Capítulo 39
La fiesta del vino
La fiesta del vino comenzó con muchas botellas descorchadas a la vez. Doblaron las campanas y un orador eufórico evocó previos aniversarios. Alguien gritó: “!Viva, Francia, la tierra del vino!”. Un gentío festivo se apiñaba ante las tarimas donde bailarinas emperifolladas exhibían muslos descubiertos, cantaban, tiraban besos. Por las calles iban y venían los efebos disfrazados del dios Dioniso regalando botellas de vino, flores y declamando poemas a la vida.
Marie, la mesonera, no podía comprender por qué su querido periodista italiano demoraba tanto. Ya habían anunciado la llegada de “Monsieur Rocheford, el dios de los vinos” y de los patrocinadores e invitados de honor, mientras la gente se iba conglomerando en la plaza.
Benito Cusimano, vestido de policía, escuchaba las incidencias de la fiesta por los estridentes altavoces, sin inmutarse. Luego inhaló un polvillo blanco que lo hizo sentirse Rambo. A su lado, el gendarme desnudo, con la boca taponada con una banda de esparadrapo, se movía insistente tratando de desatar las amarras que inmovilizaban sus manos y pies; tembló al ver al sujeto parado delante pistola en mano, pero Benito evitó tener otro padre de familia muerto en su conciencia. Golpeó duramente la cabeza del gendarme con la pistola y abandonó la habitación.
El gran homenajeado, el ser que había convertido el vino en un negocio de sanación y fe, recibía aplausos y vítores cuando el italiano lo vio subir a la tribuna. Tenía alrededor un escudo de hombres armados y numerosos periodistas, más el alcalde, un párroco, algunos notables de la localidad y representantes de marcas famosas de vino. Benito vio la brecha propicia, justamente donde estaba colocada una cámara de televisión en lo alto de una plataforma y avanzó resuelto. Disparó varias veces a mansalva y arrojó las granadas de humo. En un altoparlante conectó la “música de fondo”, uno de sus trucos infalibles: una grabación con ruidos, estallidos y ensordecedores disparos repetidos, y siguió avanzando en medio de grandes cantidades de balazos de respuesta en todas direcciones. La gente gritando corría despavorida.
En medio de la humareda, los guardaespaldas divisaron a un oficial de la policía gritándoles que sus hombres se encargarían de poner a salvo al señor Rocheford. Pero no le hicieron caso. Y Benito imaginó que quizás estaban recibiendo instrucciones radiales que lo pondría en aprietos. Volvió a disparar y esta vez arrojó una granada de verdad que explotó a los pies de Rocheford.
Ni temores ni revuelo. En la Viña del Señor reinaba la calma de siempre, pero con luto. Una gigantesca pantalla plana de televisión era la única conexión con el suceso. Mientras un presentador de noticias relataba lo ocurrido, “dos muertos, decenas de heridos”, las imágenes televisivas saturadas de humo, confusión y muerte revelaban lo macabro y brutal de la acción terrorista. Cualquier punto del planeta, por insignificante que fuera —como era el caso de la villa vinícola francesa atacada—, podía estar en la mira de algún tipo de complot contra los inocentes ciudadanos civiles. La imagen de un falso gendarme lanzando una granada contra un empresario de vinos en medio de una multitud atestiguaba el grado de degeneración del hecho. No había sido establecida aún la identidad del terrorista. Las especulaciones se alimentaban con la muerte del magnate de los vinos vinculado a cofradías ocultistas.
El anciano de largos cabellos cenizos y barba rala caminaba de un extremo al otro de su despacho, con expresión de congoja. Ya no ponía atención a las noticias y dejó de maldecir al granuja asesino. Oraba por el alma de su amigo asesinado y sobreponía a la amargura un pensamiento de combate sin conmiseración contra los autores del crimen. La muerte de Peres, como se llamaba el doble que lo suplantaba en los actos públicos de elevado nivel de riesgo, enervaba las profundas pasiones del templario vengativo.
—¿Quién puede estar detrás de ese policía loco? —preguntó secamente al grupo de hombres reunido en su vasto despacho.
—Nuestros enemigos seculares, venerable maestre, ¿quién más podría atreverse? —argumentó uno de sus asesores.
—Excelencia, acaban de informarnos, el desalmado era un falso gendarme, se disfrazó para atacar —puntualizó su edecán, tras colgar un teléfono.
Su hijo Jean Pierre vio sobre él los ojos interrogantes del anciano.
—Quienquiera que sea, nos declara la guerra. Los identificaremos oportunamente, padre.
—¿La guerra? La guerra nunca termina, es un buen negocio —aseveró el anciano clavando su atención en la televisión.
En ese momento entrevistaban a una “mesera” desencantada porque el terrorista la había manipulado. “Ibamos a entrevistar juntos al señor de los vinos, pero me dejó plantada, los italianos son así de raros”, explicó la chica a un reportero.
—Quiero a esa mujer, le voy a conceder la entrevista —dijo el anciano.
—Excelencia, se supone que usted fue asesinado —intervino el edecán.
—Pues, esa chica le dirá al mundo que no es así. Nuestros enemigos deben saber que somos invencibles.
Benito Cusimano apagó indiferente la tele tras ver a la deslenguada mesonera y solo tuvo un pensamiento: “He cumplido, el diablo arde en los fosos del infierno”. El próximo tren saldría en una hora para Marsella, donde le quedaba un trabajo pendiente, vérselas con otro demonio de los tantos que poblaban el mundo de los vivos. El gran día junto a su novia se acercaba.
Cuando a la mesonera le dijeron que tenía una llamada importante, creyó que otro periodista le iba a preguntar lo mismo: ¿Fue usted novia del terrorista? Pero esta vez quien llamaba solamente quería saber si era periodista y ella contestó que sí, claro. “La vimos en la tele, nos interesa vuestra versión de los hechos, la junta de la Viña del Señor la invita a una audiencia especial…” “Merci”, dijo la mesonera y después de colgar el teléfono no sabía qué hacer ni adónde ir. Y una vez más perdonó a su amante italiano. Gracias a él la fama estaba a la vuelta de la esquina. Sonrió feliz y salió precipitada de su negocio a comprar ropa apropiada para la ocasión.
Días después, la entrevista de la desconocida periodista Marie Lafargue al patriarca y potentado de los vinos Homero de Rocheford se convertía en otra manera de decirle al mundo que los malos nunca mueren. La noticia, rebotada por CNN en todo el planeta, de que un doble había sido la víctima inocente de un mafioso terrorista, a quien ella calificaba de “simpatizante con la causa de círculos secretos masónicos y dictados jesuíticos dentro de la casa de San Pedro”, colocaba al catolicismo contra la pared frente la opinión pública. Pedofilia, corrupción, fratricidios internos por el poder, satanismo, nexos con la mafia, robos de archivos, muertes sin esclarecer, conspiraciones. Reportajes de prensa machacaban sobre los desafueros y deméritos de un Vaticano conectado al bando de los pecadores.
Por respuesta, el jefe de información de la Santa Sede argumentó en rueda de prensa que toda difamación sin pruebas carecía de valor ético. Con carita de santo criticó a los “seudoperiodistas improvisados” y las “falacias festinadas”. El Santo Padre era el primero en condenar la violencia terrorista.
“Según el millonario Rocheford, la iglesia tiene la mano negra y larga, ¿qué opina de esas acusaciones?”, espetó un periodista de los tantos que pedían la palabra en una agitada concurrencia. “Dios perdona a sus hijos, aunque arrojen piedras a sus templos”, dijo el jefe de prensa vaticanista y bendijo a los presentes, retirándose.
Benito Cusimano tras despachar una maleta llena de regalos para su novia en el aeropuerto internacional de Marsella, pensó en lo bien que le vendría un café expreso antes de entrar a la sala VIP de espera. Fue al pasar frente a un estanquillo de periódicos que quedó petrificado. Uno de los periódicos presentaba noticias que tenían que ver con él. Miró la foto de la mesonera que sonreía junto a un titular: “Habla el magnate de la Viña del Señor”. Entrevistado por una periodista que nadie conocía, el misterioso millonario ensalzaba las virtudes del doble que había salvado su vida.
“No puede ser”, murmuró Benito con rabia y sintió una repentina molestia en su úlcera estomacal. Nunca había fallado, aunque esta vez el error podía significar el fin de su carrera y de su vida. Imaginó la reacción calculadora y mortal de don Angelo considerándose burlado, no por un insignificante ejecutor fallido, sino por el más listo de los demonios. La otra noticia aparecía sazonada con reportajes sobre el aumento de la criminalidad: “Asesinan a reconocido exlegionario“. Descrito como héroe, su cuerpo había sido encontrado rebanado en una silla de ruedas, con extraños símbolos hendidos a cuchillo en todo el rostro y un balazo en la nuca. Un cartel colgado a su cuello solo decía: “Culpable, vai a cagare”.
Esa tarde, Benito dejó ir el avión con dolor del alma. La novia tendría que esperar un poco más. A Nápoles no podía llegar en bancarrota o perseguido por los sicarios de don Angelo. Si acaso regresaba, tendría que ser como triunfador, con la cabeza del demonio en una mano y miles de dólares del premio en la otra. Llamó a don Angelo, pero como salía una grabación, dejó un mensaje: “En la próxima va la vencida, por mi honor, padrino”. Escribió una carta a su Francesca con pocas palabras: “Demoro un poco, pero porque Dios así lo quiso”, añadió un cheque, la cerró con saliva y la echó a un buzón postal del aeropuerto. Con la resolución de afincarse al honor como fuera, lo que conllevaba una inequívoca riposta, el pistolero italiano pensó en los viejos compañeros de la guerra. A lo mejor los podía entusiasmar con la idea de salvar lo que quedaba del cristianismo a cambio de mucho dinero.