Capítulo 47

Detenga esa locura, Excelencia

Don Angelo no podía creer que el infalible Benito Cusimano hubiese fallado. “No puedes fallar, Benito, le lanzas una bomba atómica si es necesario”, le había instruido. Pero el fabricante de vinos, el farsante que lucraba vendiendo un falso vino santo, había sido más listo. Sólo el demonio en persona podía ser tan sagaz y desalmado.

Lo exasperó que el bribón dijera en una entrevista por la BBC que mentes enfermizas deseaban suprimirlo porque no soportaban que Dios perteneciera al alma de Francia. El demonio repetía: “El terrorismo árabe es inocuo comparado con la violencia que es capaz de generar el poder de la masonería católica, disfrazada de cordero, que desde un trono usurpado lleva mil años aniquilando a los seguidores originales de Cristo”.

Para don Angelo era demasiada infamia que la televisión difundiera tales sacrilegios. “Maldita televisión, malditos herejes”. Llamó reconciliador a Benito y le escuchó paciente mil disculpas, juramentos de honor, perdones. Habló en tono paternal: “Sé que esta vez nos libraremos de esa lacra, mi muy querido Cusimano, esmérate, no me defraudes”. “Grazie, padrino, grazie”,  respondió Benito.

El padre Scarlatti llegó una hora después requerido por don Angelo. Necesitaba confesarse porque le dolía el alma, dijo al sacerdote. Esta vez no le habló de pesadumbres ni de las molestias ocasionadas por la gota, como había hecho en los últimos días, sino de temores y del “nuevo oficio” a realizar por Benito para erradicar de raíz la eclosión diabólica en Francia. Scarlatti supo de qué hablaba y se estremeció.

—Dios no aprueba las venganzas, don Angelo, no más sangre.

Durante una hora, Scarlatti escuchó cómo don Angelo, con retórica extraviada y virulenta, daba muestras de estar perdiendo la razón. Todo lo aquejaba, la gota, el mal de Parkinson, el odio a la modernidad, a la televisión, a los políticos, a los herejes. No confiaba en sus guardaespaldas, ni en sus capos, tampoco en los católicos fingidos. La sociedad era una mentira, un vertedero de basura. Vivía obsesivo con la inminencia de un armagedón. Estaba seguro que una pandilla de curas canallas quería destruir la iglesia desde dentro y que Satanás vivía en Francia. “Las familias no permitiremos que Italia caiga en manos de los impíos franceses”. Con ojos dislocados, decía sandeces, estulticias, amenazaba, pedía perdón, clamaba, lloraba. Por último se declaró despreciado porque el Papa nunca tenía tiempo para recibirlo.     

—Consiga esa cita con el Santo Padre, me urge seriamente.  

—Tenga paciencia, el Santo Padre lo tiene en sus oraciones, don Angelo.

—Bah, se me acaba la paciencia, Scarlatti.

—La paciencia infinita es divina, señor.

Nunca antes Scarlatti había salido tan tenso por escuchar las confesiones de don Angelo. Llegó a la catedral, pensando en Benito. ¿Dónde cometería la próxima matanza? Fue al altar, se postró ante el Santísimo y oró con amargura. Poco después telefoneó al obispo y describió el encuentro con el desequilibrado jefe mafioso y los nuevos planes que acometería el matón Benito Cusimano. Sin perder tiempo, el obispo llamó a su amado confesor del vaticano y contó lo que podría ocurrir en las próximas horas. “Detenga esa locura, Excelencia, Dios nos salve”. Como siempre la calmosa voz del confesor lo apaciguó: “Tranquilo, haremos lo que Dios mande, a todo hombre malo le llega su juicio final”. El obispo escuchó una breve explicación de lo que tendría que hacer y una petición de absoluta reserva.      

Sentado junto al gramófono, Don Angelo se deleitaba escuchando un agudísimo crescendo de María Callas cuando sonó su teléfono privado. No le puso atención pero persistió el repique hasta que un sirviente atendió la llamada. “El padre Scarlatti, importante”.

Don Angelo por un momento presintió la estupenda noticia de que el Santo Padre había aprobado la audiencia. De no ser así, tendría que ser menos generoso con la iglesia, cancelaría las mensualidades de donativos monetarios y los servicios especiales. Tomó el teléfono:

—¿Y bien, padre? ¿Ha conseguido la entrevista?

—Usted es un privilegiado. Un secretario del Papa viene a hablarle por el protocolo. Bendiciones.

—Al fin —Don Angelo colgó el teléfono, consagrado y feliz. La voz de la soprano inundaba la estancia en el punto máximo del aria. “Lo he logrado, lo he logrado, alabado sea el Señor”, gritó con fervor.