¿A qué legado se refiere?

 

 

Marcus llegó en silencio. Emergió de la niebla, una sombra, un revoloteo de palomas. Varias palomas blancas volaron al interior del local tras él. Abrazó a Ludovico y besó a Katherina. Olía a musgo, a castillo, a niebla, a sangre. Tenía lágrimas en los ojos, tajos en la cara. Hizo una seña para que permanecieran callados: “Seguidme, quiero que vean algo antes de la noche”. Salieron y se adentraron en la niebla.

Bajaron por una escalera labrada en la piedra y luego entraron a uno de los recintos adosados a la pared occidental, la más ruinosa del castillo. Marcus apartó lajas de piedras en el piso y destapó un pasaje. Dijo que era una poterna y les hizo pasar a un angosto túnel con paredes rezumando humedad, alumbrado a tramos por perforaciones en el techo que dejaban pasar la luz natural. Fue una fatigosa caminata. Más adelante vieron la salida, un arco con la claridad del atardecer. En el exterior observaron las murallas retiradas a sus espaldas unos doscientos metros. De ahí por un sendero en bajada llegaron hasta un campo llano extendido en la meseta del precipicio.

Ludovico tuvo la absoluta certeza de que había estado en el lugar. La zona de la memoria seguía intacta. El paisaje poseía la misma inmensidad apacible de aquel entonces, no recordaba exactamente cuándo habría ocurrido, pero ningún niño olvida cuando un padre le hace un regalo importante. Fue el día que le vertió agua del ánfora en la cabeza y le regaló una espada de verdad, tan grande y pesada que apenas podía sostenerla. El padre besó su frente y erguido ante el precipicio, levantando un bastón,  habló al cielo en una lengua extraña y sonora. Otras personas alrededor vestían una clámide blanca y canturreaban. Aquel día no era un sueño. 

Junto a un viejo castaño, Marcus se volteó hacia la pareja. Ya no tenía lágrimas en los ojos, sino vivos fulgores azules. A su lado comenzaba la senda de piedras que se adentraba en un jardincillo de setos. Katherina dio unos pasos hasta donde sobresalían de la grama losas lisas con inscripciones que revelaban nombres y epitafios en un castellano arcaico. Iba a llamar a Ludovico para que viera las lápidas cuando este señaló hacia el jardincillo. Katherina y Marcus también se encaminaron al sitio. El punto que los tres miraron era el vestigio de un brocal de piedra con una cadena de hierro con paletas para elevar agua del pozo.

Katherina gritó atónita: “¡Allí está la noria, estamos en el campo de la noria!”.

El trozo de texto memorizado brotó solemne de su voz: “Existe un lugar que convirtieron en la roca de la vida,  la roca del castillo donde habita dios. Las cenizas de los misterios fueron esparcidas en el campo de la noria. Las cenizas del Fénix no mueren. Los templarios nunca murieron”.

Marcus la miró estupefacto, se arrodilló y besó el suelo, la salva terra. Una tras otra, palomas blancas se fueron posando en el bordecillo del brocal. Ludovico, perplejo, se acercó a la noria.    

—¿Qué es este sitio, Marcus?

Poniéndose de pie, Marcus señaló el castaño. Habló con emoción:

—Es nuestra anástasis. Junto a ese árbol hace siglos hubo un rito, unos freires pactaron con dios. Fue un milagro encontrar este sitio después de pasar por terribles tribulaciones, dondequiera había espías papales. Aquí había una ruina de un castrum romano y sobre ella construyeron el castillo por muchos años. Lo bautizaron castillo de Ulver, por el nombre del santo fraile que los comandaba, caballero del linaje carolingio.

—¿Entonces eran prófugos templarios acusados de herejes? El rey de Francia los quería exterminar, lo mismo hicieron con los cátaros  —dijo Katherina, entusiasmada con lo que oía.

—Exacto, el Papa abolió la Orden templaria en 1312, pero no la pudo exterminar del todo. La Orden del Templo de Salomón es inmortal. Por eso estamos aquí —subrayó Marcus, mirando a Ludovico.

Katherina hizo un gesto de disentimiento, antes de decir:

—La inmortalidad es sublime en palabras, Marcus, pero díganos por qué estamos aquí realmente, me siento mortal, ese alemán estuvo a punto de matarme. ¿Es usted acaso inmortal?

Marcus guardó silencio. Cuánto hubiera querido hablar a solas con Ludovico. Ni siquiera conocía a Katherina, solo sus artículos en Internet en los cuales defendía la dignidad de los herejes albigenses, los desafortunados “puros”, contra el régimen que llamaba “estalinismo medieval” y “pogromo oscurantista”. Al escucharla, tan preguntona, temió cometer la imprudencia de hablar más de la cuenta. ¿Le importaría a Ludovico? Lo miró. Tal parecía que no estuviese allí. Siempre pensativo, con esa postura fría, inconmovible. Pronto tendría que decirle quién era, de dónde venía, qué le aguardaba. ¿Cuánto de la historia de los templarios de Cornatel sabía Ludovico? Algo tenía que saber porque Katherina había mencionado la hiedra, la noria, el campo sagrado.

—La inmortalidad muchas veces es un gran propósito —dijo Marcus—, nuestros antecesores llegaron a este lugar, clavaron una cruz, colocaron el baussant blanquinegro, le juraron lealtad a Cristo, pero el propósito no era salvar sus vidas de la hoguera, sino salvar el legado del Temple. En Cornatel generaciones de templarios han custodiado ese legado y así será siempre.

—Marcus, ¿por qué darle tantas vueltas a la tuerca? —reprochó Katherina—. Esos antecesores, esos monjes, ¿quiénes eran? ¿A qué legado se refiere?

Ludovico caminó de la noria al área de las lápidas.

—¿A qué legado se refiere? —preguntó también Ludovico, con interés.

Marcus se le acercó.

—El legado es nuestro destino, hermano Prevost.

Se miraron fijamente a los ojos.

—Lo escucho, Marcus, sé que pertenezco a esto, ¿por qué no va al grano? ¿Por qué nos persigue esa jauría?

A Marcus ya no le importó la presencia de Katherina. Había llegado el momento de hablar, de contar al menos la parte menos secreta de la historia.

—Somos como esos monjes veladores, ellos custodiaban las pertenencias rituales templarias, era su misión. Eran...

Hizo un dilatado silencio. Estuvo a punto de no hablar más, al escuchar arrullar a las palomas de un modo inusual, como lamentoso.

—Quiero oír toda esa gran historia, maestro Marcus —rogó Ludovico y le puso una mano en el hombro. Marcus miró hacia al castillo y narró:

—Esos monjes eran una pequeña célula secreta de humildísimos elegidos, nadie sabía que existía salvo el Gran Maestre de la Orden templaria. Después de la tragedia de 1307, se convirtieron en los nuevos hacedores de la Hermandad del Fénix  —Marcus se llevó la mano abierta a su pecho y miró hacia la noria—. Los freires escogieron la roca de Cornatel como refugio, traían consigo el tesoro templario. A pesar de mil adversidades, nadie ha podido profanarlo. Dios mismo cuida su legado.

—¿La hermandad del Fénix? O sea, los guardias del tesoro —infirió Ludovico.

—Los veladores. Mejor llamémosles depositarios del legado  —resumió el guía.

Katherina se había quedado sin palabras. Marcus hablaba como un fanático, pero sin la  exasperación de un mitómano, pruebas sobraban de que era un ser superdotado, un guerrero capaz de abatir demonios. ¿Y si en verdad existía un tesoro templario? Desde que la hechizara la leyenda del Grial, había dedicado mucho tiempo a seguirle el rastro. La apasionaban los misterios trascendentales, como el de Rennes-le-Château entrelazado a María de Magdalena y el Priorato de Sión, y el que era su favorito, el tesoro de la fortaleza de Montségur escondido por los bons homs cátaros para que no cayera en manos de los cruzados del Papa, pero aún nadie había visto esos tesoros, las historias ocultas generalmente se quedaban ocultas. Ahora sintió algo distinto, quizás Marcus hablaba en serio.

Marcus vigilaba los alrededores sin perder de vista a Ludovico, que ponía su mayor interés en las inscripciones de las losas.

—Son lápidas con paráfrasis de la biblia, parecen describir el vía crucis y los hechos apostólicos  —le dijo Katherina.

—¿Y los nombres?  —inquirió Ludovico.

—En verdad son mausoleos —aclaró Marcus, acercándose—. Cada nombre corresponde a los grandes maestres, los Magister Militiae Templi. Este monumento fue idea de tu padre.

—Mi padre hacía muchas cosas que desconocíamos en casa —refirió Ludovico.

—Ya os conté la historia, hemos vivido en las sombras. Aún así seguimos perseguidos, como has visto.

—Sí, hermano Marcus, lo he visto. ¿Cuándo termina todo esto? Estamos en el siglo veinte y uno.   

Marcus, al oírlo decir “hermano Marcus”, sintió un dulce regocijo, tuvo ganas de abrazarlo. Le contestó sereno:

—Hermano, Prevost hijo, mientras haya templarios vivos seguiremos aferrados al pacto con dios, jamás abandonaremos el legado, es nuestro fátum.

—Me llama la atención algo, Marcus —dijo Katherina—. ¿Por qué tantos bandidos conocen el secreto, el tesoro, lo que sea? Estamos rodeados de una internacional del crimen, alemanes, franceses.

—Buscan la reliquia, así le llaman  —agregó Ludovico.

—Es otra historia que debo contarles. Por muchos años no fuimos molestados. Al parecer el nuevo ciclo papal ha despertado a los demonios. No sabemos qué está ocurriendo —Marcus se quedó mirando a Katherina, la notaba con muchos deseos de saberlo todo. Le sonrió—. No es un secreto ni un tesoro de oro, querida amiga, es un legado. Un legado de Dios.

De pronto, la bandada de palomas blancas posadas en el castaño, el brocal y las losas alzó vuelo en estampida. Volaron por la cortadura del barranco y retornaron en vuelos rasantes. Marcus en seguida supo que algo grande las había asustado. Solo realizaban vuelos rasantes y en círculos cuando existía peligro. Un torrente de palomas voló cerca en dirección a las nieblas que envolvían el castillo. Katherina expresó asombrada:

—¡Son miles, bajan de las nubes!

—Seguro llegaron más forasteros, se portan así con los extraños —dijo Marcus y los condujo hasta una covacha abierta en una pendiente del barranco, camuflada por una cortina de helechos—. Esperéis aquí, no demoro, este sitio es seguro.

Marcus partió presuroso. Más tarde resonaron disparos en el castillo.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html