Capítulo 94
¡Es grandioso, subversivo!
Katherina tenía el diario del viejo Prevost delante de los ojos, pero no lo leía. No le llegaban noticias de Ludovico, ¿por qué? Y se sentía cansada, con dolor en el bajo vientre. Descansó su cabeza en el tablero de la mesa y pensó en las circunstancias, en el destino y la soledad. Era una mujer positiva, imbatible, triunfadora, hiperactiva, pero esta vez el espíritu dejaba caer sus alas, nada contenía sus lágrimas.
Sobre la mesa, varios diarios rotulaban las noticias escandalosas de Cornatel. La reciente noticia de una detonación sísmica bajo el castillo olía a muerte, a inmolación. Conocía las reglas templarias, la misión que debía cumplir el último de los sobrevivientes de la hermandad en aras de salvar la inviolabilidad del legado. Todo parecía indicar que ese profesor bueno, que había nacido para ser príncipe, con sangre bíblica en sus venas, ahora sería una reliquia más en las eternas brumas de un santuario hecho pedazos. Jamás perdonaría a la historia, ni al temple, ni a los curas marrulleros, ni a los cátaros mojigatos, menos a los gobiernos malvados, tampoco a Dios. Con la desaparición de Ludovico moriría el sentido transcendental del amor y ninguna otra cosa le importaría, excepto su hijo.
Lloró mientras pasaba suavemente las manos por su vientre. La sobresaltó el toque a la puerta, era Rodney, el galante cartero negro que siempre le traía flores. “Aquí le traigo esta cajita, madame, viene de España, no la quiero seguir viendo tan triste”, dijo Rodney, mostrando una sincera sonrisa y le entregó una rosa roja. Ella lo besó en la mejilla y entró a desempaquetar la caja.
Había una hoja escrita con la letra de Ludovico. “Este es el regalo que te prometí, ahora somos los dueños de la verdad, si acaso existe una única verdad. Es por supuesto un regalo temporal, he jurado devolverlo al propietario por derecho divino. Eres la mejor paleógrafa del mundo, así que manos a la obra. Te amo venusina”.
Katherina terminó de desprender el envoltorio de cartón, donde encontró un estuche cilíndrico. Su contenido era un rollo de gruesos pliegos escritos.
“¡Dios, el pergamino de José de Arimatea!”.
Le tomó tres días y noches poder transcribir del arameo la revelación santa, idioma que conocía y amaba, la lengua de Cristo. “¡Es grandioso, subversivo!”. Luego repuso el diario en el contenedor. Envolvió y selló la caja y la guardó en un compartimiento secreto oculto tras un estante de su biblioteca.
No durmió en esos días, apenas comió y no le dolió el vientre. No salió de la casa a dar su acostumbrado paseo por el parque ni visitó las librerías. Tampoco llamó a sus alumnos ni contestó las constantes llamadas a su celular. Ni siquiera escuchó noticias, ni música, y se cuidó de que no la molestaran sus vecinos colgando un cartel en la puerta: “No estoy en casa, y si estoy no molesten”.
Mantuvo el ordenador encendido, solo para esperar mensajes, no para navegar en Internet. Todo lo que hacía a diario pasó a ser nimio y eludible. Lo único que le interesó hacer fue releer la Biblia y pensar, nunca antes la había leído con tanta acuciosidad y pasión. Tampoco nunca antes meditó con tanta seriedad sobre el sentido de la vida, el amor y sobre sí mismo.
Además de dedicar los días a planificar un ensayo sobre cómo la paleografía podía descubrir al Dios real, no dejó de pensar en el dramático final de Ludovico, Marcus y los demás templarios muertos. ¿Qué realmente valía la pena? ¿La ofrenda por Dios o descubrir a Dios? ¿Vivir por la verdad, en sus formas civilizadas, o morir por ella en sus extravíos mistéricos y atávicos? ¿Dónde realmente estaba la casa de Dios? ¿En la basílica de San Pedro, en los tabernáculos y mezquitas, en eucaristías y peregrinaciones, en sermones y prédicas?, o donde José de Arimatea la presentaba: “Está la casa de Dios donde queramos imitar su grandeza, consejos y buenas obras, dentro de nosotros, donde se labra el amor, fuera de nosotros, en los caminos, arriba y abajo…en las justas batallas…”.
“A quién le podré decir ahora que parte de lo que nos han dicho y enseñado está equivocado, los orígenes tergiversados, las teorías arregladas”, pensó Katherina, recordando la promesa acordada con Ludovico: “Aunque se haga la luz, no intentemos cambiar la historia, cambiemos primero nosotros, hasta que la luz se abra paso sola al compás de la ciencia y de la arquitectura de dios, si existe”.
“Qué pensaría la gente si le digo que José de Arimatea escribió la mayoría de los pasajes capitales del nuevo testamento, si les digo que una casta secreta de templarios que desconfiaba del Papa guardó el secreto de la vida real de Cristo, si les cuento la verdad sobre la resurrección. Qué pasaría si revelo que el santo José inventó leyendas para salvar la conspiración nazarena y engrandecer a un crucificado. ¿Qué me harían? Sería el acabóse. Seguramente me tildarían de loca, de endemoniada, de hereje terrorista y acabarían con mi vida. El santo José no sería más el amigo de Cristo, el bueno del Sanedrín, sino un hereje más infiltrado entre los nazarenos. Le inventarían algún pecadillo para desacreditarlo. Todavía mandan los falsificadores, qué horror. La verdad es una cuestión demasiado peligrosa para arriesgarse uno a decirla”.
Se pasó la mano por el vientre y tomó la biblia, leyó por enésima vez el pasaje de la resurrección, y luego estuvo embebida en la interrogante que le comía el cerebro:
“¿Dónde metió José el cuerpo de Jesús?”
Al noveno día, Katherina sintió que de todos modos no podría cambiar nada, ni la historia, ni los mitos ni las miserias humanas. La vida seguiría tal como era, con o sin ella, falsificada, plagiada o mal hecha. Dejó de auto flagelarse de melancolía y colocó una foto de ella y Ludovico, acaramelados, sobre el piano. Estaba de apuro porque no quería llegar tarde al hemiciclo donde impartiría una conferencia sobre “El castillo de Cornatel: más historia que misterio”.
Regresó tarde a casa. Había ido primero al mercado a comprar víveres y pasó por una librería a ver si ya estaba en venta el best seller de su escritor favorito.
Canturreó. Katherina estaba feliz de que el público hubiese abarrotado el auditorio de conferencias, como lo hacía con los partidos de baloncesto. Pensó que sería un gran progreso humanista que la cultura y la ciencia llenaran estadios deportivos. Se preparó una cena vegetariana y, acomodándose en el sofá, encendió con el remoto el televisor para ponerse al día con las noticias. Miró hacia la mesa donde había dejado abierto el diario del viejo Prevost junto a un desorden de papeles con la traducción del relato de José de Arimatea.
“Dios, por qué no me das una mano, déjame saber. ¿Es todo cierto lo que dice el santo José?”.
Seguidamente desvió la vista hacia el piano clavando sus ojos en la foto de ella y Ludovico, abrazados, sonrientes, una pareja bonita, perfecta. De la saga templaria solo quedaban esa foto, el intraducible diario críptico del viejo Prevost, el evangelio sublime pero impublicable de José de Arimatea y un castillo ruinoso envuelto en misterios. Parecía todo una fantasía, un sueño. Fue hasta el piano y tocó dulcemente el retrato de su héroe amado, el último caballero templario.
Regresó al sofá, cambió de canales, mientras bebía té y acarició su vientre. De repente sintió un ligero movimiento. Se palpó. “No puede ser”. Solo podían ser gases con apenas unas semanas de embarazo, aunque tenía bastante abultada la panza.
“Va a ser un niño hermoso, será como su padre”.
Katherina se volteó de nuevo hacia el cuadro. Había dicho un dislate, la muerte de su héroe no significaba el fin del temple. Dentro de su vientre crecía el heredero, el nuevo príncipe, con alma cátara, con sangre de José de Arimatea.
Se acarició la panza, orgullosa y feliz, y le pegó una mordida a un emparedado de vegetales. En ese momento la algarabía de un comercial de deportes no la dejó oír la notificación de AOL al llegar un nuevo e-mail a su ordenador.
Era la hora de ir a la cama cuando revisó el buzón de internet y encontró el mensaje con la etiqueta: “El amor todo lo puede”. El mensaje relataba una odisea y un final inexplicable. Katherina suspiró. Su Ludovico vivía. Respondió al instante: “Mañana viajo, voy por ti, a llevarte tu regalo…”
Al acostarse, comenzaba a llover. Sintió un ruidito en la ventana. Algo raspó el cristal. “Qué raro”. Se levantó y miró por la persiana. Estaba un pájaro posado en la moldura. Apenas entreabrió la ventana, un pájaro negro entró y voló escaleras abajo. Katherina bajó tras el ave y la vio posada en la mesa, junto al diario del viejo Prevost. Emitía arrullos. “Una paloma, qué raro”. Le acarició su cabecita. De repente recordó la paloma mensajera de Ludovico. Tenía algo prendido en una pata: una bolsita de cuero enrollada. La tomó y abrió la cremallera. Había dos objetos, un cordón y un pedazo de papel escrito.
Katherina leyó el escrito y se sintió bendecida. “Ahí te mando el cordón sagrado del temple con el palomo rey, guárdalo. Ahora eres la reina y yo el guardián. La eternidad existe”.
De pronto el palomo negro revoloteó y se posó en el hombro de Katherina. Gorjeó y voló escaleras arriba buscando la ventana abierta. Ella, siguiéndolo, fue hasta la ventana pero había desaparecido. “La vida está llena de misterios”, murmuró y se acostó boca arriba, colocó el cordón sobre su vientre y se durmió.