Capítulo 50
Batalla de demonios
La fama no cambió mucho a la mesonera Marie Lafargue. Había ganado dinero como heroína de un evento de terrorismo, vestía elegante y la calificaban de “gran periodista”, pero seguía siendo la misma provinciana parloteadora y coqueta. Visitaba con frecuencia el mesón donde la gente concurría a conocer la verdadera historia del italiano matón y donjuán, misteriosamente desaparecido, a quien ella describía como un “sexófago latino muy ocurrente” que se valía de las infelices mujeres faltas de marido para ejecutar crímenes de lesa humanidad, en realidad con la pretensión de “ser más famoso que Bin Laden matando por matar”. A una turista que le preguntó: “¿Qué tal el tipo en la cama?”, le contestó que el cerdo la había violado “con salvajismo imaginativo”, provocando carcajadas entre los presentes.
Cada vez que contaba la historia la cambiaba ingeniosamente, técnica que le servía para no gastar el mito del amorío de la pobre camarera seducida por un terrorista casanova. A otra turista de preguntas pícaras le dijo que se acostara con algún terrorista si quería conocer animales bien dotados y experimentar orgasmos superiores. Esta vez dos turistas, con musculosos brazos tatuados, le preguntaron si quería venderles la historia. Se presentaron como socios de una compañía de producción de vídeos para la televisión. “Vuestra historia sería un fenómeno de taquillas”, dijo uno entregándole una tarjeta de presentación. El otro la invitó a llegarse al hotel donde se hospedaban, si decidía hacer negocios y ganar plata a chorros. Al verlos partir, la mesonera brincó de alegría y contó a los empleados que dios le había regalado patrocinadores. Adoraba el mundo del cine.
Esa noche se puso un vestido que realzaba sus atractivos femeniles, llamó a los patrocinadores para aceptar la propuesta y acudió al hotel. Justo ante la fachada del edificio, se aproximó un auto negro y reconoció a los patrocinadores. Había otros dos caballeros, uno de ellos se bajó, sacó una pistola y la empujó al interior del carro. Una manaza ahogó el grito de la mujer, que miró aterrada a la persona que tenía sentada a su lado en el asiento trasero del auto.
—Te extrañé, madame —dijo Benito Cusimano con su peculiar tono dulzarrón. Al instante, la mesonera sintió un pinchazo en el brazo y se desvaneció.
Marie despertó maniatada y amordazada, con Benito delante clavándole una mirada de desprecio. Vio que tres hombres fornidos se retiraban de la habitación, cuyas ventanas habían sido tapadas con cortinas. Miró en derredor horrorizada.
—Necesito tu ayuda, amiga. Te aconsejo que colabores, esos hombres son unas bestias, quieren violarte y hacerte carne molida. En cambio, sabes bien que no abuso de las mujeres.
El lazo de la mordaza no la dejaba hablar y Benito lo arrancó de un tirón.
—No me hagan daño, hago lo que digas —dijo la mesonera con voz temblorosa.
—No te pasará nada si te portas bien. Te lo prometo.
Benito la desamarró, ofreciéndole una lata de soda. Le apartó los cabellos que le caían sobre la frente y dijo suavizando la voz:
—Estás tan guapa como siempre, Marie. Te he visto en la tele, me encantan tus historias.
La mesonera bebió el refresco y volvió a decir suplicante “no me hagan daño”. Benito le dio su palabra de caballero que mantendría a raya a los sicópatas que le hacían compañía.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Marie, entrecortada.
Entonces recibió una serie de instrucciones. Si cooperaba, la dejaría libre, sin un rasguño y recibiría dinero limpio.
—Estamos aquí por Satanás, ¿comprendes?, tú no importas, queremos a Rocheford —dijo Benito endureciendo el tono—. Necesito saber todo sobre ese miserable, habla todo lo que sabes.
Y Marie habló. Describió un palacio con pinturas en los cielorrasos y columnas de oro; resaltó los gustos del hombre: “El Maestre, como le llaman, es un místico, enciende incienso y canta cuando contacta a dios, se sabe los evangelios de memoria, siempre se perfuma…”. Hiperbolizó cuántas personas lo protegía: “todo un ejército lo cuida, mastodontes vestidos de SS y escoltas que visten raro, llevan cruces en la ropa, tiene consejeros, y los perros…”
Tras hacer una pausa, Marie prosiguió: “Lee mucho, libros raros, de metafísica, colecciona pinturas, tiene caballos de carrera, le gusta tomar vino, adora a su hijo y su nieto y sabe tratar a las mujeres, me regaló flores y una biblia con letras doradas. Es galante, empático, florístico”.
—¿Quién te enseñó esas cochinas palabras? —intervino Benito al verla suspirar—. Ándale, sigue.
—Me llevó a ver las vides, me habló de la historia antigua del pueblo, lo vi orar arrodillado, allí hay una capilla y…
—¿Qué dijo de mí? —la interrumpió Benito, hoscamente.
La mujer sollozó, temerosa.
—Dijo lo que dicen todos, que eres malo, un terrorista, que dios te castigaría.
—Mentira —gritó Benito, encrespando la voz.
—Dijo también que tienes huevos —balbució la mesonera—. Ordenó a sus hombres que te buscaran y llevasen ante él, vivo. Está furioso, quiere saber quién eres, quién te contrató. Por eso me persuadió a usar palabras fuertes contra ti. Perdóname.
Benito crispó el rostro. No sabía si creerle.
—Si mientes, te va a pesar, Marie.
Llamó a los legionarios y ordenó que no le quitaran el ojo. “Si intenta escapar, la matan, esa putana no sirve”. Salió a fumar muy nervioso al patio de la casa que había arrendado en las afueras del pueblo, a pocos kilómetros de la Viña del Señor. Pensó en lo contraproducente de mantener demasiado tiempo a la mesonera fuera de la vista pública. Solo tenía unas horas para actuar. Entró a la casa dispuesto a convencerla a las buenas o las malas. Le habló duro:
—Madame, ahora llama al demonio vinatero y le pides una cita urgente. Inventa algo, que una revista te pidió un artículo. Iré contigo. Si me fallas te mato y mis colegas van a darse gusto degollando a tu familia.
—No funciona así, siempre manda gente a buscarme.
—Llámalo, adelante —habló Benito, áspero.
Un legionario le pasó el móvil que le habían quitado. No le quedó más remedio que llamar, cohibida, y el señor de los vinos aceptó un encuentro, encantado de poder verla de nuevo: “La espero, mademoiselle, tengo muchas cosas que contarle”.
Al terminar la llamada, la mesonera no comprendió la repentina euforia de sus raptores. Tan pronto Benito exclamó triunfal “¡ya es nuestro!”, todos salieron de la habitación y la mesonera se preguntó qué pasaría con ella, solo podía escuchar conversaciones exaltadas, cantos y trasteo de objetos. De imaginar lo que sucedía del otro lado de la pared, habría temblado horrorizada. Los cuatro hombres, tras pactar con la muerte y cantar una marcha de la Legión, coordinaron un ataque relámpago e inspeccionaron satisfechos sus fusiles automáticos, granadas y explosivos. El plan de combate contemplaba la inmolación personal, debido a la desventaja numérica y bélica, pero juraron ser mártires, antes que vencidos. No obstante, disponían de un van blindado equipado con ametralladoras, lanzallamas y un espolón delantero con el que pretendían romper la tapia y derrotar las huestes demoníacas.
Cuando llegó el momento, Benito abordó un auto robado con la mesonera a su lado.
—Tranquila, que es solo una visita —dijo Benito al notarla asustada.
—Es imposible, allí no puede entrar nadie sin permiso.
—Tranquila. Usted le dice que soy periodista, convénzalos.
—Es imposible, lo sé.
—Nada es imposible para dios, amiga mía, vamos de la mano de Dios —alegó Benito, fríamente—. Usted colabore, o de lo contrario moriremos todos.
Caía la tarde. Benito enfiló el auto por la carretera que lo llevaba directamente a la Viña del Señor, seguido por el Van. La mesonera comenzó a orar en voz baja.
En París, el jefe de la policía secreta francesa tomó el teléfono para atender la llamada urgentísima del secretario de la presidencia. “Sí, señor, ya comenzó el operativo”, afirmó mientras miraba la consola que mostraba mapas, vistas de GPS, cartelas con diálogos y tiros de cámara satelitales. En una pantalla vio a las fuerzas especiales de la gendarmería abordar varios helicópteros y consultó la hora. “Creo que estamos a tiempo, lo mantendré al corriente”. Escuchó que cortaban la llamada tras un “acábelos pronto” y pensó en las tensiones que había provocado la detallada información clasificada ofrecida por el gobierno italiano acerca de una conjura terrorista contra Francia. En realidad una fuente anónima, según los italianos, era la que tenía que ver con el descubrimiento del execrable propósito. Había que agradecérselo, sin dudas. Nuevamente el blanco escogido era el enclave del excéntrico millonario ultra separatista dueño de la Viña del Señor, un hombre obsesionado con la idea de proclamar la república de Occitania, separada de Francia, una aspiración que consideraba basada en el derecho divino y la reivindicación de soberanía ancestral templaria y cátara. ¡Qué locura!
De repente, en el sistema de altavoz de la sala rugió la voz sobresaltada del jefe comisionado para ejecutar la operación por tierra y aire contra el cuartel templario.
—Jefe, tenemos a la vista una refriega con armas de fuego, ¿qué hacemos?
—Procedan, tomen ese sitio de inmediato.
El auto de Benito Cusimano había sido interceptado al llegar ante el enorme portón forrado con planchas de acero del palacio de la Viña del Señor. Varios guardias armados le salieron al encuentro.
—Estoy invitada por el señor Rocheford —dijo la mesonera al celador que los miró desconfiado.
—Solo usted ha sido autorizada, retírense —dijo otro guardia, crudamente.
—Necesito pasar con mi colega, llame al señor Rocheford para que autorice —insistió la mesonera, sintiendo la pistola de Benito en un costado.
Benito miró por el retrovisor esperando que apareciera el van; en su lugar, temió haber caído en una celada: hombres con pasamontañas vestidos de negro comenzaban a cercar el auto aproximándose lentamente con las armas listas. Volvió a mirar por el retrovisor y ya el van venía a gran velocidad. Los guardias, sorprendidos con la nueva situación, reaccionaron apartándose un poco. Fue el momento que aprovechó Benito para salir del auto disparando a quemarropa, haló a la mesonera, abracándola como escudo y arrojó una granada. La explosión y el grito de cuerpos destrozados se mezclaron con un nutrido tableteo de ametralladoras. Los guardias buscaron donde resguardarse tratando al mismo tiempo de detectar al francotirador que los estaba acribillando desde un flanco.
Justo en el momento que el van chocó contra el portón, provocando un gran estrépito, Benito lanzó otra granada contra la casilla de control de acceso derribando a dos guardias allí parapetados. Empujó a la mesonera al follaje de un parterre y corrió al van. Al abordarlo, arrebató el timón al conductor y dio reversa. Pudo desclavar el espolón de la puerta y maniobrar bajo una lluvia de balas. El legionario gritó como un loco accionando el lanzallamas y el botón de las ametralladoras sincronizadas que vomitaron ráfagas en todas direcciones.
Ya Benito se disponía a dar una nueva arremetida contra el portón cuando escuchó el ruido inconfundible de los helicópteros y las sirenas de la policía. “Diablos, ¿qué hace aquí el maldito gobierno?” Aceleró estrellando el van contra el portón. Había conseguido rajar una de las planchas y pidió al legionario que lo cubriera para poder escabullirse por la brecha. El legionario nuevamente apretó los botones para disparar pero no pudo, ya estaban agotadas las municiones; salió del van abriendo fuego en abanico con su metralleta, gritando frenético “mueran los demonios”, hasta que un gendarme francotirador acalló sus gritos, traspasándole el cuello con un balazo. Los otros dos legionarios arremetieron por los flancos y pudieron entrar a la propiedad, pero al avanzar se abrieron las trampas y cayeron en zanjas con púas.
Desde un bunker de seguridad soterrado, Rochefort, impertérrito, rodeado de sus allegados, observaba en la pantalla de un ordenador portátil lo que ocurría a su alrededor. Descubrió a Benito que se movía a rastras intentando ocultarse entre los arbustos de la alameda del palacio. Centenares de gendarmes de la Police Nationale eran enfrentados a balazos y cuerpo a cuerpo.
—¿Quién es ese individuo? —preguntó Rocheford, señalando a Benito. Pero nadie pudo identificarlo—. Es intrépido, obviamente un buen guerrero.
—Debe ser uno de ellos —dijo su hijo Jean Pierre.
—No creo, este hombre es un asesino contratado. Viene por mí, déjenlo pasar.
Cuando Benito Cusimano pudo romper la cristalería y entrar a uno de los salones del palacio, observó destrozos por todas partes. Pensó si realmente había servido de algo que sus compañeros hubiesen ofrendado sus vidas en una batalla perdida. Ahora le importaba un bledo la Viña del Señor. Sintió asco de sí mismo. Sin dinero, perdedor, sin gloria, sin amigos y perseguido, ¿qué le podría ofrecer al amor de su vida? Además, don Angelo no perdonaba a los inútiles. Tendría que escapar de la vendetta. Pero adónde ir. De un momento a otro llegaría la policía, sería el fin. De todos modos, antes intentaría cumplir la misión, era su destino, cosa de honor. Se recogió el bajo del pantalón en su pierna izquierda donde ocultaba una funda y empuñó el pistolete especial cargado con balas de plata, lo único que según le dijeran servía para exterminar seres diabólicos.
Arma en mano, caminó por el salón mirando las pinturas del cielorraso. “La mesonera tiene razón, son figuras bonitas”. De pronto tuvo la impresión de que no estaba solo y se dio vuelta. La amenaza provenía de un anciano de desafiante donaire que blandía una corta espada, todo vestido de negro. Enseguida reconoció al demonio y apuntó con la pistola.
—Soy la persona que usted quiere asesinar —vibró la voz del anciano—. Pero no lo conozco, ¿quién lo envía?
Benito miró alrededor, asegurándose de que estaban solos.
—Soy Cusimano. Tengo que matarlo, por mandato de dios.
—Hágalo, pero ¿quién es mi enemigo terrenal? Conceda el deseo al que muere.
—Está bien —Benito dejó de tensar el gatillo. Ahora poco importaba hacerle revelaciones a un muerto—. Vengo de Italia, usted es el mal, dice mi padrino. Usted es el más grande enemigo de Cristo y del Santo Padre. Usted…
La mueca de asco del anciano enmudeció a Benito.
—Así que eres una rata de ellos, un mercenario del Vaticano —retumbó Rocheford y levantó la espada—. No soy enemigo de Cristo, imbécil, sino de los rufianes que alquilaron tu sangre fría
—¿Cómo se atreve?
Benito miró de nuevo alrededor, temeroso de una trampa. Seguro estaba en la mirilla de un francotirador. Pero qué rayos, era el destino. Apuntó al pecho del demonio. Iba a disparar cuando escuchó la voz de la mesonera: “No lo mates, por favor, no más muertes”. La miró con sorpresa, contento de que estuviese viva y aminoró la presión sobre el gatillo del arma. Fue tan solo un instante, un zumbido se deslizó por el aire, la espada arrojada por Rocheford alcanzó su pecho, del lado del corazón. Pero antes de desplomarse, Benito disparó. La bala de plata atravesó la frente del anciano templario, abatiéndolo. La mesonera, parada bajo la inmensa cúpula pintada con santos, vírgenes y serafines, se llevó las manos a la cabeza y gritó horrorizada. En ese momento llegaron dos hombres con capas oscuras que, sin mirarla siquiera, cargaron deprisa el cuerpo de Rocheford y se fueron. De una sombra surgió alguien que ella conocía, cubierto con un manto negro, un hombre poderoso, el gentil señor Jean Pierre, el príncipe; con paso firme se acercó al cuerpo de Benito y lo escupió: “El infierno te espera, filisteo”. Luego la miró con desprecio y abandonó el lugar precipitadamente.
Un poco más tarde los gendarmes encontraron a la mesonera hablando sola junto al cadáver de Benito. Un oficial de las fuerzas especiales, observando en derredor, mientras se comunicaba por un radio teléfono, informó a su jefe en París: “Encontramos al terrorista italiano muerto, comandante, le clavaron una espada, todo está bajo control”. “¿Una espada dices?”, contestaron desde París. “Correcto, jefe. Hemos aniquilado a la secta”. “¿Y qué pasó con el líder?”. “No está entre las bajas, ha desaparecido, pero tenemos sellada la propiedad, lo encontraremos”. La voz desde París maldijo y resonó como trueno: “Entonces la secta no ha sido aniquilada, capitán, termine el trabajo, atrape a ese facineroso”.
El oficial dio un par de órdenes a sus hombres y se acercó a la mesonera que seguía sollozando. “Señorita, me puede decir qué pasó aquí”. Ella sin ánimo levantó la cabeza y respondió con voz entrecortada: “Aquí hubo una batalla de demonios, ¿no se da cuenta?”. El oficial no habló y miró arriba, solo se dio cuenta de las admirables pinturas del techo y desplazándose a otro salón volvió a dar órdenes de que no dejaran escapar al líder de la secta.