”.