Capítulo 12

Increíble, esto debe ser un códice, un grimorio

Katherina Lacoste, vestida con elegancia formal y maletín en mano, estaba casi lista para marcharse cuando escuchó que tocaban a la puerta de su casa: el toquecito inequívoco del cartero negro, el único americano que le decía  “madame” con correcto deje francés.

Abrió sonriente y lo saludó, mirando el manojo de cartas y un voluminoso sobre que le entregaban. El cartero jamás se despedía sin decir alguna que otra alabanza: “Usted cada día más bonita, madame”.

 —Gracias, Rodney.  

Observó que el sobre venía remitido de España, pero ya no le quedaba ni un segundo para curiosear qué contenía. Decidió llevarlo consigo y abordando su coche dio un acelerón, pues tenía que llegar justo en tiempo a la universidad donde impartía clases de arte antiguo.

Esta vez no llegó a tiempo. La luz roja de un semáforo le facilitó extraer el contenido del sobre. “Oh, me mandan cada cosas”. No era un libro de nueva edición de los que usualmente recibía de los colegas que conociera cuando estudiaba en Barcelona. Por el contrario, le habían mandado la copia encuadernada de un viejo legajo y al hojearlo vio asombrada que estaba atiborrado de signos y caligrafías antiquísimos.

“Increíble, esto debe ser un códice, un grimorio”.

 Estaba tratando de descifrar la frase de una leyenda escrita en un margen cuando escuchó gritos y groserías de conductores que la conminaban a seguir adelante porque tenía bloqueado el tráfico, y se largó, pero no buscó los acostumbrados atajos. Aparcó cerca y dedicó otros minutos a examinar el cuaderno, totalmente cautivada.

Media hora después pedía disculpas a los estudiantes por ser impuntual y a continuación dio una impecable disertación de dos horas sobre el sudario de Turín: “La foto más famosa de Cristo”. Convocó a un examen para la semana siguiente y los presentes vieron cómo se retiraba con prisa inusual. Un alumno que la miraba alelado, exclamó, tocando al compañero de al lado: “Mira qué piernas, son perfectas”.

Más que lindas piernas, Katherina tenía un don que la distinguía: la positividad. La vida le parecía desafiante y tortuosa, pero más que todo esplendorosa y espiritualmente trascendente. Ningún asuntillo espinoso la amilanaba, menos si era de índole profesional. Colegas y alumnos afligidos por las tribulaciones diarias, la escuchaban decir: “Lo único malo de la vida es no tener problemas, y morirse uno sin poder descifrar el manuscrito de Voynich”.

En las ocasiones que aludía a Voynich, sus colegas echaban miraditas raras,  interrogativas. Era única. Además de estar consagrada al magisterio, vivía obsesionada con otras dos pasiones: el secreto de la escritura codificada de Voynich y la búsqueda del Santo Grial. Ahora estaba por emprender una nueva aventura intelectual. Tenía en su poder un documento que a primera vista —como había pensado— podía tratarse de otro revelador evangelio apócrifo.