Capítulo 72

Soy el verdadero hijo de Dios

Los dedos de uñas largas y sucias golpearon con brusco nerviosismo el teclado del ordenador. Una y otra vez la sombra pidió una conferencia por el Chat y se la negaron. El e-mail recibido lo tenía confundido y colérico. Cuando más convencido estaba de haber ejecutado la proeza de liquidar a los bandidos templarios, el timorato benefactor le amonestaba: “Dejáis muchas huellas, has fallado, espera instrucciones”.

“Los perros no ladran en la iglesia”, fue la respuesta que mandó expedito al benefactor, reafirmando su arrollador deseo de luchar contra la impiedad.

“No seáis un necio, obedeced, ¿por qué no te controlas?”, le replicaron.

—¡Al diablo ustedes! —gritó la sombra, dando un puñetazo sobre la mesa—. No los necesito, cobardes, les va a pesar, todo será mío.

Y se apresuró a enviar un e-mail tajante:

“Los perros no ladran en la iglesia, paganos, sátrapas, sarracenos atorrantes.

Abrió otro e-mail que lo enfureció aún más: “Hijo, aún no he encontrado tu regalo, perdona”.

—Vieja inepta —gruñó, prendió otro cigarrillo y tecleó—: “Estoy harto de usted, púdrete”. 

Se incorporó con el rostro crispado de rabia. Sintió la fogosa sudoración, el pecho le daba tumbos, las manos comenzaron a temblequear, la pequeña habitación del hostal madrileño le pareció un cubil irrespirable. Sacó un estuche del morral y vertió el polvillo blanco sobre la mesa, lo inhaló varias veces y sintió una estupenda placidez.

“Soy el verdadero hijo de Dios”, murmuró antes de dormirse.