Capítulo 84
Maldito hacker
Jason al fin vio a Welles llegar a trancos a la oficina. Había estado todo el día tratando de abordarlo. Le dijo al pasar: “Jefe, tengo algo urgente”, pero no le hizo caso. La secretaria del jefe tampoco quería hacerle caso. Escribía un extenso informe que debía entregarle a Welles ese mismo día. “Mejor te pierdes de aquí, Jason, el jefe tiene líos con los de arriba”.
Jason volvió a su ordenador y movió el ratón pinchando los referentes de un abigarrado árbol de archivos. Una y otra vez se cercioró de que los bancos de datos estaban vacíos. Habían borrado los programas y aplicaciones y no existía una sola gota de información en los back-up externos donde almacenaba copia de todo. El disco duro del ordenador aparecía como si estuviera recién estrenado, sin memoria consumida. Tampoco tenía acceso a los servidores centrales de la agencia ni al Internet. ¿Qué diría el jefe cuando le contara que lo habían fastidiado? A él, un estelar de operaciones digitales.
Era casi medianoche cuando le tocaron el hombro.
—Al fin usted, jefe. Me han jodido.
—Cuéntame, Jason —dijo Welles, descargando su cansado corpachón en una silla—. Ha sido un día terrible.
Jason movió el ratón, tecleó, pinchó archivos, una común operación de búsqueda.
—Me han borrado la información. Me dejaron en la nada. Tenemos por aquí un ladrón digital. Un maldito hacker penetró mis códigos y me limpió el trabajo de años.
Jason siguió explicando a un pasmado Welles, que no perdió los estribos, pero comenzó a murmurar prosaicos galimatías.
—Calma, Jason, tenemos cámaras de vigilancia, ni siquiera un fantasma escaparía a nuestros sistemas de seguridad.
—Se equivoca, jefe. Hay una agencia que tiene tecnología para hacerlo. Espero no sea el caso.
—Nadie se atrevería, conozco el protocolo, todo es críptico. Somos impenetrables.
—Jefe, la NSA tiene hipervínculos en todos los servidores, programas troyanos especialísimos, pueden teclear mi computador desde una conexión remota utilizando programas espías. No tienen que estar sentado delante de mi computadora para mirar la pantalla, se lo aseguro. Nadie en este mundo es invulnerable.
—Tienes razón, pero alguna pista dejarían. Mejor te calmas, me ocuparé de este problema.
—Gracias. Haré mi parte. Lo lamento.
—Jason, grábalo bien —Welles le apretó el brazo—. Quiero absoluta discreción, nada de aspavientos. Si lo deseas, te puedes tomar unas vacaciones.
—Muy amable, jefe, lo pensaré.
Jason lo vio partir y renovó su búsqueda en el ordenador. “Maldito hacker, no te vas a salir con las tuyas”.
Welles esperó a que su secretaria terminara el informe y le dijo: “Veo a Jason muy tenso, tal vez necesita vacaciones”. “Es verdad, jefe, necesito lo mismo, un relax. Me mata este trabajo”.
Una hora más tarde, los especialistas de vigilancia interna le remitían a Welles lo que había solicitado: una copia de todo lo que las cámaras de seguridad habían registrado en las distintas secciones del departamento bajo su dirección. Welles fue pasando rápidamente las grabaciones hasta llegar a lo que buscaba. Aparecía Jason trabajando, llamando por teléfono, departiendo con colegas, leyendo informes, chateando por Internet, comiendo chocolatines, entrando y saliendo de la oficina, apagando las luces al final de la jornada y abandonando el sitio; una luz de seguridad permanecía encendida. Seguía una monótona secuencia de silencio y objetos inmóviles. Las cámaras abanicaban el espacio donde no sucedía nada, hasta que Welles detectó al fantasma. Las teclas del ordenador de Jason se movían solas como si un invisible operador las accionara. “Diablos, Jason tiene razón”.
Welles salió disparado de la oficina a medianoche, tomó su auto y alcanzó el centro de Washington donde buscó un bar para relajarse con whisky. Una y otra vez lo martillaba la pregunta: “¿Quién demonios me está vigilando?”. Salió del bar y manejó con cuidado hasta su casa. En ningún momento la espesa neblina le dejó ver por el retrovisor que una camioneta azul lo seguía todo el tiempo.