Capítulo 11

Todavía pensando en las travesuras de Clío

 

 

Ludovico llevaba horas sumido en la lectura del libro que consideró el más serio de cuantos había consultado sobre la vida de los caballeros templarios, cuando escuchó una voz femenina que anunciaba el cierre de la biblioteca en unos minutos. Al levantar la vista, encontró los ojos perlados de la bella joven que recién se estrenaba como bibliotecaria, pero lo hacía con soltura. Caminaba con donaire jovial y le quedaban muy bien los tacones altos.

Sonrió cuando Ludovico devolvía el libro.

—Los pobres caballeros de Cristo son mis héroes —dijo la bibliotecaria observando la carátula del libro.

—Los templarios me van a volver loco, hasta luego —comentó Ludovico y se apartó del mostrador presto a marcharse.

—Al parecer usted es un escéptico, ¿verdad?  —dijo la joven, sin mirarlo, vuelta hacia el ordenador.

Ludovico se detuvo, sorprendido. Realmente no esperaba tal observación ni se consideraba escéptico; eso sí, como estudioso temía que la historia lo timara con sus interminables relatividades y pesadillas contadas al derecho y al revés; en cierto modo la dubitación lo podía salvar a uno del fiasco. Asintió mirando con agrado a la chica.

—Espero que usted me explique qué pasó con los templarios, para salir de dudas.

—Puedo explicarlo, cómo no, cuando usted guste —contestó la bibliotecaria con una sonrisa jovial. Y se despidieron.

Al salir de la biblioteca, Ludovico sintió la brisa refrescante. Cenaría antes de irse a su apartamento. Se sentía extenuado, pero todavía tenía pendiente actualizar el blog, gracias a la chispa inspiradora. Esta noche escribiría sobre la importancia de ser ineluctablemente escéptico, por si las moscas, por replicarse a sí mismo. La historia podía estafar fácilmente a aquellos que no la hubiesen vivido. ¡Cuidado con la historia!, podía tornarse una “pesadilla”, como advertía Joyce. Podía mentirte y convertirte en estatua de sal si te volvías hacia ella descuidado. Había escuchado a un colega decir que la peor pesadilla de la historia no era un suceso histórico, “ni los horrores cometidos en los campos de concentración hitlerianos y gulags soviéticos, tampoco la explosión nuclear en Hiroshima”, sino la utopía totalitaria descrita en el libro 1984, de Orwell. En comparación, los templarios quemados vivos en el medioevo podían pasar como una anécdota sensacionalista menor. Había  historiadores devotos del tema, otros no le ponían mucha atención. Uno de los libros que leyera exponía la tesis de una conspiración universal templaria contra los poderes regentes  —vaticano y nobleza—  a fin de implantar una teocracia ecléctica de nuevo tipo.  

“Las conspiraciones hacen la historia”, murmuró. El mesero que le servía la paella escuchó, inmiscuyéndose: “Genial la película, la teoría de la conspiración, la de Mel Gibson”. Ludovico sonriendo preguntó: “¿Usted cree en esa teoría?”. El mesero con aire receloso miró alrededor y bajó la voz: “Claro, qué política no es conspiración, mi buen señor, todos conspiran, lobos y carneros, hasta caperucita roja es de la CIA”.

Una hora más tarde, todavía pensando en las travesuras de Clío y en las palabras del mesero, Prevost entró a su apartamento. Al fin tendría terapia de bitácora, incienso tántrico, escucharía a Plácido Domingo en su MP3, tomaría plácidamente té blanco hindú, y quizás hasta podría recordar la ubicación de la foto del chico angelical de Cornatel. Como solía hacer, arrojó el maletín sobre el sofá antes de irse al estudio a encender el ordenador. Hubiera sido simplemente una noche normal de no ser por un detalle: Ludovico percibió un olor inusual en el ambiente: a perfume, un poco eclipsado por el aroma de nogal que esparcía un aerosol instalado en la pared, pero en fin, era perfume de fragancia femenil muy suave y de los baratos. Algo que nunca le fallaba era el olfato.

Prendió las luces y se cercioró de que todo estaba como lo había dejado, excepto... el estudio, vio encendido el ordenador con el fondo de pantalla activo. Siempre lo apagaba al terminar las sesiones del blog. Recordaba perfectamente que lo había apagado esa mañana.

“No puede ser”, se dijo extrañado y pensó en un intruso. Ya tenía experiencia con cacos.

Recorrió el apartamento sin encontrar la mínima señal de saqueo. El carísimo rolex que le obsequiara su padre y nunca se ponía estaba donde siempre. Del perfume, ya casi desvanecido, se dio una sencilla justificación: él mismo lo había traído de la calle, impregnado en la ropa. “En la biblioteca alguien lo llevaba, creo”.

Fue al ordenador, inspeccionó sus cosas, no encontró nada anormal y se sentó, maniobrando en el teclado. Revisó Facebook y Twitter y entró a Yahoo y Google. Buscó las páginas web de sus diarios favoritos y leyó los titulares, echó una ojeada a la programación de History Channel pero nada le atrajo. Todavía seguía intrigado por lo ocurrido: “Nunca me pasó, será que me estoy volviendo un viejo olvidadizo”. Fue y regresó de la cocina, colocó una taza de té junto al teclado y abrió su blog. 

El largo balcón techado que abrazaba su apartamento por dos lados del edificio, a seis pisos de altura, había sido el único sitio que Ludovico dejara sin inspeccionar. Desde aquí, un intruso, envuelto en overol negro y amparado por una oscura noche sin luna, mantenía un ojo en la rendija del cortinaje de la sala, espiando el interior. La respiración se le fue tranquilizando, y mientras pensaba qué hacer enfundó la pistola. “¿Cuál será la reacción del jefe cuando se entere de que no he podido instalar el programa para jaquear a este tipo? Volveré a intentarlo”.

El intruso rápidamente alcanzó un extremo del balcón, donde un cable de rápel colgaba del techo dos pisos arriba. Apenas comenzaba a trepar cuando descubrió un puntero láser buscando un blanco en su cabeza.

El francotirador apostado en una ventana del edificio de enfrente, enfiló el fusil, escogió la sien y apretó el disparador. Vio como el cuerpo derribado caía sobre un frondoso lecho de buganvilia en los jardines del patio. Bajó a la calle y tras percatarse que no había un alma por los alrededores, saltó un muro y se acercó al bulto exánime. Verificó que el tiro había sido perfecto. De la sien de una joven mujer rubia manaba un hilillo de sangre. “Lo lamento, belleza”. Se echó el cuerpo al hombro trasladándolo a una camioneta estacionada a pocos metros. Justo al partir, llamó por un móvil y protestó: “Ya tengo a tu linda Barbie en camino, por qué no me dijo que apesta a perfume de puta”.

Cornatel, el secreto español
titlepage.xhtml
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_000.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_001.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_002.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_003.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_004.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_005.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_006.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_007.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_008.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_009.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_010.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_011.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_012.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_013.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_014.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_015.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_016.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_017.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_018.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_019.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_020.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_021.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_022.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_023.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_024.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_025.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_026.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_027.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_028.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_029.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_030.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_031.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_032.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_033.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_034.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_035.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_036.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_037.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_038.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_039.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_040.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_041.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_042.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_043.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_044.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_045.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_046.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_047.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_048.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_049.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_050.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_051.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_052.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_053.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_054.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_055.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_056.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_057.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_058.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_059.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_060.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_061.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_062.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_063.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_064.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_065.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_066.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_067.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_068.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_069.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_070.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_071.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_072.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_073.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_074.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_075.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_076.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_077.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_078.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_079.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_080.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_081.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_082.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_083.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_084.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_085.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_086.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_087.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_088.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_089.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_090.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_091.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_092.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_093.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_094.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_095.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_096.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_097.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_098.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_099.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_100.html
CR!NWQVKHXK2N4KS89FZJ8JEFQSRBP0_split_101.html